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—Quería insinuar a una mujer, tras él o sobre él, quizá la sombra de una mano..., algo... Pero temí narrar en vez de pintar.

—Bueno, nadie parece saber nada sobre la mujer. Ni siquiera Sheldon.

—Fue la ruina de su vida, y eso la resume, ¿no es así?

—No, yo quiero saber más. Quiero saberlo todo. De lo contrario, será para mí tan incompleto como su retrato. Oh, es muy bueno, el parecido es excelente, me encanta esa araña que flota. Sobre todo la sombra de sus patas en el fondo. Pero la cara es sólo un reflejo fortuito. Cualquier hombre puede reflejarse en el agua.

—Pero ¿no cree que él lo hizo particularmente bien?

—Sí, sé a que se refiere. Pero a pesar de todo tengo que encontrar a esa mujer. Es el eslabón que falta en su evolución, y tengo que conseguirlo... Es una necesidad científica.

—Le apuesto este retrato a que no la encontrará —dijo Roy Carswell.

13

Lo primero era averiguar su identidad. ¿Cómo empezaría mi indagación? ¿Qué datos poseía? En junio de 1929, Sebastian había vivido en el Hotel Beaumont, en Blauberg, y allí la había conocido. Era rusa. No tenía otra pista.

Comparto la aversión de Sebastian por los fenómenos postales. Me parece más fácil viajar mil kilómetros que escribir la carta más breve, encontrar un sobre, la dirección exacta, comprar el sello, enviar la carta y romperme la cabeza pensando si la he firmado. Además, en el delicado asunto que estaba a punto de emprender, la correspondencia estaba fuera de cuestión. En marzo de 1936, después de pasar un mes en Inglaterra, consulté una oficina de turismo y partí hacia Blauberg.

Por aquí pasó Sebastian, reflexionaba mientras miraba los campos húmedos, con largas colas de niebla blanca donde flotaban enhiestos álamos. Una aldea de tejados rojos se acurrucaba al pie de una suave montaña gris. Dejé mi equipaje en la mísera estación donde un ganado invisible mugía tristemente en algún vagón y me dirigí por una suave pendiente hacia un grupo de hoteles y sanatorios, más allá de un parque oloroso y húmedo. Había pocas personas, no era «temporada alta», y súbitamente me dije con angustia que quizá encontraría cerrado el hotel.

Pero no fue así: la suerte me acompañaba.

La casa parecía muy agradable, con su jardín bien cuidado y los castaños llenos de brotes. Parecía no dar cabida a más de cincuenta personas, y eso me alivió: mi investigación sería reducida. El gerente del hotel era un hombre de pelo gris y barba ornamental y aterciopelados ojos negros. Me conduje con suma cautela.

Empecé por decir que mi difunto hermano, Sebastian Knight, un celebrado escritor inglés, gustaba mucho de ese lugar y que yo pensaba pasar el verano en el hotel. Acaso debí tomar una habitación, meterme en ella, congraciarme con el gerente, por así decirlo, y posponer mi indagación hasta un momento más favorable. Pero pensé que debía acabar con el asunto de inmediato. Dijo que sí, que recordaba al inglés que había vivido allí en 1929 y se bañaba todas las mañanas.

—No era muy inclinado a hacer amigos, ¿verdad? —pregunté como por casualidad—. ¿Estaba siempre solo?

—Oh, creo que estaba aquí con su padre— dijo vagamente el hotelero.

Durante algún tiempo luchamos por distinguir entre los cuatro o cinco ingleses que habían pasado por el Hotel Beaumont en los últimos diez años. Comprendí que apenas recordaba a Sebastian.

—Seamos francos —dije al fin—. Trato de encontrar la dirección de una dama, amiga de mi hermano, que vivió aquí por la misma época que él.

El hotelero levantó ligeramente las cejas y tuve la sensación de que había cometido una torpeza. —¿Para qué? —dijo.

«¿Tendré que sobornarlo?», pensé rápidamente. —Bueno, estoy dispuesto a pagarle por su información...

—¿Qué información? —preguntó.

Era un viejo estúpido y receloso... que ojalá no lea nunca estas líneas.

—Me pregunto —seguí pacientemente— si será usted lo bastante amable para ayudarme a encontrar la dirección de una dama que vivió aquí en la misma época que Mr. Knight, es decir en junio de 1929.





—¿Qué dama? —preguntó el viejo con el tono de la oruga de Lewis Caroll.

—No estoy seguro de su nombre —dije nerviosamente.

—Entonces, ¿cómo espera que la encuentre? —dijo el hombre, encogiéndose de hombros.

—Era rusa —dije—. Quizá recuerde usted una dama rusa, una mujer joven y, bueno..., atractiva.

— Nous avons eu beaucoup de jolies dames-respondió, cada vez más distante—. ¿Cómo puedo acordarme?

—Bueno, lo más simple de todo sería revisar sus libros y buscar los nombres rusos por junio de 1929.

—Habrá muchos —dijo—. ¿Cómo encontraremos el que necesita, si no lo sabe?

—Déme usted los nombres y las direcciones —dije desesperadamente— y déjeme hacer el resto.

Suspiró hondamente y sacudió la cabeza:

—No.

—¿Quiere decir que no lleva libros? —pregunté, tratando de hablar con calma.

—Oh, los llevo muy bien. Mi negocio requiere gran orden en esas cosas. Oh, sí, he anotado todos los nombres.

Se alejó al fondo del cuarto y tomó un gran volumen negro.

—Aquí..., primera semana de julio de 1935..., profesor Ott con su mujer, coronel Samain...

—Óigame —dije — , no me interesa el mes de julio de 1935, lo que quiero...

Cerró su libro y se lo llevó.

—Sólo quería mostrarle —dijo, volviéndome la espalda (se oyó una cerradura)— que llevo en orden mis libros.

Volvió al escritorio y dobló una carta que yacía sobre el secante.

—Verano de 1929 —supliqué—. ¿Por qué no quiere usted mostrarme las páginas que necesito?

—Bueno, es algo que no debe hacerse. Primero, no quiero que un desconocido moleste a personas que han sido y serán mis clientes. Segundo, porque no entiendo por qué se muestra usted tan ansioso por encontrar a una mujer que no puede nombrar. Y tercero..., no quiero meterme en líos. Ya los he tenido bastante... En el hotel de la esquina una pareja suiza se suicidó en 1929 —agregó, de manera un tanto inconexa.

—¿Es su última palabra? —pregunté.

Asintió y miró su reloj. Giré sobre mis talones y golpeé la puerta detrás de mí, o al menos traté de golpearla: era una de esas malditas puertas automáticas que se resisten al empujón.