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—Eso no es posible —dije—. La cuestión es cómo, no por qué.

—Cada cómo tiene su por qué —dijo Silberma

—Oh, no... —exclamé—. No es eso. No tengo la menor idea de cómo es. Pero mi querido difunto hermano la amó, y quiero oírla hablar de él. Es muy simple.

—¡Triste! —dijo Silberma

—Quiero escribir un libro sobre él —continué—, y cada detalle de su vida me interesa.

—¿De qué padecía? —preguntó Silberma

—El corazón —dije.

—El corazón..., eso es malo. Demasiadas alarmas, demasiado...

—Demasiados ensayos generales de muerte. Eso es cierto.

—Sí. ¿Cuántos años?

—Treinta y seis. Escribía libros, con el nombre de su madre. Knight. Sebastian Knight.

—Escríbalo aquí —dijo Silberma

Con un trac trac trac, arrancó la página, se la puso en el bolsillo y me volvió a entregar el bloc.

—Le gusta, ¿no? —dijo con una sonrisa ansiosa—. Permítame que le haga este pequeño presente...

—Bueno... —dije—, me parece demasiada bondad...

—Nada, nada —dijo, agitando la mano—. Dígame ahora qué desea.

—Deseo una lista completa de las personas que vivieron en el hotel Beaumont durante junio de 1929. También deseo algunos detalles sobre esas personas, por lo menos las mujeres. Quiero estar seguro de que un nombre extranjero no oculte a una mujer rusa. Después elegiré el más probable, o los más probables, y después...

—Y tratará de dar con esas personas —dijo Silberma

Tomó otro libro de notas, esta vez muy gastado, algunas de cuyas páginas colgaban como hojas otoñales. Agregué que no me movería de Estrasburgo esperando su llamada.

—El viernes —dijo—. A las seis en punto.

Después el extraordinario hombrecillo se repantigó en el asiento, cruzó los brazos y cerró los ojos, como si el negocio concertado hubiera agotado la conversación. Una mosca inspeccionó su calvicie, pero no se movió. Durmió hasta Estrasburgo. Allí nos despedimos.

—Oiga —dije mientras nos despedíamos—. Debe decirme cuáles son sus honorarios... Estoy dispuesto a pagarle cuanto me pida... Quizá desee usted algún adelanto...

—Me mandará usted su libro —dijo, levantando un dedo regordete—, Y me compensará por gastos posibles —agregó con un suspiro—. ¡Sin duda!





14

Pude así hacerme con cuarenta y dos nombres, entre los cuales el de Sebastian (S. Knight, 36 Oak Park Gardens, Londres) parecía extrañamente solo y perdido. Me sorprendió (agradablemente) el hecho de que los nombres fueran acompañados por todas las direcciones: Silberma

Quedaban así cuatro nombres:

Mademoiselle Lidya Bohemsky, con dirección en París. Había pasado nueve días en el hotel a principios de la estancia de Sebastian y el gerente no recordaba nada de ella.

Madame de Rechnoy. Había dejado el hotel rumbo a París en vísperas de la partida de Sebastian hacia la misma ciudad. El gerente recordaba que era una joven elegante y muy generosa con las propinas. El «de» revelaba, lo sabía, cierto tipo de rusa inclinado a aparentar nobleza, aunque en verdad el uso de la particulefrancesa ante un nombre ruso no sólo es absurdo, sino también ilegal. Podía ser una aventurera; podía ser la mujer de un snob.

Helene Grinstein. El nombre era judío, pero a pesar del «stein» no era judía alemana. La «i» de «grin», en lugar de la «u» natural, revelaba su nacimiento en Rusia. Había llegado una semana antes de la partida de Sebastian y se había quedado tres días más. El gerente decía que era una mujer hermosa. Ya había estado antes en su hotel, y vivía en Berlín.

Helene von Graun. Un nombre alemán. Pero el hotelero estaba seguro de que varias veces, durante su estancia, había cantado canciones en ruso. Tenía una espléndida voz de contralto y era encantadora, según me dijo. Se había quedado un mes, para salir hacia París cinco días antes que Sebastian.

Anoté minuciosamente todos esos detalles y las cuatro direcciones. Cualquiera de ellas podía ser la que necesitaba. Le di las gracias cálidamente a Silberma

—Lo he hecho —dijo— porque me es usted simpático... Pero... (me miró con una súplica en sus brillantes ojos pardos), por favor, creo que es inútil... No puede usted ver la otra faz de la luna. Por favor, no busque a la mujer. Lo pasado es pasado... No recordará a su hermano.

—Haré que lo recuerde —dije hoscamente.

—Como quiera —murmuró, abotonándose la chaqueta. Se levantó—. Buen viaje —dijo, sin su sonrisa habitual.

—Oh, un momento, Silberma

—Sí, es lo correcto —dijo, volviendo a sentarse.

Tomó su pluma, anotó unas cifras, las examinó golpeándose los dientes con la pluma.

—Sí, sesenta y ocho francos.

—Bueno, no es demasiado —dije—. ¿Aceptó usted...?

—Espere —exclamó—. Está mal. Lo había olvidado... ¿Conserva usted el bloc de notas que le di?

—Sí, en efecto, he empezado a usarlo. Pensé...

—Entonces no son sesenta y ocho —dijo, revisando rápidamente la suma—. Son... sólo dieciocho, porque el bloc cuesta cincuenta. Dieciocho francos en total. Gastos de viaje...