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En el taller luchó durante largo tiempo con intrincadas fruslerías y fabricó muñecas de trapo para colegialas; allí estaba el pequeño y velludo Pushkin con su gorro de piel y un ratonesco Gogol luciendo un chaleco rimbombante y el viejo y pequeño Tolstoi, de gorda nariz, con blusa de campesino y muchos otros, como por ejemplo Dobrolyubov, con gafas sin lentes y todo abotonado. Habiendo desarrollado artificialmente un aprecio por este mítico siglo XIX, Cinci

Allí, en aquella fabriquita, trabajaba Marthe; sus húmedos labios entreabiertos, apuntando un hilo al ojo de una aguja. —¡Hola, Cinci

Cinci

—Un poco más y se caerá —dijo Rodion, quien había estado allí parado durante todo un minuto, y ahora sujetaba firmemente la pata de la temblorosa silla—. Está bien, está bien. Ya puede ir bajando.



Rodion tenía ojos azules del color del aciano y, como siempre, su espléndida barba roja. Este atractivo ejemplar de ruso, se elevaba hacia Cinci

Rodion cantaba con su voz de bajo-barítono dando vuelta los ojos y blandiendo el jarro vacío. Marthe también acostumbraba a cantar esa arrolladura canción. Las lágrimas fluían de los ojos de Cinci

Sentado sobre el piso, Cinci

Diecinueve, veinte, veintiuno. A los veintidós fue transferido a un jardín de infantes como maestro de la división F, y por ese entonces se casó con Marthe. Casi inmediatamente después que asumiera sus nuevas tareas (que consistían en mantener ocupados a niñitos cojos, jorobados o bizcos), un personaje importante presentó una queja de segundo grado contra él. Cautamente, en forma de conjetura, fue expresada la sugestión de la ilegalidad básica de Cinci

Mientras tanto Marthe comenzó a engañarlo durante el mismísimo primer año de matrimonio; en cualquier parte y con cualquiera. Generalmente, cuando Cinci

—La pequeña Marthe hoy lo hizo otra vez—. Él la contemplaba un instante, con la palma de la mano contra la mejilla, como una mujer, y luego, gimiendo en silencio, atravesaba todas las habitaciones, llenas de los parientes de Marthe, y se encerraba en el baño, donde pataleaba y dejaba correr el agua y tosía, para cubrir el sonido de sus sollozos. Algunas veces, como para justificarse, ella le decía:

—Tú sabes qué criatura generosa soy; es algo tan pequeño, y significaba un alivio tan grande para un hombre.