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—Oh, quiere hacerme el favor de cesar de gruñir —dijo el director irritado—. En primer lugar, está contra el reglamento, y en segundo, se lo digo por segunda vez y en claro ruso, no lo sé. Todo lo que puedo decirle es que su compañero de destino es esperado de un día a otro; y cuando llegue y descanse y se acostumbre a los alrededores, todavía tendrá que probar el instrumento, si, desdeí luego, no ha traído el propio, lo que es muy probable. ¿Qué tal el tabaco? ¿No es demasiado fuerte?

—No —respondió Cinci

—Ya hemos conversado y ahora basta —dijo el director—: En realidad, yo he venido, no ha escuchar quejas, sino a... —parpadeando buscó primero en un bolsillo, luego en otro. Por fin, de un bolsillo del pecho interior, extrajo una hoja de papel rayado, obviamente arrancada de un cuaderno de escuela.

—Aquí no hay cenicero —observó, haciendo gestos con el cigarrillo—. Oh, bueno, ahoguemos lo que queda en el resto de esta salsa... Así. Yo diría que esta luz es un poco desagradable. Quizás si nosotros... Oh, no importa, tendrá que servir.

Desplegó el papel y, sin calarse las gafas de armazón de asta que mantuvo frente a sus ojos, comenzó a leer claramente:

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas...» Creo que será mejor que nos pongamos de pie —se interrumpió con aire preocupado, levantándose de la silla. Cinci

—«¡Prisionero! En esta hora solemne, cuando todas las miradas están sobre ti, y tus jueces se muestran jubilosos y tú te estás preparando para esos movimientos corporales involuntarios que suceden directamente a la separación de la cabeza, te dirijo una palabra de despedida. Es mi misión, y esto yo nunca he de olvidar, proveer a tu estancia en la cárcel de toda esa multitud de comodidades permitidas por la ley. Por lo tanto seré feliz de dedicar toda la atención posible a cualquier expresión de tu gratitud, preferiblemente, sin embargo, por escrito y en un costado de la hoja...»

—Ya está —dijo el director plegando las patillas de las gafas—. Eso es todo. No lo detendré más. Déjeme saber si necesita algo.

Se sentó a la mesa y comenzó a escribir rápidamente, indicando de esta forma que la audiencia había terminado. Cinci





—¡Apaguen la luz! —gritó Cinci

Quien le observaba a través de la mirilla la apagó. La oscuridad y el siencio comenzaron a fundirse, pero el reloj interfirió; sonó once veces, pensó un instante, y sonó otra vez más; y Cinci

Al principio, contra el fondo de este terciopelo negro que forra por las noches la parte interior de los párpados la cara de Marthe apareció como en un relicario. Su tez sonrosada de muñeca, su frente brillante de convexidad infantil; sus finas cejas de trazo hacia arriba; muy por encima de sus redondos ojos color avellana. Ella comenzó a parpadear, volviendo la cabeza, y alrededor de su suave cuello blanco como crema, llevaba una cinta de terciopelo negro. Y la aterciopelada quietud de su vestido brillaban en el fondo, confundiéndose con la oscuridad. Así es cómo él la vio entre el público cuando lo condujera hasta el banquillo de los acusados, recién pintado, donde no se atrevió a sentarse, sino que se quedó de pie a su lado (y todavía tenía las manos sucias de pintura esmeralda y los periodistas codiciosamente fotografiaron las impresiones digitales que dejara sobre el respaldo del asiento). Todavía podía ver los ostentosos pantalones de los petimetres, y los espejos de mano e iridiscentes chales de las mujeres a la moda; pero las caras le eran indistintas; de todos los espectadores sólo recordaba a la Marthe de ojos redondos. El abogado defensor y el fiscal, ambos maquillados para parecer casi iguales (la ley exigía que fueran mellizos homólogos, pero como no siempre los había, se empleaba maquillaje), decían con rapidez de virtuoso las cinco mil palabras asignadas a cada uno. Hablaban alternadamente y el juez, siguiendo el veloz diálogo, movía la cabeza a derecha e izquierda, y todas las otras cabezas le imitaban; sólo Marthe, de perfil, estaba sentada inmóvil como un niño sorprendido, su mirada fija en Cinci