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De modo que estamos llegando al final. La parte derecha del libro, todavía no gustada, que durante nuestra deliciosa lectura palpábamos levemente comprobando mecánicamente si todavía quedaban muchas páginas (y su grosor plácido y fiel contentaba siempre a nuestros dedos) de pronto, sin razón alguna, se ha vuelto bien magra: unos pocos minutos de rápida lectura, ya cuesta abajo, y ¡horror! El montón de cerezas, cuyo conjunto nos había parecido de un negro tan lustroso y rojizo, se ha transformado de pronto en discretas drupas: aquella de allí está un poco pasada, y esta de aquí está marchita y seca alrededor de su cuesco (y la última es inevitablemente acida y verde). ¡Horror! Cinci

Algún tiempo después Rodion el carcelero entró y se ofreció para bailar un vals con él. Cinci

Con banal tristeza volvió a sonar el reloj. El tiempo avanzaba en progresión aritmética: ahora eran las ocho. La fea ventanica demostró ser accesible al acaso; un llameante paralelogramo apareció sobre la pared lateral. La celda se llenó hasta el techo con los óleos del atardecer, que contenían extraordinarios pigmentos. Así uno podría pensar si allí, a la derecha de la puerta, estaba el cuadro de algún audaz colorista o si se trataba de otra ventana ornada, de ésas que ya no existen. (En realidad era un pergamino que colgaba sobre la pared, con dos columnas de preciáis «reglas de prisioneros»; la esquina doblada, las letras rojas del encabezamiento, las viñetas, el antiguo sello de la ciudad —a saber: un hogar con alas— proveían los materiales necesarios para la iluminación vespertina). La cuota de muebles de la celda, consistía en una mesa, una silla y el catre. La cena (los condenados a muerte tenían derecho a recibir las mismas comidas que los carceleros), hacía largo rato que esperaba y se enfriaba en una bandeja de cinc. Se hizo bastante oscuro. De pronto el lugar se llenó de una dorada y altamente concentrada luz eléctrica.

Cinci

Como siempre, vestía levita, y se mantenía exquisitamente erguido, una mano sobre el corazón, la otra tras su espalda. Un perfecto tupé negro como la brea que lucía un peinado grasiento, cubría suavemente su cabeza. Su cara, elegida sin amor, con sus mejillas gruesas y cetrinas y su sistema de arrugas un tanto anticuadas, era animada en cierto modo por dos, y solamente por dos, ojos saltones. Moviendo uniformemente las piernas cubiertas por sus pantalones columnarios, caminó desde la pared hasta la mesa, casi hasta el catre —pero, a pesar de su majestuosa solidez, se desvaneció tranquilamente, disolviéndose en el aire. Un minuto después, sin embargo, la puerta s volvió a abrir, esta vez con el chirrido familiar, y, vestid como siempre con su levita, sacando pecho, entró la misma persona.

—Habiendo sabido de fuentes dignas de crédito que su suerte está prácticamente sellada —comenzó a decir con voz baja—, he considerado mi deber, estimado señor...





Cinci

—Amable. Usted. Mucho. (Esto todavía debía ser mejor dispuesto.).

—Es usted muy amable —dijo un Cinci

— Merci—exclamó el director sin tener en cuenta la falta de tacto de esa palabra—. ¡ Merci! No piense. El deber. Yo siempre. Pero caramba, puedo atreverme a preguntar, ¿no ha tocado usted su comida?

El director levantó la tapa y alzó hasta su sensitiva nariz el tazón del guiso coagulado. Con dos dedos tomó una papa y comenzó a masticar poderosamente, escogiendo ya con una ceja algo en otro plato.

—No sé qué comida mejor podría usted desear —dijo con disgusto, y, tirándose de los puños, se sentó a la mesa para estar más cómodo mientras comía el budín de arroz.

Cinci

—Me gustaría saber si habrá para largo.

—¡Excelente sambayon! Me gustaría saber si habrá para largo. Desgraciadamente yo mismo no lo sé. Siempre me informan a último momento; me he quejado muchas veces; puedo mostrarle toda la correspondencia al respecto, si le interesa.

—¿De modo que puede ser mañana por la mañana? —preguntó Cinci

—Si le interesa... —dijo el director—. Sí, categóricamente delicioso y muy satisfactorio, eso es lo que le diré. Y ahora, pour la digestión, permítame ofrecerle un cigarrillo. No tema, a lo sumo éste sería el penúltimo —añadió ingeniosamente.

—No pregunto por curiosidad —dijo Cinci