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—A sus órdenes —dijo el director—, conseguiremos una para usted.

M'sieur Pierre continuó:

—De todos modos, aparte de esto, yo he sido un entusiasta de la fotografía desde joven. Ahora tengo treinta años, ¿y usted? —Exactamente treinta —dijo el director. —Ya ve. He acertado. De modo que ya que ésta es también su manía permítame enseñarle...

Vivamente, sacó del bolsillo de pecho de su saco pijama una abultada cartera, y de ésta una gruesa pila de instantáneas familiares del tamaño más diminuto, y robando una por una como de un mazo de naipecillos, comenzó a colocarlas sobre la mesa, y Rodrig Ivanovich se apoderaba de ellas con exclamaciones de deleite, las examinaba largo rato, y lentamente, admirando aún la instantánea o preso ya su interés en la siguiente, la pasaba —aun cuando no había allí más que quietud y silencio. Las fotografías mostraban a M'sieur Pierre en varias poses, ya en el jardín, con un gigantesco tomate de exposición en la mano; ya encaramado sobre una barandilla apoyando una sola nalga (de perfil, con pipa); ya leyendo sentado en una mecedora, un vaso con un resto de bebida junto a él...

—Excelente, maravilloso —comentaba Rodrig Ivanovich con adulación, sacudiendo la cabeza, recreando los ojos en cada instantánea o sosteniendo dos a un tiempo y paseando la vista de una a otra—. ¡Vaya, vaya, qué bíceps tiene usted en ésta! ¡Quién hubiera dicho, con su físico tan agraciado! ¡Arrollador! ¡Oh, cuán encantador, hablando con el pajarito!

—Está domesticado —dijo M'sieur Pierre.

—¡Qué entretenido! ¡Qué me dice...! ¡Y ésta otra..., nada menos que comiendo una sandía!

—Sí —dijo M'sieur Pierre—. Ésas ya las ha mirado. Aquí hay algunas más.

—Encantadoras, permítame decirlo. Veamos ese otro manojo; él no las ha visto todavía...

—Aquí estoy haciendo pruebas con tres manzanas —dijo M'sieur Pierre.

—¡Esto sí que es algo! —dijo el director cloqueando la lengua.

—Desayunando —anunció M'sieur Pierre—. Éste soy yo, y éste es mi difunto padre.

—Sí, sí, por supuesto lo reconozco... ¡Este rostro noble!

—A orillas del Strop —dijo M'sieur Pierre—. ¿Ha estado usted allí? —preguntó dirigiéndose a Cinci

—No creo —respondió Rodrig vano vich—. ¿Y dónde fue tomada ésta? ¡Qué gabancito tan elegante! Sabe una cosa, parece mayor aquí. Un segundo, quiero ver aquélla otra vez, la de la regadera...

—Aquí está... Éstas son todas las que tengo conmigo —dijo M'sieur Pierre, y volvió a dirigirse a Cinci

—Magnífico, sorprendente —repitió Rodrig Ivanovich secándose con un pañuelo color lila los ojos, que se le habían humedecido con tanto gozo y exclamaciones.

M'sieur Pierre juntó de nuevo el contenido de su cartera. Repentinamente apareció en sus manos un mazo de naipes.

Piensen una carta, por favor, cualquier carta —pidió comenzando a ponerlas boca abajo sobre la mesa;

empujó el cenicero con el codo, continuó con las cartas.



—Ya hemos pensado una —dijo el directo y garbosamente.

Haciendo un poco de pantomima, M'sieur Pierre se apoyó el dedo índice en la frente; luego rápidamente recogió las cartas, las mezcló con habilidad y sacó el tres de pique.

—Es asombroso —exclamó el director—. ¡Simplemente asombroso!

El mago se esfumó tan repentinamente como apareciera y, con cara imperturbable M'sieur Pierre dijo:

—La viejita va a visitar al médico y le dice: «Tengo una enfermedad terrible, señor Doctor» dice, «Tengo un miedo horrible de que moriré...» «¿Y cuáles son los síntomas?» «Mi cabeza cabecea, señor Doctor» —y M'sieur Pierre refunfuñando y sacudiéndose imitaba a la viejita.

Rodrig Ivanovich explotó en desenfrenada alegría, golpeó la mesa con el puño, casi se cae de la silla; luego tuvo un acceso de tos; gimió; y con gran esfuerzo consiguió controlarse.

—M'sieur Pierre, usted es el alma de la reunión —dijo aún entre lágrimas—, ¡realmente el alma de la reunión! Nunca en mi vida había oído una anécdota tan graciosa. —Qué melancólicos estamos, qué enternecidos —le dijo M'sieur Pierre a Cinci

—Es de alegría —intervino rápidamente el director—. N'y faites pas attention.

—Sí, éste es sin duda un día feliz, un día marcado con números rojos —dijo M'sieur Pierre—. Yo mismo bullo de excitación... No quiero jactarme, pero en mí, querido colega, hallará usted una rara combinación de sociabilidad exterior y sensibilidad interior, el arte de la conversión y la habilidad de guardar silencio, la diversión y la seriedad... ¿Quién consolará a un niñito que llora y le arreglará su juguete roto? M'sieur Pierre. ¿Quién intercederá por una pobre viuda? M'sieur Pierre. ¿Quién dará un consejo sano? ¿Quién indicará una medicina? ¿Quién traerá buenas noticias? ¿Quién? ¿Quién? M'sieur Pierre. Todo lo hará M'sieur Pierre.

—¡Admirable! ¡Qué talento! —exclamó el director, como si hubiera escuchado una poesía; sin embargo, no dejaba de observar continuamente a Cinci

—Por tanto, me parece —continuó, M'sieur Pierre—. Oh, sí, a propósito —se interrumpió a sí mismo—, ¿está usted satisfecho con su morada? ¿No tiene frío de noche? ¿Le dan bastante de comer?

—Come lo mismo que yo —respondió Rodrig Ivanovich—. Aquí está como en su casa.

—Pero no sale de caza —bromeó M'sieur Pierre. El director estaba ya listo para volver a rugir, pero justamente en ese momento se abrió la puerta y apareció el flaco y melancólico bibliotecario con una pila de libros debajo del brazo. Llevaba atada al cuello una bufanda de lana. Sin saludar a nadie descargó los libros sobre el catre, y por un momento fantasmas estereométricos de esos mismos libros, compuesto de polvo, colgaron sobre ellos en el aire, colgaron, vibraron y desaparecieron.

—Espere un minuto —dijo Rodrig Ivanovich—. Creo que no han sido presentados.

El bibliotecario asintió sin mirar, mientras M'sieur Pierre se levantaba cortésmente de la silla.

—Por favor, M'sieur Pierre —rogó el director apoyando las manos en la pechera de su camisa—, por favor, ¡muéstrele su treta!

—Oh, no tiene casi importancia, no es nada —comenzó a decir M'sieur Pierre modestamente, pero el director no cejaba.

—¡Es un milagro! ¡Magia roja! ¡Se lo rogamos todos! Oh, hágalo por nosotros... Espere, espere un minuto —le gritó al bibliotecario que ya caminaba hacia la puerta—. Solamente un minuto, M'sieur Pierre le mostrará algo. ¡Por favor, por favor! No se vaya... —Piense en una de estas cartas —dijo M'sieur Pierre remedando solemnidad; barajó las cartas; sacó el cinco de pique.