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—Estoy listo. Me vestiré de inmediato. Sabía que iba a ser hoy.

—Felicitaciones —repitió el director sin prestar atención a la espasmódica agitación de Cinci

Cinci

—Sí, eso está muy bien. Le agradezco, muñeco de trapo, cochero, cerdo pintado... discúlpeme, estoy un poco...

Aquí las paredes de la celda comenzaron a combarse y ahuecarse, como reflejos en aguas intranquilas; el director empezó a fluctuar, el catre se transformó en un bote. Cinci

—Nervios, nervios, como una mujercita cualquiera —dijo el médico de la prisión—, alias Rodrig Ivanovich con una sonrisa.

—Respire libremente. Puede comer de todo. ¿Alguna vez tiene sudores nocturnos? Continúe como hasta ahora y, si es muy obediente, quizá le dejemos echar una miradita al muchacho nuevo... pero, está claro, solo una miradita.

—¿Cuánto tiempo... esa entrevista... cuánto tiempo me concederán...? —exclamó Cinci

—Un momento, un momento. No se apure tanto, no se excite. Le prometimos que se lo mostraríamos y lo haremos. Póngase las chinelas, arréglese el cabello. Creo que... —el director miró interrogativamente a Rodion, quien asintió—. Pero por favor guarde absoluto silencio —recomendó a Cinci

En puntas de pie, manteniendo el equilibrio con los brazos, Rodrig Ivanovich dejó la celda y con él Cinci



—Bueno, ¿ve usted algo? —murmuró el director, inclinándose junto a él con un vaho de lilas sobre una tumba abierta. Cinci

Sentado sobre una silla al costado de la mesa, tan quieto como hecho de caramelo, estaba un imberbe hombrecillo, de unos treinta años, vestido con un antiguo pero limpio y recién planchado pijama de prisión; era todo rayas —medias rayadas y novísimas chinelas de cuero marroquí— y mostraba una suela virgen al cruzar su pierna gorda, corta y tiesa sobre la otra, tomándose la canilla con sus manos regordetas; una límpida agua-marina brillaba en su anular, su cabeza notablemente redonda lucía cabellos rubios como la miel peinados al medio, sus largas pestañas arrojaban sombra sobre sus mejillas de querubín, y la blancura de sus dientes hermosos e iguales, refulgía entre sus labios color púrpura. De tanta brillantez, parecía estar helado, derritiéndose un poco bajo el dardo de sol que le caía de arriba. Sobre la mesa no había nada más que un elegante reloj de viaje en un estuche de cuero.

—Es suficiente —murmuró el director con una sonrisa—, mí querer mirar también —y nuevamente volvió a pegar su ojo al círculo luminoso. Rodion le hizo señas a Cinci

—Realmente lo estamos malcriando —murmuró Rodion quien durante largo rato no pudo abrir la puerta de la celda de Cinci

—No, no todo. Mañana vendrás —dijo Cinci

Cinci

Una mano infantil, indudablemente la de Emmie, había dibujado una serie de cuadros, formando (como le pareciera el día anterior a Cinci