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Gandalf echó una rápida mirada a Frodo, pero el hobbit había cerrado los ojos.

—Sí, estamos todos a salvo por el momento. Pronto habrá fiesta y regocijo para celebrar la victoria en el Vado del Bruinen, y allí estaréis todos vosotros ocupando sitios de honor.

—¡Espléndido! —dijo Frodo—. Es maravilloso que Elrond, y Glorfindel y tan grandes señores, sin hablar de Trancos, se molesten tanto y sean tan bondadosos conmigo.

—Bueno, hay muchas razones para que así sea —dijo Gandalf sonriendo—. Yo soy una buena razón. El Anillo es otra; tú eres quien lleva el Anillo. Y eres el heredero de Bilbo, que encontró el Anillo.

—¡Querido Bilbo! —dijo Frodo, somnoliento—. Me pregunto dónde andará. Me gustaría que estuviese aquí, y pudiese oír toda esta historia. Se hubiera reído con ganas. ¡La vaca que saltó por encima de la luna! ¡Y el pobre viejo troll!

Luego de esto, se durmió rápidamente.

Frodo estaba ahora a salvo en el Último Hogar al Este del Mar. Esta casa era, como Bilbo había informado hacía tiempo, «una casa perfecta, tanto te guste comer como dormir o contar cuentos o cantar, o sólo quedarte sentado pensando, o una agradable combinación de todo». Bastaba estar allí para curarse del cansancio, el miedo y la melancolía.

A la caída de la noche, Frodo despertó de nuevo, y descubrió que ya no sentía necesidad de dormir o descansar, y que en cambio tenía ganas de comer y beber, y quizá cantar y contar luego alguna historia. Salió de la cama y descubrió que podía utilizar el brazo casi como antes. Encontró ya preparadas unas ropas limpias de color verde que le caían muy bien. Mirándose en el espejo se sobresaltó al descubrir que nunca había estado antes tan delgado; la imagen se parecía notablemente al joven sobrino de Bilbo, que había acompañado al tío en muchos paseos a pie por la Comarca; pero los ojos del espejo le devolvieron una mirada pensativa.

—Sí, desde la última vez que te miraste en un espejo te ocurrieron algunas cosas —le dijo a la imagen—. Pero ahora, ¡por un feliz encuentro!

Se estiró de brazos y silbó una melodía.

En ese momento, golpearon a la puerta y entró Sam. Corrió hacia Frodo y le tomó la mano izquierda, torpe y tímidamente. La acarició un momento con dulzura y luego enrojeció y se volvió en seguida para irse.

—¡Hola, Sam! —dijo Frodo.

—¡Está caliente! —dijo Sam—. Quiero decir la mano de usted, señor Frodo. Ha estado tan fría en las largas noches. ¡Pero victoria y trompetas! —gritó, dando otra media vuelta con ojos brillantes y bailando—. ¡Es maravilloso verlo de pie y recuperado del todo, señor! Gandalf me pidió que viniera a ver si usted podía bajar, y pensé que bromeaba.

—Estoy listo —dijo Frodo—. ¡Vamos a buscar a los demás!

—Puedo llevarlo hasta ellos, señor —dijo Sam—. Es una casa rara ésta, y muy peculiar. A cada paso se descubre algo nuevo, y nunca se sabe qué encontrará uno a la vuelta de un corredor. ¡Y Elfos, señor Frodo! ¡Elfos por aquí, y Elfos por allá! Algunos como reyes, terribles y espléndidos; y otros alegres como niños. Y la música y el canto... aunque no he tenido tiempo ni ánimo para escuchar mucho desde que llegamos aquí. Pero empiezo a conocer algunos recovecos de la casa.

—Sé lo que has estado haciendo, Sam —dijo Frodo, tomándolo por el brazo—. Pero tienes que estar contento esta noche, y presta oídos a la alegría que te llega del corazón. ¡Vamos, muéstrame lo que hay a la vuelta de los corredores!





Sam lo llevó por distintos pasillos, y luego escaleras abajo, y por último salieron a un jardín elevado sobre el barranco escarpado del río. Los amigos de Frodo estaban allí sentados en un pórtico que miraba al este. Las sombras habían cubierto el valle, abajo, pero en las faldas de las montañas lejanas había aún un resto de luz. El aire era cálido. El sonido del agua que corría y caía en cascadas llegaba a ellos claramente, y un débil perfume de árboles y flores flotaba en la noche, como si el verano se hubiese demorado en los jardines de Elrond.

—¡Hurra! —gritó Pippin incorporándose de un salto—. ¡He aquí a nuestro noble primo! ¡Abran paso a Frodo, Señor del Anillo!

—¡Calla! —dijo Gandalf desde el fondo sombrío del pórtico—. Las cosas malas no tienen cabida en este valle, pero aun así es mejor no nombrarlas. El Señor del Anillo no es Frodo, sino el amo de la Torre Oscura de Mordor, ¡cuyo poder se extiende otra vez sobre el mundo! Estamos en una fortaleza. Fuera caen las sombras.

—Gandalf ha estado diciéndonos cosas así, todas tan divertidas —dijo Pippin—. Piensa que es necesario llamarme al orden, pero de algún modo parece imposible sentirse triste o deprimido en este sitio. Tengo la impresión de que podría ponerme a cantar, si conociese una canción apropiada.

—Yo también cantaría —rió Frodo—. ¡Aunque por ahora preferiría comer y beber!

—Eso tiene pronto remedio —dijo Pippin—. Has mostrado tu astucia habitual levantándote justo a tiempo para una comida.

—¡Más que una comida! ¡Una fiesta! —dijo Merry—. Tan pronto como Gandalf informó que ya estabas bien, comenzaron los preparativos.

Apenas había acabado de hablar cuando un tañido de campanas los convocó al salón de la casa.

El salón de la casa de Elrond estaba colmado de gente: Elfos en su mayoría, aunque había unos pocos huéspedes de otra especie. Elrond, como de costumbre, estaba sentado en un sillón a la cabecera de una mesa larga sobre el estrado; a un lado tenía a Glorfindel, y al otro a Gandalf.

Frodo los observó maravillado, pues nunca había visto a Elrond, de quien se hablaba en tantos relatos; y sentados a la izquierda y a la derecha, Glorfindel, y aun Gandalf a quienes creía conocer tan bien, se le revelaban como grandes y poderosos señores.

Gandalf era de menor estatura que los otros dos, pero la larga melena blanca, la abundante barba gris, y los anchos hombros, le daban un aspecto de rey sabio, salido de antiguas leyendas. En la cara trabajada por los años, bajo las espesas cejas nevadas, los ojos oscuros eran como carbones encastrados que de súbito podían encenderse y arder.

Glorfindel era alto y erguido, el cabello de oro resplandeciente, la cara joven y hermosa, libre de temores y luminosa de alegría; los ojos brillantes y vivos, y la voz como una música; había sabiduría en aquella frente, y fuerza en aquella mano.

El rostro de Elrond no tenía edad; no era ni joven ni viejo, aunque uno podía leer en él el recuerdo de muchas cosas, felices y tristes. Tenía el cabello oscuro como las sombras del atardecer, y ceñido por una corona de plata; los ojos eran grises como la claridad de la noche, y en ellos había una luz semejante a la luz de las estrellas. Parecía venerable como un rey coronado por muchos inviernos, y vigoroso sin embargo como un guerrero probado en la plenitud de sus fuerzas. Era el Señor de Rivendel, poderoso tanto entre los Elfos como entre los Hombres.