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—Queda una miga de consuelo —dijo Merry—, y espero que más de una miga, podemos desayunar mientras esperamos, y sentados. Llamemos a Nob.

Al fin fueron más de tres horas de atraso. Bob volvió informando que no había ningún caballo o poney disponible en la vecindad, ni por dinero ni como regalo: excepto uno que Bill Helechal estaría quizá dispuesto a vender.

—Una criatura vieja y famélica —dijo Bob—, pero no quiere separarse de ella por menos de tres veces su valor, teniendo en cuenta la situación de ustedes, lo que no me sorprende en Bill Helechal.

—¿Bill Helechal? —dijo Frodo—. ¿No habrá algún engaño? ¿No volverá el animal a él con todas nuestras cosas, o no ayudará a que nos persigan, o algo?

—Quizá —dijo Trancos—. Pero me cuesta imaginar que un animal vuelva a él, una vez que se ha ido. Pienso que es sólo una ocurrencia de último momento del amable señor Helechal, un modo de sacar más beneficio de este asunto. El peligro principal es que la pobre bestia esté a las puertas de la muerte. Pero no parece haber alternativa. ¿Qué nos pide?

El precio de Bill Helechal era de doce centavos de plata, y esto representaba en verdad tres veces el valor de un poney en aquella región. El poney de Helechal resultó ser una bestia huesuda, mal alimentada y floja; pero no parecía que fuera a morirse en seguida. El señor Mantecona lo pagó de su propio bolsillo y ofreció a Merry otras dieciocho monedas como compensación por los animales perdidos. Era un hombre honesto, y de buena posición según se decía en Bree, pero treinta centavos de plata fueron para él un golpe duro, y haber sido víctima de Bill Helechal aumentaba todavía más el dolor.

En verdad no salió tan mal parado a fin de cuentas. Como descubrió más tarde, sólo tendría que lamentar el robo de un caballo. Los otros habían sido ahuyentados, o habían huido, dominados por el miedo, y los encontraron vagando en diferentes lugares de las Tierras de Bree. Los poneys de Merry habían escapado juntos, y en definitiva (pues eran animales sensatos) tomaron el camino de las Quebradas en busca de Gordo Terronillo. De modo que pasaron un tiempo al cuidado de Tom Bombadil, y estuvieron bien. Pero cuando le llegaron las noticias de lo que había ocurrido en Bree, Tom se los envió en seguida de vuelta al señor Mantecona, que de este modo obtuvo cinco poneys excelentes a muy buen precio. Tuvieron que trabajar mucho más en Bree, pero Bob los trató bien, de modo que en general fueron afortunados: escaparon a un viaje sombrío y peligroso. Pero no llegaron nunca a Rivendel.

Mientras, sin embargo, el señor Mantecona dio el dinero por perdido, para bien o para mal. Y ahora tenía nuevas dificultades. Pues cuando los otros despertaron y se enteraron del asalto a la posada, hubo una gran conmoción. Los viajeros sureños habían perdido varios caballos y culparon al posadero a gritos, hasta que se supo que uno de ellos había desaparecido también en la noche, nada menos que el compañero bizco de Bill Helechal. Las sospechas cayeron sobre él en seguida.

—Si andan en compañía de un ladrón de caballos, y lo traen a mi casa —dijo Mantecona, furioso—, son ustedes los que tendrían que pagar todos los daños y no venir a gritarme. ¡Vayan y pregúntenle a Helechal dónde está ese guapo amigo de ustedes!

Pero parecía que el hombre no era amigo de nadie, y ninguno podía recordar cuándo se había unido a ellos.

Después del desayuno los hobbits tuvieron que empacar otra vez y hacer acopio de nuevas provisiones para el viaje más largo que los esperaba ahora. Eran ya cerca de las diez cuando al fin partieron. Por ese entonces ya todo Bree bullía de excitación. El truco de la desaparición de Frodo; la aparición de los Jinetes Negros; el robo en los establos; y no menos la noticia de que Trancos el Montaraz se había unido a los misteriosos hobbits: había bastante para alimentar unos cuantos años poco movidos. La mayor parte de los habitantes de Bree y Entibo y también muchos de Combe y de Archet se habían apretujado a lo largo del camino para ver partir a los viajeros. Los otros huéspedes de la posada estaban en las puertas o se asomaban a las ventanas.

Trancos había cambiado de idea, y decidió dejar Bree por el camino principal. Todo intento de salir directamente al campo sólo empeoraría las cosas: la mitad de los habitantes los seguiría para saber a dónde iban e impedir que cruzaran por terrenos privados.





Los hobbits se despidieron de Bob y Nob, y agradecieron cordialmente al señor Mantecona.

—Espero que nos encontremos de nuevo un día, cuando haya otra vez felicidad —dijo Frodo—. Nada me gustaría más que pasar un tiempo en paz en la casa de usted.

Partieron a pie, inquietos y deprimidos, bajo las miradas de la multitud. No todas las caras eran amistosas, ni todas las palabras que les gritaban. Pero la mayoría de los habitantes de Bree parecían temer a Trancos, y aquellos a quienes él miraba a los ojos cerraban la boca y se alejaban. Trancos marchaba a la cabeza con Frodo; luego venían Merry y Pippin, y al fin Sam, que llevaba el poney, cargado con todo el equipaje que se había animado a ponerle encima; pero el animal parecía ya menos abatido, como si aprobara este cambio de suerte. Sam masticaba una manzana con aire ensimismado. Tenía un bolsillo lleno, regalo de despedida de Bob y Nob. «Manzanas para caminar, y una pipa para descansar —se dijo—. Pero tengo la impresión de que me faltarán las dos cosas dentro de poco.»

Los hobbits no prestaron atención a las cabezas inquisitivas que miraban desde el hueco de las puertas, o que asomaban por encima de cercas y muros, mientras pasaban. Pero cuando se aproximaban a la puerta de trancas, Frodo vio una casa sombría y mal cuidada escondida detrás de un seto espeso: la última casa de la villa. En una de las ventanas alcanzó a ver una cara cetrina de ojos oblicuos y taimados, que en seguida desapareció.

—¡De modo que es aquí donde se esconde ese sureño! —dijo—. Se parece bastante a un trasgo.

Por encima del seto, otro hombre los observaba con descaro. Tenía espesas cejas negras y ojos oscuros y despreciativos, y boca grande, torcida en una mueca de desdén. Fumaba una corta pipa negra. Cuando ellos se acercaron, se la sacó de la boca y escupió.

—¡Buen día, Patas Largas! —dijo—. ¿Partida matinal? ¿Al fin encontraste unos amigos?

Trancos asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada.

—¡Buen día, mis pequeños amigos! —dijo el hombre a los otros—. Supongo que ya saben con quién se han juntado. ¡Don Trancos-sin-escrúpulos, ése es! Aunque he oído otros apodos no tan bonitos. ¡Tengan cuidado, esta noche! ¡Y tú, Sammy, no maltrates a mi pobre y viejo poney! ¡Puf!

El hombre escupió de nuevo. Sam se volvió.

—Y tú, Helechal —dijo—, quita esa horrible facha de mi vista, si no quieres que te la aplaste.

Con un movimiento repentino, rápido como un relámpago, una manzana salió de la mano de Sam y golpeó a Bill en plena nariz. Bill se echó a un lado demasiado tarde y detrás de la cerca se oyeron unos juramentos.