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La noche se hizo más profunda. Se oyó entonces un sonido de cascos: traían un caballo furtivamente por la senda. Las pisadas se detuvieron a la puerta del jardín, y tres formas negras entraron como sombras nocturnas arrastrándose por el suelo. Una de ellas fue a la puerta; las otras dos a los extremos de la casa, y allí se quedaron, inmóviles como sombras de piedras, mientras proseguía la noche lentamente. La casa y los árboles silenciosos parecían esperar conteniendo el aliento.

Hubo una leve agitación en las hojas, y a la distancia cantó un gallo. Era la hora fría que precede al alba. La figura que estaba junto a la puerta se movió de pronto, y en la oscuridad sin luna y sin estrellas brilló una hoja de metal, como si hubiesen desenvainado una luz helada. Se oyó un golpe, sordo pero pesado, y la puerta se estremeció.

—¡Abre, en nombre de Mordor! —dijo una voz atiplada y amenazadora.

Otro golpe, y las maderas estallaron y la cerradura saltó en pedazos, y la puerta cedió y cayó hacia atrás. Las formas negras entraron precipitadamente.

En ese momento, entre los árboles cercanos, sonó un cuerno. Desgarró la noche como un fuego en lo alto de una loma.

¡DESPERTAD! ¡FUEGO! ¡PELIGRO! ¡ENEMIGOS! ¡DESPERTAD!

Gordo Bolger no había estado inactivo. Tan pronto como vio que las formas oscuras venían arrastrándose por el jardín, supo que tenía que correr, o morir. Y corrió, saliendo por la puerta de atrás, a través del jardín y por los campos. Cuando llegó a la casa más cercana, a más de una milla, se derrumbó en el umbral, gritando: —¡No, no, no! ¡No, no yo! ¡No lo tengo! —Pasó un tiempo antes que alguien pudiera entender los balbuceos de Bolger. Al fin llegaron a la conclusión de que había enemigos en Los Gamos, una extraña invasión que venía del Bosque Viejo. Y no perdieron más tiempo.

¡PELIGRO! ¡FUEGO! ¡ENEMIGOS!

Los Brandigamo estaban tocando el cuerno de llamada de Los Gamos, que no había sonado desde hacía un siglo, desde el Invierno Cruel cuando habían aparecido los lobos blancos, y las aguas del Brandivino estaban heladas.

¡DESPERTAD! ¡DESPERTAD!

Otros cuernos respondieron a lo lejos. La alarma cundía rápidamente.

Las figuras negras escaparon de la casa. Una de ellas, mientras corría, dejó caer en el umbral un manto de hobbit. Afuera en el sendero se oyó un ruido de cascos, y en seguida un galope que se alejó martillando las tinieblas. Todo alrededor de Cricava resonaba la llamada de los cuernos, voces que gritaban y pies que corrían. Pero los Jinetes Negros galopaban como un viento hacia la Puerta del Norte. ¡Dejad que la Gente Pequeña toque los cuernos! Sauron se encargaría de ellos más tarde. Mientras tanto tenían otra misión que cumplir: ahora sabían que la casa estaba vacía y que el Anillo había desaparecido. Cargaron sobre los guardias de la puerta y desaparecieron de la Comarca.

En las primeras horas de la noche, Frodo despertó de pronto de un sueño profundo, como perturbado por algún ruido o alguna presencia. Vio que Trancos seguía sentado y alerta en el sillón, los ojos brillantes a la luz del fuego, que ardía vivamente. Pero Trancos no se movió ni le hizo ninguna seña.

Frodo no tardó en dormirse de nuevo, y esta vez creyó oír un ruido de viento y de cascos que galopaban en la noche. El viento parecía rodear la casa y sacudirla, y a lo lejos sonó un cuerno, que tocaba furiosamente. Abrió los ojos, y oyó el canto vigoroso de un gallo en el corral. Trancos había descorrido las cortinas, y ahora empujaba ruidosamente los postigos. Las primeras luces grises del alba iluminaban el cuarto, y un viento frío entraba por la ventana abierta.





Luego de haberlos despertado a todos, Trancos los llevó a la alcoba. Cuando la vieron, se alegraron de haberle hecho caso; habían forzado los postigos, que batían al viento; las cortinas ondeaban; las camas estaban todas revueltas, las almohadas abiertas de arriba abajo y tiradas en el suelo, y habían hecho pedazos el felpudo.

Trancos fue a buscar en seguida al posadero. El pobre señor Mantecona parecía somnoliento y asustado. Apenas había cerrado los ojos en toda la noche (así dijo), pero no había oído nada.

—¡Nunca me ocurrió una cosa semejante! —gritó alzando horrorizado las manos—. ¡Huéspedes que no pueden dormir en cama, y buenas almohadas arruinadas y todo lo demás! ¿Qué tiempos son estos?

—Tiempos oscuros —dijo Trancos—. Pero por el momento podrás vivir en paz, una vez que te libres de nosotros. Partiremos en seguida. No te preocupes por el desayuno: bastará una taza de algo y un bocado de pie. Empaquetaremos en unos minutos.

El señor Mantecona corrió a ordenar que tuvieran listos los poneys y a prepararles un «bocadillo». Pero volvió muy pronto aterrorizado. ¡Los poneys no estaban! Habían abierto las puertas de los establos durante la noche y los animales habían desaparecido: no sólo los poneys de Merry sino también todas las otras bestias que se encontraban allí.

Frodo se sintió aplastado por la noticia. ¿Cómo podrían llegar a Rivendel a pie, perseguidos por enemigos montados? Tanto valía que trataran de alcanzar la luna. Trancos los miró en silencio un rato, como sopesando la fuerza y el coraje de los hobbits.

—Los poneys no nos ayudarán a escapar de hombres a caballo —dijo al fin con aire pensativo, como si adivinara lo que Frodo tenía en la cabeza—. No iremos más despacio a pie, no por los caminos que yo quisiera tomar. Yo iré caminando de todos modos. Lo que me preocupa son las provisiones y el equipo. No encontraremos nada que comer de aquí a Rivendel, fuera de lo que llevemos con nosotros, y sería necesario contar con bastantes reservas, pues podríamos retrasarnos, obligados a hacer algún rodeo, apartándonos del camino principal. ¿Cuánto estáis dispuestos a cargar vosotros mismos?

—Tanto como sea necesario —dijo Pippin, sintiéndose desfallecer, pero tratando de mostrar que era más fuerte de lo que parecía (o sentía).

—Yo soportaría la carga de dos —dijo Sam con aire desafiante.

—¿No hay nada que hacer, señor Mantecona? —preguntó Frodo—. ¿No podríamos conseguir un par de poneys en la aldea, o por lo menos uno para el equipaje? No pienso que podamos alquilarlos, pero sí quizá comprarlos —añadió con un tono indeciso, preguntándose si podría permitirse ese gasto.

—Lo dudo —dijo el posadero tristemente—. Los dos o tres poneys de silla que había en Bree estaban aquí en mi establo, y se han ido. En cuanto a otros animales, caballos, poneys de tiro, o lo que sea, hay poco en Bree, y no está en venta. Pero haré todo lo que pueda. Voy a sacar a Bob de la cama, que vaya a averiguar.

—Sí —dijo Trancos de mala gana—, será lo mejor. Temo que sea menester llevar un poney por lo menos. ¡Pero aquí termina toda esperanza de salir temprano, y de escurrirnos en silencio! Será casi como si hiciésemos sonar un cuerno anunciando la partida. Esto es parte del plan de ellos, sin duda.