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—Me quedaré aquí un rato sentado junto al fuego, y luego quizá salga a tomar un poco de aire. Cuídense, y no olviden que hemos escapado en secreto y que aún estamos en camino ¡y no muy lejos de la Comarca!

—¡Bueno, bueno! —dijo Pippin—. ¡Cuídate tú también! ¡No te pierdas y no olvides que dentro estarás más seguro!

Los huéspedes estaban reunidos en el salón común de la posada. La concurrencia era numerosa y heterogénea, descubrió Frodo, cuando los ojos se le acostumbraron a la luz. Ésta procedía sobre todo de un llameante fuego de leña, pues los tres faroles que pendían de las vigas eran débiles, y estaban velados por el humo. Cebadilla Mantecona, de pie junto al fuego, hablaba con una pareja de enanos y con uno o dos hombres de extraño aspecto. En los bancos había gentes diversas: hombres de Bree, un grupo de hobbits locales sentados juntos, charlando, algunos enanos más, y otras figuras difíciles de distinguir en las sombras y rincones.

Tan pronto como los Hobbits de la Comarca entraron en el salón, se alzó un coro de voces: Bree les daba la bienvenida. Los extraños, especialmente los que habían venido por el Camino Verde, los miraron con curiosidad. El posadero presentó los recién llegados a la gente de Bree, tan rápidamente que aunque los hobbits entendían los nombres no estaban seguros de saber a quién pertenecía éste y a quién este otro. Todos los Hombres de Bree parecían tener nombres botánicos (y bastante raros para la gente de la Comarca), tales como Juncales, Madreselva, Matosos, Manzanero, Cardoso y Helechal (y Cebadilla Mantecona). Algunos hobbits tenían nombres similares. Los Artemisa, por ejemplo, parecían numerosos. Pero la mayoría llevaba nombres sacados de accidentes naturales como Bancos, Tejonera, Cuevas, Arenero y Tunelo, muchos de los cuales eran comunes en la Comarca. Había varios Sotomonte de Entibo, y como no alcanzaban a imaginar que compartiesen un nombre y no fuesen parientes, tomaron cariñosamente a Frodo por un primo perdido hacía tiempo.

Los hobbits de Bree eran en verdad amables y curiosos, y Frodo pronto se dio cuenta de que tendría que dar alguna explicación de lo que hacía. Dijo que le interesaban la geografía y la historia (y aquí hubo muchos cabeceos de asentimiento, aunque estas palabras no eran muy comunes en el dialecto de Bree). Declaró que pensaba escribir un libro (lo que provocó un asombro mudo) y que él y sus amigos deseaban informarse acerca de los hobbits que vivían fuera de la Comarca, sobre todo en las tierras del oeste.

Junto con este anuncio estalló un coro de voces. Si Frodo hubiese querido realmente escribir un libro, y hubiera tenido muchas orejas, habría reunido material para varios capítulos en unos pocos minutos. Y como si esto no fuera suficiente le dieron toda una lista de nombres, comenzando por «nuestro viejo Cebadilla», a quienes podía recurrir en busca de más información. Pero al cabo de un rato, como Frodo no diera ninguna señal de querer escribir un libro allí mismo y en seguida, los hobbits de Bree volvieron a hacer preguntas sobre lo que pasaba en la Comarca. Frodo no se mostró muy comunicativo. Y pronto se encontró solo, sentado en un rincón, escuchando y mirando alrededor.

Los Hombres y los Enanos hablaban sobre todo de acontecimientos distantes, y daban noticias de una especie que estaba haciéndose demasiado familiar. Había problemas allá en el Sur, y parecía que los Hombres que habían venido por el Camino Verde iban en busca de tierras donde pudieran encontrar un poco de paz. Las gentes de Bree los trataban con simpatía, pero no parecían muy dispuestos a recibir un gran número de extranjeros en aquellos reducidos territorios. Uno de los viajeros, bizco, poco agraciado, pronosticaba que en el futuro cercano más y más gente subiría al norte. —Si no les encuentran lugar, lo encontrarán ellos mismos. Tienen derecho a vivir, tanto como otros —dijo con voz fuerte. Los habitantes del lugar no parecían muy complacidos con esta perspectiva.

Los hobbits no prestaron mucha atención a todo esto, que por el momento no parecía concernir a la Comarca. Era difícil que la Gente Grande pretendiera alojarse en los agujeros de los hobbits. Estaban aquí más interesados en Sam y Pippin, que ahora se sentían muy cómodos, y charlaban animadamente sobre los acontecimientos de la Comarca. Pippin provocó una buena cantidad de carcajadas contando cómo se vino abajo el techo en la alcaldía de Cavada Grande. Will Pieblanco, el alcalde, y el más gordo de los hobbits en la Cuaderna del Oeste, había emergido envuelto en yeso, como un pastel enharinado. Pero se hicieron también muchas preguntas, que inquietaron a Frodo. Uno de los habitantes de Bree, que parecía haber estado varias veces en la Comarca, quiso saber dónde habitaban los Sotomonte, y con quién estaban emparentados.

De pronto Frodo notó que un hombre de rostro extraño, curtido por la intemperie, sentado a la sombra cerca de la pared, escuchaba también con atención la charla de los hobbits. Tenía un tazón delante de él, y fumaba una pipa de caño largo, curiosamente esculpida. Las piernas extendidas mostraban unas botas de cuero blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y estaban ahora cubiertas de barro. Un manto pesado, de color verde oliva, manchado por muchos viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo, y a pesar del calor que había en el cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin embargo, se le alcanzaba a ver el brillo de los ojos, mientras observaba a los hobbits.





—¿Quién es? —susurró Frodo cuando tuvo cerca al señor Mantecona—. No recuerdo que usted nos haya presentado.

—¿Él? —respondió el posadero en voz baja, apuntando con un ojo y sin volver la cabeza—. No lo sé muy bien. Es uno de esos que van de un lado a otro. Montaraces, los llamamos. Habla raras veces, aunque sabe contar una buena historia cuando tiene ganas. Desaparece durante un mes, o un año, y se presenta aquí de nuevo. Se fue y vino muchas veces en la primavera pasada, pero no lo veía desde hace tiempo. El nombre verdadero nunca lo oí, pero por aquí se le conoce como Trancos. Anda siempre a grandes pasos, con esas largas zancas que tiene, aunque nadie sabe el porqué de tanta prisa. Pero no hay modo de entender a los del Este y tampoco a los del Oeste, como decimos en Bree, refiriéndonos a los Montaraces y a las gentes de la Comarca, con el perdón de usted. Raro que me lo haya preguntado.

Pero en ese momento alguien llamó pidiendo más cerveza, y el señor Mantecona se fue dejando en el aire su última frase.

Frodo notó que Trancos estaba ahora mirándolo, como si hubiera oído o adivinado todo lo que se había dicho. Casi en seguida, con un movimiento de la mano y un cabeceo, invitó a Frodo a que se sentara junto a él. Frodo se acercó y el hombre se sacó la capucha descubriendo una hirsuta cabellera oscura con mechones canosos, y un par de ojos grises y perspicaces en una cara pálida y severa.

—Me llaman Trancos —dijo con una voz grave—. Me complace conocerlo, señor... Sotomonte, si el viejo Mantecona ha oído bien el nombre de usted.

—Ha oído bien —dijo Frodo tiesamente.

No se sentía nada cómodo bajo la mirada de aquellos ojos penetrantes.

—Bien, señor Sotomonte —dijo Trancos—, si yo fuera usted, trataría de que esos jóvenes amigos no hablaran demasiado. La bebida, el fuego y los conocidos casuales son bastante agradables, pero, bueno... esto no es la Comarca. Hay gente rara por aquí. Aunque usted pensará que no soy yo quien tiene que decirlo —añadió con una sonrisa torcida, viendo la mirada que le echaba Frodo—. Y otros viajeros todavía más extraños han pasado últimamente por Bree —continuó observando la cara del hobbit.