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Los hobbits subieron por una pendiente suave, dejaron atrás unas pocas casas dispersas, y se detuvieron a las puertas de la posada. Las casas les parecían grandes y extrañas. Sam miró asombrado los tres pisos y las numerosas ventanas del albergue, y sintió un desmayo en el corazón. Había imaginado que se las vería con gigantes más altos que árboles y otras criaturas todavía más terribles en algún momento del viaje, pero descubría ahora que este primer encuentro con los Hombres y las casas de los Hombres le bastaba como prueba, y en verdad era demasiado como término oscuro de una jornada fatigosa. Imaginó caballos negros que esperaban ensillados en las sombras del patio de la posada, y Jinetes Negros que espiaban desde las tenebrosas ventanas de arriba.

—No pasaremos aquí la noche, seguro, ¿no, señor? —exclamó—. Si hay gente hobbit por aquí, ¿por qué no buscamos a alguno que quiera recibirnos? Sería algo más hogareño.

—¿Qué tiene de malo la posada? —dijo Frodo—. Nos la recomendó Tom Bombadil. Quizá el interior sea bastante hogareño.

Aun desde fuera la casa tenía un aspecto agradable, para ojos familiarizados con estos edificios. La fachada miraba al camino, y las dos alas iban hacia atrás apoyándose en parte en tierras socavadas en la falda de la loma, de modo que las ventanas del segundo piso de atrás se encontraban al nivel del suelo. Una amplia arcada conducía a un patio entre las dos alas, y bajo esa arcada a la izquierda había una puerta grande sobre unos pocos y anchos escalones. La puerta estaba abierta, y derramaba luz. Sobre la arcada había un farol, y debajo se balanceaba un tablero con una figura: un poney blanco encabritado. Encima de la puerta se leía en letras blancas: EL PONEY PISADOR DE CEBADILLA MANTECONA. En las ventanas más bajas se veía luz detrás de espesas cortinas.

Mientras titubeaban allí en la oscuridad, alguien comenzó a entonar dentro una alegre canción, y unas voces entusiastas se alzaron en coro. Los hobbits prestaron atención un momento a este sonido alentador, y desmontaron. La canción terminó y hubo una explosión de aplausos y risas.

Llevaron los poneys bajo la arcada, los dejaron en el patio, y subieron los escalones. Frodo abría la marcha y casi se llevó por delante a un hombre bajo, gordo, calvo y de cara roja. Tenía puesto un delantal blanco, e iba de una puerta a otra llevando una bandeja de jarras llenas hasta el borde.

—Podríamos... —comenzó Frodo.

—¡Medio minuto, por favor! —gritó el hombre volviendo la cabeza, y desapareció en una babel de voces y nubes de humo. Un momento después estaba de vuelta, secándose las manos en el delantal.

—¡Buenos días, pequeño señor! —dijo saludando con una reverencia—. ¿En qué podría servirlo?

—Necesitamos cama para cuatro y albergue para cinco poneys, si es posible. ¿Es usted el señor Mantecona?

—¡Sí, señor! Cebadilla es mi nombre. ¡Cebadilla Mantecona para servirlos! ¿Vienen de la Comarca, eh? —dijo, y de pronto se palmeó la frente, como tratando de recordar—. ¡Hobbits! —exclamó—. ¿Qué me recuerda esto? ¿Pueden decirme cómo se llaman ustedes, señor?

—El señor Tuk y el señor Brandigamo —le respondió Frodo—, y éste es Sam Gamy. Mi nombre es Sotomonte.

—¡Ya recuerdo! —dijo Mantecona chasqueando los dedos—. No, se me fue otra vez. Pero volverá, cuando tenga un rato para pensarlo. No me alcanzan las manos, pero veré qué puedo hacer por ustedes. La gente de la Comarca no viene aquí muy a menudo, y lamentaría no poder atenderlos. Pero esta noche ya hay una multitud en la casa como no la ha habido desde tiempo atrás. Nunca llueve pero diluvia, como decimos en Bree. ¡Eh! ¡Nob! —gritó—. ¿Dónde estás, camastrón de pies lanudos? ¡Nob!

—¡Voy, señor! ¡Voy!





Un hobbit de cara risueña emergió de una puerta, y viendo a los viajeros se detuvo y se quedó mirándolos con mucho interés.

—¿Dónde está Bob? —preguntó el posadero—. ¿No lo sabes? ¡Bueno, búscalo! ¡Rápido! ¡No tengo seis piernas, ni tampoco seis ojos! Dile a Bob que hay cinco poneys para llevar al establo. Que les encuentre sitio.

Nob se alejó al trote, mostrando los dientes y guiñando los ojos.

—Bien, ¿qué iba a decirles? —dijo el señor Mantecona, golpeándose la frente con las puntas de los dedos—. Un clavo saca a otro, como se dice. Estoy tan ocupado esta noche que la cabeza me da vueltas. Hay un grupo que vino anoche del sur por el Camino Verde, y esto es ya bastante raro. Luego una tropa de enanos que va al Oeste y llegó esta tarde. Y ahora ustedes. Si no fueran hobbits dudo que pudiera alojarlos. Pero tenemos un cuarto o dos en el ala norte, que fueron hechos especialmente para hobbits, cuando se construyó la casa. En la planta baja, como prefieren ellos, con ventanas redondas y todo lo que les gusta. Creo que estarán ustedes cómodos. Querrán cenar, sin duda. Tan pronto como sea posible. ¡Por aquí ahora!

Los llevó un trecho a lo largo de un pasillo y abrió una puerta.

—He aquí una hermosa salita —dijo—. Espero que les convenga. Perdónenme ahora. Estoy tan ocupado. No me sobra tiempo ni para una charla. Tengo que irme. Estoy siempre corriendo de un lado a otro, pero no adelgazo. Los veré más tarde. Si necesitan algo, toquen la campanilla, y vendrá Nob. Si no viene, ¡toquen y griten!

El hombre se fue dejándolos casi sin aliento. Parecía capaz de derramar un torrente interminable de charla, por más ocupado que estuviera. Se encontraban a la sazón en un cuarto pequeño y agradable. Un fuego ardía en el hogar, y enfrente habían dispuesto unas sillas bajas y cómodas. Había también una mesa redonda cubierta con un mantel blanco, y encima una gran campanilla. Pero Nob, el sirviente hobbit, apareció antes que llamaran. Trajo velas y una bandeja colmada de platos.

—¿Desean algo para beber, señores? —preguntó—. ¿Quieren que les muestre los dormitorios mientras esperan la cena?

Se habían lavado ya y estaban rodeados de buenos jarros de cerveza cuando el señor Mantecona y Nob aparecieron de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos tendieron la mesa. Había sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan fresco, mantequilla, y medio queso bien estacionado: una buena comida sencilla, tan buena como cualquiera de la Comarca, y bastante familiar como para quitarle a Sam los últimos recelos (que la excelencia de la cerveza ya había aliviado bastante).

El posadero se entretuvo allí unos momentos, y al fin anunció que se iba.

—No sé si querrán unirse a nosotros después de la cena —dijo desde la puerta—. Quizá prefieran acostarse. De cualquier modo nos agradaría mucho que nos acompañaran, si tienen ganas. No recibimos a menudo a Gente del Exterior... perdón, viajeros de la Comarca, quiero decir; y nos gusta enterarnos de las últimas noticias, o quizá oír una historia o una canción, como prefieran. ¡Decidan ustedes! Cualquier cosa que necesiten, ¡toquen la campanilla!

Luego de la cena (que había durado tres cuartos de hora, sin la interrupción de palabras inútiles) Frodo, Pippin y Sam se sintieron tan frescos y animados que decidieron unirse a los otros huéspedes. Merry dijo que el aire del salón debía de ser sofocante.