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La Dama se soltó entonces una de las largas trenzas, cortó tres cabellos dorados, y los puso en la mano de Gimli.

—Estas palabras acompañan al regalo —dijo—. No profetizo nada, pues toda profecía es vana ahora; de un lado hay oscuridad y del otro lado nada más que esperanza. Si la esperanza no falla, yo te digo, Gimli hijo de Glóin, que el oro te desbordará en las manos, y sin embargo no tendrá ningún poder sobre ti.

”Y tú, Portador del Anillo —dijo la Dama, volviéndose a Frodo—; llego a ti en último término, aunque en mis pensamientos no eres el último. Para ti he preparado esto. —Alzó una pequeña redoma, que centelleaba cuando ella la movía, y unos rayos de luz le brotaron de la mano—. En esta redoma —dijo ella— he recogido la luz de la estrella de Eärendil, tal como apareció en las aguas de mi fuente. Brillará todavía más en medio de la noche. Que sea para ti una luz en los sitios oscuros, cuando todas las otras luces se hayan extinguido. ¡Recuerda a Galadriel y el Espejo!

Frodo tomó la redoma, y la luz brilló un instante entre ellos, y él la vio de nuevo erguida como una reina, grande y hermosa, pero ya no terrible. Se inclinó, sin saber qué decir.

La Dama se puso entonces de pie, y Celeborn los guió de vuelta al muelle. La luz amarilla del mediodía se extendía sobre la hierba verde de la Lengua, y en el agua había reflejos plateados. Todo estaba listo al fin. La Compañía ocupó los puestos de antes en las barcas. Mientras gritaban adiós, los Elfos de Lórien los empujaron con las largas varas grises a la corriente del río, y las aguas ondulantes los llevaron lentamente. Los viajeros estaban sentados y no hablaban ni se movían. De pie sobre la hierba verde, en la punta misma de la Lengua, la figura de la Dama Galadriel se erguía solitaria y silenciosa. Cuando pasaron ante ella los viajeros se volvieron y miraron cómo iba alejándose lentamente sobre las aguas. Pues así les parecía: Lórien se deslizaba hacia atrás como una nave brillante que tenía como mástiles unos árboles encantados: se alejaba ahora navegando hacia unas costas olvidadas, mientras que ellos se quedaban allí, descorazonados, a orillas de un mundo deshojado y gris.

Miraban aún cuando el Cauce de Plata desapareció en las aguas del Río Grande, y las embarcaciones viraron y fueron hacia el sur. La forma blanca de la Dama fue pronto distante y pequeña. Brillaba como el cristal de una ventana a la luz del sol poniente en una lejana colina, o como un lago remoto visto desde una cima montañosa: un cristal caído en el regazo de la tierra. En seguida le pareció a Frodo que ella alzaba los brazos en el último adiós, y el viento que venía siguiéndolos les trajo desde lejos, pero con una penetrante claridad, la voz de la Dama, que cantaba. Pero ahora ella cantaba en la antigua lengua de los Elfos de Más Allá del Mar, y Frodo no entendía las palabras; bella era la música, pero no le traía ningún consuelo.

Sin embargo, como ocurre con las palabras élficas, los versos se le grabaron en la memoria, y tiempo después los tradujo como mejor pudo: el lenguaje era el de las canciones élficas, y hablaba de cosas poco conocidas en la Tierra Media.

Ai! laurië lantar lassi súrinen!

Yéni únótime ve rámar aldaron,

yéni ve lintë yuldar avánier

mi oromardi lisse-miruvóreva

Andúne pella, Vardo tellumar

nu luini yassen tintilar i eleni

ómaryo airetári-lírinen.

Sí man i yulma nin enquantuva?

An sí Tintallë Varda Oiolossëo

ve fanyar máryat Elentári ortanë





ar ilyë tier undulávë lumbulë;

ar sindanóriello caita mornië

i falmali

untúpa Calaciryo míri oialë.

Sí vanwa na, Rómello vanwa, Valimar!

Namárië! Nai hiruvalyë Valimar.

Nai elyë hiruva. Namárië!

«¡Ah, como el oro caen las hojas en el viento! E i

De pronto el Río describió una curva, y las orillas se elevaron a los lados, ocultando la luz de Lórien. Frodo no vería nunca más aquel hermoso país.

Los viajeros volvieron la cabeza y miraron adelante: el sol se levantaba ante ellos, encegueciéndolos, y todos tenían lágrimas en los ojos. Gimli sollozaba.

—Mi última mirada ha sido para aquello que era más hermoso —le dijo a su compañero Legolas—. De aquí en adelante a nada llamaré hermoso si no es un regalo de ella.

Se llevó la mano al pecho.

—Dime, Legolas —continuó—, ¿cómo me he incorporado a esta Misión? ¡Yo ni siquiera sabía dónde estaba el peligro mayor! Elrond decía la verdad cuando anunciaba que no podíamos prever lo que encontraríamos en el camino. El peligro que yo temía era el tormento en la oscuridad, y eso no me retuvo. Pero si hubiese conocido el peligro de la luz y de la alegría, no hubiese venido. Mi peor herida la he recibido en esta separación, aunque cayera hoy mismo en manos del Señor Oscuro. ¡Ay de Gimli hijo de Glóin!

—¡No! —dijo Legolas—. ¡Ay de todos nosotros! Y de todos aquellos que recorran el mundo en los días próximos. Pues tal es el orden de las cosas: encontrar y perder, como le parece a aquel que navega siguiendo el curso de las aguas. Pero te considero una criatura feliz, Gimli hijo de Glóin, pues tú mismo has decidido sufrir esa pérdida, ya que hubieras podido elegir de otro modo. Pero no has olvidado a tus compañeros, y como última recompensa el recuerdo de Lothlórien no se te borrará del corazón, y será siempre claro y sin mancha, y nunca empalidecerá ni se echará a perder.

—Quizá —dijo Gimli—, y gracias por tus palabras. Palabras verdaderas sin duda, pero esos consuelos no me reconfortan. Lo que el corazón desea no son recuerdos. Eso es sólo un espejo, aunque sea tan claro como Kheled-zâram. O al menos eso es lo que dice el corazón de Gimli el Enano. Quizá los Elfos vean las cosas de otra manera. En verdad he oído que para ellos la memoria se parece al mundo de la vigilia más que al de los sueños. No es así para los Enanos.