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”Pero dejemos el tema. ¡Mira la barca! Está muy hundida en el agua con tanto peso, y el Río Grande es rápido. No tengo ganas de ahogar las penas en agua fría.

Gimli tomó una pala y guió el bote hacia la orilla occidental, siguiendo la embarcación de Aragorn que iba adelante y ya había dejado la corriente del medio.

Así la Compañía continuó navegando en aquellas aguas rápidas y anchas, arrastrada siempre hacia el sur. Unos bosques desnudos se levantaban en una y otra orilla, y nada podían ver de las tierras que se extendían por detrás. La brisa murió y el Río fluyó en silencio. No se oían cantos de pájaros. El sol fue velándose a medida que el día avanzaba, hasta que al fin brilló en un cielo pálido como una alta perla blanca. Luego se desvaneció en el oeste, y el crepúsculo fue temprano, y lo siguió una noche gris y sin estrellas. Llegaron las horas negras y calladas y ellos siguieron navegando, guiando los botes a la sombra de los bosques occidentales. Los grandes árboles pasaban junto a ellos como espectros, hundiendo en el agua a través de la bruma las raíces retorcidas y sedientas. La noche era lúgubre y fría. Frodo, inmóvil, escuchaba el débil golpeteo de las aguas en la orilla y los gorgoteos entre las raíces y las maderas flotantes, hasta que al fin sintió que le pesaba la cabeza y cayó en un sueño intranquilo.

9

EL RÍO GRANDE

Sam despertó a Frodo. Frodo vio que estaba tendido, bien arropado, bajo unos árboles altos de corteza gris en un rincón tranquilo del bosque, en la margen occidental del Río Grande, el Anduin. Había dormido toda la noche, y el gris del alba asomaba apenas entre las ramas desnudas. Gimli estaba allí cerca, cuidando de un pequeño fuego.

Partieron otra vez antes que aclarara del todo. No porque la mayoría de los viajeros tuviera prisa en llegar al sur: estaban contentos de poder esperar algunos días antes de tomar una decisión, la que sería inevitable cuando llegaran a Rauros y a la Isla de Escarpa; y se dejaban llevar por las aguas del Río, pues no tenían ningún deseo de correr hacia los peligros que les esperaban más allá, cualquiera que fuese el curso que tomaran. Aragorn dejaba que se desplazaran según el mejor criterio de cada uno, ahorrando fuerzas para las fatigas que vendrían luego. Insistía, sin embargo, en la necesidad de iniciar la jornada temprano, todos los días, y de prolongarla hasta bien caída la tarde, pues le decía el corazón que el tiempo apretaba, y no creía que el Señor Oscuro se hubiese quedado cruzado de brazos mientras ellos se retrasaban en Lórien.

Ese día al menos no vieron ninguna señal del enemigo, y tampoco al día siguiente. Pasaban las horas, grises y monótonas, y no ocurría nada. En el tercer día de viaje el paisaje fue cambiando poco a poco: ralearon los árboles, y al fin desaparecieron del todo. Sobre la orilla oriental, a la izquierda, unas lomas alargadas subían alejándose; parecían resecas y devastadas, como si un fuego hubiese pasado sobre ellas y no hubiera dejado con vida ni una sola hoja verde: era una región hostil donde no había ni siquiera un árbol quebrado o una piedra desnuda que aliviaran aquella desolación. Habían llegado a las Tierras Pardas, una región vasta y abandonada que se extiende entre el Bosque Negro del Sur y las colinas de Emyn Muil. Ni siquiera Aragorn sabía qué pestilencia, qué guerra o qué mala acción del Enemigo había devastado de ese modo toda la región.





Hacia el oeste y a la derecha el terreno era también sin árboles, pero llano, y verde en muchos sitios con amplios prados de hierba. De este lado del Río crecían florestas de juncos, tan altos que ocultaban todo el oeste, y los botes pasaban rozando aquellas márgenes oscilantes. Los plumajes sombríos y resecos se inclinaban y alzaban con un susurro blando y triste en el leve aire fresco. De cuando en cuando Frodo alcanzaba a ver brevemente entre los juncos unos terrenos ondulados, y mucho más allá unas colinas envueltas en la luz del crepúsculo, y sobre el horizonte una línea oscura apenas visible: las estribaciones meridionales de las Montañas Nubladas.

No habían encontrado hasta entonces ninguna criatura, excepto pájaros. Los pequeños volátiles silbaban y piaban entre los juncos, pero se los veía muy raramente. Una o dos veces los viajeros oyeron el movimiento rápido y el sonido quejoso de unas alas de cisnes, y alzando los ojos vieron una bandada que atravesaba el cielo.

—¡Cisnes! —dijo Sam—. ¡Y muy grandes!

—Sí —dijo Aragorn—, cisnes negros.

—¡Qué inmenso y desierto y lúgubre me parece todo este país! —dijo Frodo—. Siempre creí que yendo hacia el sur uno encontraba regiones cada vez más cálidas y alegres, hasta que ya no había invierno.

—Pero aún no hemos llegado bastante al sur —dijo Aragorn—. Todavía es invierno, y estamos lejos del mar. Aquí el mundo es frío, y la primavera llega bruscamente; puede haber nieve todavía. Allá abajo en la Bahía de Belfalas donde desemboca el Anduin, las tierras son más cálidas y alegres, quizá, o lo serían si no existiera el Enemigo. Pero no creo que estemos a más de sesenta leguas, me parece, al sur de la Cuaderna del Sur en tu Comarca, a cientos de millas más allá. Ahora estás mirando hacia el sudoeste, por encima de las llanuras septentrionales de la Marca de los Jinetes, Rohan, el país de los Señores de los Caballos. No tardaremos en llegar a las bocas del Limclaro que desciende de Fangorn para unirse al Río Grande. Ésa es la frontera norte de Rohan, y todo lo que se extiende entre el Limclaro y las Montañas Blancas perteneció en otro tiempo a los Rohirrim. Es una tierra amable y rica, de pastos incomparables, pero en estos días nefastos la gente no habita junto al Río ni cabalga a menudo hasta la orilla. El Anduin es ancho, y sin embargo los orcos pueden disparar sus flechas por encima de la corriente, y se dice que en los últimos años se han atrevido a atravesar las aguas y atacar las manadas y establos de Rohan.

Sam miraba a una y otra orilla, intranquilo. Antes los árboles habían parecido hostiles, como si ocultaran ojos secretos y peligros inminentes. Ahora deseaba que los árboles estuviesen todavía allí. Le parecía que la Compañía estaba demasiado expuesta, navegando en botes abiertos entre tierras que no ofrecían ningún abrigo, y en un río que era una frontera de guerra.

En los dos o tres días siguientes, mientras avanzaban regularmente hacia el sur, esta impresión de inseguridad invadió a toda la Compañía. Durante un día entero empuñaron las palas para apresurar la marcha. Las orillas desfilaron. El Río pronto se ensanchó y se hizo más profundo; unas largas playas pedregosas se extendieron al este, y había bancos de arena en el agua, que demandaban atención. Las Tierras Pardas se elevaron en planicies desiertas, sobre las que soplaba un viento helado del este. En el otro lado los prados se habían convertido en terrenos quebrados de hierba seca, en una región de matas y zarzas. Frodo se estremeció recordando los prados y fuentes, el sol claro y las lluvias suaves de Lothlórien. En los botes no había mucha conversación; y ninguna risa. Todos parecían ensimismados.