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El día estaba terminando, y las estrellas frías parpadeaban en el cielo bien por encima del sol poniente, cuando la Compañía trepó con rapidez por las laderas y bajó a la orilla del lago. No parecía tener de ancho más de un tercio de milla, como máximo. La luz era escasa y no alcanzaban a ver hasta dónde iba hacia el sur, pero el extremo norte no estaba a más de media milla, y entre las crestas rocosas que encerraban el valle y la orilla del agua había una franja de tierra descubierta. Se adelantaron de prisa, pues tenían que recorrer una milla o dos antes de llegar al punto de la orilla opuesta indicado por Gandalf; y luego había que encontrar las puertas.

Llegaron al extremo norte del lago y descubrieron allí que una caleta angosta les cerraba el paso. Era de aguas verdes y estancadas, y se extendía como un brazo cenagoso hacia las cimas de alrededor. Gimli dio un paso adelante sin titubear, y descubrió que el agua era poco profunda, y que allí en la orilla no le llegaba más arriba del tobillo. Los otros caminaron detrás de él, en fila, pisando con cuidado, pues bajo las hierbas y el musgo había piedras viscosas y resbaladizas. Frodo se estremeció de repugnancia cuando el agua oscura y sucia le tocó los pies.

Cuando Sam, el último de la Compañía, llevó a Bill a tierra firme, del otro lado del canal, se oyó de pronto un sonido blando: un roce, seguido de un chapoteo, como si un pez hubiera perturbado la superficie tranquila del agua. Miraron atrás y alcanzaron a ver unas ondas que la sombra bordeaba de negro a la luz declinante; unos grandes anillos concéntricos se abrían desde un punto lejano del lago. Hubo un sonido burbujeante, y luego silencio. La oscuridad creció, y unas nubes velaron los últimos rayos del sol poniente.

Gandalf marchaba ahora a grandes pasos, y los otros lo seguían tan de cerca como les era posible. Llegaron así a la franja de tierra seca entre el lago y los riscos, que no tenía a menudo más de doce yardas de ancho, y donde había muchas rocas y piedras; pero encontraron un camino siguiendo el contorno de los riscos y manteniéndose alejados todo lo posible del agua oscura. Una milla más al sur tropezaron con unos acebos. En las depresiones del suelo se pudrían tocones y ramas secas: restos, parecía, de viejos setos o de una empalizada que alguna vez había bordeado el camino a través del valle anegado. Pero muy pegados al risco, altos y fuertes, había dos árboles, más grandes que cualquier otro acebo que Frodo hubiera visto o imaginado. Las grandes raíces se extendían desde la muralla hasta el agua. Vistos desde el pie de aquellas elevaciones, aun lejos de la escalera habían parecido meros arbustos, pero ahora se alzaban dominantes, tiesos, oscuros, y silenciosos, proyectando en el suelo unas apretadas sombras nocturnas, irguiéndose como columnas que guardaban el término del camino.

—¡Bueno, aquí estamos al fin! —dijo Gandalf—. Aquí concluye el camino de los Elfos que viene de Acebeda. El acebo era el símbolo de las gentes de este país, y los plantaron aquí para señalar los límites del dominio, pues la Puerta del Oeste era utilizada para traficar con los Señores de Moria. Eran aquellos días más felices, cuando había a veces una estrecha amistad entre gentes de distintas razas, aun entre Enanos y Elfos.

—El debilitamiento de esa amistad no fue culpa de los Enanos —dijo Gimli.

—Nunca oí decir que la culpa fuera de los Elfos —dijo Legolas.

—Yo oí las dos cosas —dijo Gandalf—, y no tomaré partido ahora. Pero os ruego a los dos, Legolas y Gimli, que al menos seáis amigos, y que me ayudéis. Os necesito a ambos. Las puertas están cerradas y ocultas, y cuanto antes las encontremos mejor. ¡La noche se acerca!

Volviéndose hacia los otros continuó: —Mientras yo busco, ¿queréis todos vosotros prepararos para entrar en las Minas? Pues temo que aquí tengamos que despedirnos de nuestra buena bestia de carga. Tendremos que abandonar también mucho de lo que trajimos para protegernos del frío; no lo necesitaremos dentro, ni, espero, cuando salgamos del otro lado y bajemos hacia el sur. En cambio cada uno de nosotros tomará una parte de lo que trae el poney, especialmente comida y los odres del agua.

—¡Pero no podemos dejar al pobre Bill en este sitio desolado, señor Gandalf! —gritó Sam, irritado y desesperado a la vez—. No lo permitiré, y punto. ¡Después que ha venido tan lejos y todo lo demás!

—Lo lamento, Sam —dijo el mago—. Pero cuando la puerta se abra, no creo que seas capaz de arrastrar a tu Bill al interior, a la larga y tenebrosa Moria. Tendrás que elegir entre Bill y tu amo.

—Bill seguiría al señor Frodo a un antro de dragones, si yo lo llevara —protestó Sam—. Sería casi un asesinato soltarlo y abandonarlo aquí con todos esos lobos alrededor.





—Espero que sea casi un asesinato, y sólo casi —dijo Gandalf. Puso la mano sobre la cabeza del poney y habló en voz baja—. Ve con palabras de protección y de cuidado. Eres una bestia inteligente y has aprendido mucho en Rivendel. Busca los caminos donde haya pasto, y llega a casa de Elrond, o a donde quieras ir.

”¡Ya está, Sam! Tendrá tantas posibilidades como nosotros de escapar a los lobos y volver a casa.

Sam estaba de pie, abatido, junto al poney, y no respondió. Bill, como si entendiera lo que estaba ocurriendo, se frotó contra Sam, pasándole el hocico por la oreja. Sam se echó a llorar, y tironeó de las correas, descargando los bultos del poney, y echándolos a tierra. Los otros sacaron todo, haciendo una pila de lo que podían dejar, y repartiéndose el resto.

Luego se volvieron a mirar a Gandalf. Parecía que el mago no hubiera hecho nada. Estaba de pie entre los árboles mirando la pared desnuda del risco, como si quisiera abrir un agujero con los ojos. Gimli iba de un lado a otro, golpeando la piedra aquí y allá con el hacha. Legolas se apretaba contra la pared, como escuchando.

—Bueno, aquí estamos, todos listos —dijo Merry—, pero ¿dónde están las Puertas? No veo ninguna indicación.

—Las puertas de los Enanos no se hicieron para ser vistas, cuando están cerradas —dijo Gimli—. Son invisibles. Ni siquiera los amos de estas puertas pueden encontrarlas o abrirlas, si el secreto se pierde.

—Pero ésta no se hizo para que fuera un secreto, conocido sólo de los Enanos —dijo Gandalf, volviendo de súbito a la vida y dando media vuelta—. Si las cosas no cambiaron aquí demasiado, un par de ojos que sabe lo que busca tendría que encontrar los signos.

Fue otra vez hacia la pared. Justo entre la sombra de los árboles había un espacio liso, y Gandalf pasó por allí las manos de un lado a otro, murmurando entre dientes. Luego dio un paso atrás.

—¡Mirad! —dijo—. ¿Veis algo ahora?

La luna brillaba en ese momento sobre la superficie de roca gris; pero durante un rato no vieron nada nuevo. Luego lentamente, en el sitio donde el mago había puesto las manos, aparecieron unas líneas débiles, como delgadas vetas de plata que corrían por la piedra. Al principio no eran más que hilos pálidos, como unos centelleos a la luz plena de la luna, pero poco a poco se hicieron más anchos y claros, hasta que al fin se pudo distinguir un dibujo.