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Arriba, donde Gandalf ya apenas podía alcanzar, había un arco de letras entrelazadas en caracteres élficos. Abajo, aunque los trazos estaban en muchos sitios borrados o rotos, podían verse los contornos de un yunque y un martillo, y sobre ellos una corona con siete estrellas. Más abajo había dos árboles y cada uno tenía una luna creciente. Más clara que todo el resto una estrella de muchos rayos brillaba en medio de la puerta.

—¡Son los emblemas de Durin! —exclamó Gimli.

—¡Y el Árbol de los Altos Elfos! —dijo Legolas.

—Y la estrella de la Casa de Fëanor —dijo Gandalf—. Están labrados en ithildinque sólo refleja la luz de las estrellas y la luna, y que duerme hasta el momento en que alguien lo toca pronunciando ciertas palabras que en la Tierra Media se olvidaron tiempo atrás. Las oí hace ya muchos años, y tuve que concentrarme para recordarlas.

—¿Qué dice la escritura? —preguntó Frodo mientras trataba de descifrar la inscripción en el arco—. Pensé que conocía las letras élficas, pero éstas no las puedo leer.

—Está escrito en una lengua élfica del Oeste de la Tierra Media en los Días Antiguos —respondió Gandalf—. Pero no dicen nada de importancia para nosotros. Dicen sólo Las Puertas de Durin, Señor de Moria. Habla, amigo, y entra.Y más abajo en caracteres pequeños y débiles está escrito: Yo, Narvi, construí estas puertas. Celebrimbor de Acebeda grabó estos signos.

—¿Qué significa habla, amigo, y entra? —preguntó Merry. —Está bastante claro —dijo Gimli—. Si eres un amigo, dices la contraseña, y las puertas se abren, y puedes entrar.

—Sí —dijo Gandalf—, es probable que estas puertas estén gobernadas por palabras. Algunas puertas de enanos se abren sólo en ocasiones especiales, o para algunas personas en particular; y a veces hay que recurrir a cerraduras y llaves aun conociendo las palabras y el momento oportuno. Estas puertas no tienen llave. En los tiempos de Durin no eran secretas. Estaban de ordinario abiertas, y los guardias vigilaban aquí. Pero si estaban cerradas, cualquiera que conociese la contraseña podía decirla y pasar. Al menos eso es lo que se cuenta, ¿no es así, Gimli?

—Así es —dijo el enano—, pero qué palabra era ésa, nadie lo sabe. Narvi, y el arte de Narvi, y todos los suyos han desaparecido de la faz de la tierra.

—Pero ¿tú no conoces la palabra, Gandalf? —preguntó Boromir, sorprendido.

—¡No! —dijo el mago.

Los otros parecieron consternados; sólo Aragorn, que había tratado largo tiempo a Gandalf permaneció callado e impasible.

—¿De qué sirve entonces habernos traído a este maldito lugar? —exclamó Boromir, echando una ojeada al agua oscura y estremeciéndose—. Nos dijiste que una vez atravesaste las Minas. ¿Cómo fue posible si no sabes como entrar?

—La respuesta a tu primera pregunta, Boromir —dijo el mago— es que no conozco la palabra... todavía. Pero pronto atenderemos a eso. Y —añadió, y los ojos le chispearon bajo las cejas erizadas— puedes preguntar de qué sirven mis actos cuando hayamos comprobado que son del todo inútiles. En cuanto a tu otra pregunta: ¿dudas de mi relato? ¿O has perdido la facultad de razonar? No entré por aquí. Vine del Este.

”Si deseas saberlo, te diré que estas puertas se abren hacia fuera. Puedes abrirlas desde dentro empujándolas con las manos. Desde fuera nada las moverá excepto la contraseña indicada. No es posible forzarlas hacia dentro.

—¿Qué vas a hacer entonces? —preguntó Pippin a quien no intimidaban las pobladas cejas del mago.





—Golpear a las puertas con tu cabeza, Peregrin Tuk —dijo Gandalf—. Y si eso no las echa abajo, tendré por lo menos un poco de paz, sin nadie que me haga preguntas estúpidas. Buscaré la contraseña.

”Conocí en un tiempo todas las fórmulas mágicas que se usaron alguna vez para estos casos, en las lenguas de los Elfos, de los Hombres, o de los Orcos. Aún recuerdo unas doscientas sin necesidad de esforzarme mucho. Pero sólo se necesitarán unas pocas pruebas, me parece; y no tendré que recurrir a Gimli y a esa lengua secreta de los enanos que no enseñan a nadie. Las palabras que abren la puerta son élficas, sin duda, como la escritura del arco.

Se acercó otra vez a la roca y tocó ligeramente con la vara la estrella de plata del medio, bajo el signo del yunque, y dijo con una voz perentoria:

A

Fe

Las líneas de plata se apagaron, pero la piedra gris y desnuda no se movió.

Muchas veces repitió estas palabras, en distinto orden, o las cambió. Luego probó diversos encantamientos, uno tras otro, hablando ahora más rápido y más alto, ahora más bajo y más lentamente. Luego dijo muchas palabras sueltas en élfico. Nada ocurrió. La cima del risco se perdió en la noche, las estrellas i

Gandalf se acercó de nuevo a la pared, y alzando los brazos habló con voz de mando, cada vez más colérico. Edro! Edro!, exclamó, golpeando la piedra con la vara. ¡Ábrete! ¡Ábrete!, gritó, y continuó con todas las órdenes de todos los lenguajes que alguna vez se habían hablado al oeste de la Tierra Media. Al fin arrojó la vara al suelo, y se sentó en silencio.

En ese instante el viento les trajo desde muy lejos el aullido de los lobos. Bill el poney se sobresaltó, asustado, y Sam corrió a él y le habló en voz baja.

—¡No dejes que se escape! —dijo Boromir—. Parece que pronto lo necesitaremos, si antes no nos descubren los lobos. ¡Cómo odio esta laguna siniestra!

Inclinándose, recogió una piedra grande y la arrojó lejos al agua oscura. La piedra desapareció con un suave chapoteo, pero casi al mismo instante se oyó un silbido y un sonido burbujeante. Unos grandes anillos de ondas aparecieron en la superficie más allá del sitio donde había caído la piedra, y se acercaron lentamente a los pies del risco.

—¿Por qué hiciste eso, Boromir? —dijo Frodo—. Yo también odio este lugar, y tengo miedo. No sé de qué: no de los lobos, o de la oscuridad que espera detrás de las puertas; de otra cosa. Tengo miedo de la laguna. ¡No la perturbes!

—¡Ojalá pudiéramos irnos! —dijo Merry.

—¿Por qué Gandalf no hace algo? —dijo Pippin.

Gandalf no les prestaba atención. Sentado, cabizbajo, parecía desesperado, o inquieto. El aullido lúgubre de los lobos se oyó otra vez. Las ondas de agua crecieron y se acercaron; algunas lamían ya la costa.

De pronto, tan de improviso que todos se sobresaltaron, el mago se incorporó vivamente. ¡Se reía!