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Entrada la mañana no se vio ninguna señal de los lobos, ni se encontró ningún cadáver. Las únicas huellas del combate de la noche eran los árboles carbonizados y las flechas de Legolas en la cima de la loma. Todas estaban intactas excepto una que no tenía punta.

—Tal como me lo temía —dijo Gandalf—. Éstos no eran lobos comunes que buscan alimento en el desierto. ¡Comamos en seguida y partamos!

Ese día el tiempo cambió otra vez, casi como si obedeciese a algún poder que ya no podía servirse de la nieve, desde que ellos se habían retirado del paso, un poder que ahora deseaba tener una luz clara, de manera que todo aquello que se moviese en el desierto pudiera ser visto desde muy lejos. El viento había estado cambiando durante la noche del norte al noroeste, y ahora ya no soplaba. Las nubes desaparecieron en el sur descubriendo un cielo alto y azul. Estaban en la falda de la loma, listos para partir, cuando un sol pálido iluminó las cimas de los montes.

—Tenemos que llegar a las puertas antes que oscurezca —dijo Gandalf— o temo que no lleguemos nunca. No están lejos, pero corremos el riesgo de que nuestro camino sea demasiado sinuoso, pues aquí Aragorn no nos puede guiar; conoce poco el país, y yo estuve sólo una vez al pie de los muros occidentales de Moria, y eso fue hace tiempo. —Señaló el lejano sudeste donde los flancos de las montañas caían a pique en hondonadas sombrías—. Es allá —continuó. A la distancia alcanzaba a verse una línea de riscos desnudos, y en medio de ellos, más alta que el resto, una gran pared gris—. Cuando dejamos el paso os llevé hacia el sur y no de vuelta a nuestro punto de partida, como alguno de vosotros habrá notado. Era mejor así, pues ahora tenemos varias millas menos que recorrer, y hay que darse prisa. ¡Adelante!

—No sé qué esperar —dijo Boromir ceñudamente—: que Gandalf encuentre lo que busca, o que llegando a los riscos descubramos que las puertas han desaparecido para siempre. Todas las posibilidades parecen malas, y que quedemos atrapados entre los lobos y el muro es quizá la posibilidad mayor. ¡En marcha!

Gimli caminaba ahora adelante junto al mago, tan ansioso estaba de llegar a Moria. Juntos guiaron a los otros de vuelta hacia las montañas. El único camino antiguo que llevaba a Moria desde el oeste seguía el curso de un arroyo, el Sira

Era casi mediodía, y la Compañía iba aún de un lado a otro, ayudándose a veces con manos y pies, por un terreno desolado de piedras rojas. No se veía ningún brillo de agua, ni se oía el menor ruido. Todo era desierto y seco. No había allí aparentemente criaturas vivas, y ningún pájaro cruzaba el aire. Nadie quería pensar qué podría traerles la noche, si los alcanzaba en aquellas regiones perdidas.

De pronto Gimli que se había adelantado les gritó que se acercaran. Se había subido a una pequeña loma y apuntaba a la derecha. Se apresuraron y vieron allí abajo un cauce estrecho y profundo. Estaba vacío y silencioso, y entre las piedras del lecho, pardas y manchadas de rojo, corría apenas un hilo de agua. Junto al borde más cercano había un sendero ruinoso que serpeaba entre las paredes derruidas y las piedras de una antigua carretera.

—¡Ah! ¡Aquí estamos al fin! —dijo Gandalf—. Es aquí donde corría el Sira

Todos estaban cansados y tenían los pies doloridos, pero siguieron tercamente por aquella senda sinuosa y áspera durante muchas millas. El sol comenzó a descender. Luego de un breve descanso y una rápida comida, continuaron la marcha. Las montañas parecían observarlos de mala manera, pero el sendero corría por una profunda hondonada y sólo veían las estribaciones más altas y los picos lejanos del este.





Al fin llegaron a una vuelta brusca del sendero. Habían estado marchando hacia el sur entre el borde del canal y una pendiente abrupta a la izquierda; pero ahora el sendero corría de nuevo hacia el este. Casi en seguida vieron ante ellos un risco bajo, de unas cinco brazas de alto, que terminaba en un borde mellado y roto. Un hilo de agua bajaba del risco, goteando a lo largo de una grieta que parecía haber sido cavada por un salto de agua, en otro tiempo caudaloso.

—¡Las cosas han cambiado en verdad! —dijo Gandalf—. Pero no hay error posible respecto del sitio. Esto es todo lo que queda de los Saltos de la Escalera. Si recuerdo bien hay unos escalones tallados en la roca a un lado, pero el camino principal se pierde doblando a la izquierda, y sube así hasta el terreno llano de la cima. Había también un valle poco profundo que subía más allá de las cascadas hasta las Murallas de Moria, y el Sira

Encontraron los escalones de piedra sin dificultad, y Gimli los subió saltando, seguido por Gandalf y Frodo. Cuando llegaron a la cima vieron que por ese lado no podían ir más allá, y descubrieron las causas del secamiento del Arroyo de la Puerta. Detrás de ellos el sol poniente inundaba el fresco cielo occidental con una débil luz dorada. Ante ellos se extendía un lago oscuro y tranquilo. Ni el cielo ni el crepúsculo se reflejaban en la sombría superficie. El Sira

—He ahí las Murallas de Moria —dijo Gandalf apuntando a través del agua—. Y allí hace un tiempo estuvo la Puerta, la Puerta de los Elfos en el extremo del camino de Acebeda, por donde hemos venido. Pero esta vía está cerrada. Nadie en la Compañía, me parece, querría nadar en estas aguas tenebrosas a la caída de la noche. Tienen un aspecto malsano.

—Busquemos un camino que bordee el lado norte —dijo Gimli—. La Compañía tendría que subir ante todo por el camino principal y ver adónde lleva. Aunque no hubiera lago, no conseguiríamos que nuestro poney de carga trepara por estos escalones.

—De cualquier modo no podríamos llevar a la pobre bestia a las Minas —dijo Gandalf—. El camino que corre por debajo de las montañas es un camino oscuro, y hay trechos angostos y escarpados por donde él no pasaría, aunque pasáramos nosotros.

—¡Pobre viejo Bill! —dijo Frodo—. No lo había pensado. ¡Y pobre Sam! Me pregunto qué dirá.

—Lo lamento —dijo Gandalf—. El pobre Bill ha sido un compañero muy útil, y siento en el alma tener que abandonarlo ahora. Yo hubiera preferido viajar con menos peso, y no traer ningún animal, y menos que ninguno este que Sam quiere tanto. Temí todo el tiempo que estuviésemos obligados a tomar este camino.