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—Yo también crucé una vez la Puerta del Arroyo Sombrío —dijo Aragorn serenamente—. Pero aunque salí como tú, guardo un recuerdo siniestro. No deseo entrar en Moria una segunda vez.

—Y yo ni siquiera una vez —dijo Pippin.

—Yo tampoco —murmuró Sam.

—¡Claro que no! —dijo Gandalf—. ¿Quién lo desearía? Pero la pregunta es: ¿quién me seguirá, si os guío hasta allí?

—Yo —dijo Gimli con vehemencia.

—Yo —masculló Aragorn—. Tú me seguiste casi hasta el desastre en la nieve, y no te quejaste ni una vez. Yo te seguiré ahora, si esta última advertencia no te conmueve. No pienso ahora en el Anillo ni en ninguno de nosotros, Gandalf, sino en ti. Y te digo: si cruzas las puertas de Moria, ¡cuidado!

—Yo no iré —dijo Boromir—, a menos que todos voten contra mí. ¿Qué dicen Legolas y la gente pequeña? Tendríamos que oír, me parece, la opinión del Portador del Anillo.

—Yo no deseo ir a Moria —dijo Legolas.

Los hobbits no dijeron nada. Sam miró a Frodo. Al fin Frodo habló.

—No deseo ir —dijo—, pero tampoco quiero rechazar el consejo de Gandalf. Ruego que no se vote hasta que lo hayamos pensado bien. Apoyaremos a Gandalf más fácilmente a la luz de la mañana que en esta fría oscuridad. ¡Cómo aúlla el viento!

Con estas palabras todos se sumieron en una silenciosa reflexión. El viento silbaba entre las rocas y los árboles, y había aullidos y lamentos en los vacíos ámbitos de la noche.

De pronto Aragorn se incorporó de un salto.

—¿Cómo aúlla el viento? —exclamó—. Aúlla con voz de lobo. ¡Los huargos han pasado al oeste de las Montañas!

—¿Es necesario entonces esperar a que amanezca? —dijo Gandalf—. Como dije antes, la caza ha empezado. Aunque vivamos para ver el alba, ¿quién querrá ahora viajar al sur de noche con los lobos salvajes pisándonos los talones?

—Pero ¿a qué distancia está Moria? —preguntó Boromir.

—Hay una puerta al sudoeste de Caradhras, a unas quince millas a vuelo de cuervo, y a unas veinte a paso de lobo —respondió Gandalf con aire sombrío.

—Partamos entonces con las primeras luces, si podemos —dijo Boromir—. El lobo que se oye es peor que el orco que se teme.

—¡Cierto! —dijo Aragorn, soltando la espada en la vaina—. Pero donde el huargo aúlla, el orco ronda.





—Lamento no haber seguido el consejo de Elrond —le murmuró Pippin a Sam—. Al fin y al cabo sirvo de muy poco. No hay bastante en mí de la raza de Bandobras el Toro Bramador: esos aullidos me hielan la sangre. No recuerdo haberme sentido nunca tan desdichado.

—El corazón se me ha caído a los pies, señor Pippin —dijo Sam—. Pero todavía no nos han devorado y tenemos aquí alguna gente fuerte. No sé qué le estará reservado al viejo Gandalf pero apostaría que no es la barriga de un lobo.

Para defenderse durante la noche, la Compañía subió a la loma que los había abrigado hasta entonces. Allá arriba en la cima había un grupo de viejos árboles retorcidos, y alrededor un círculo incompleto de grandes piedras. Encendieron un fuego en medio de las piedras, pues no había esperanza de que la oscuridad y el silencio los ocultaran a las manadas de los lobos cazadores.

Se sentaron alrededor del fuego, y aquellos que no estaban de guardia cayeron en un sueño intranquilo. El pobre Bill, el poney, temblaba y transpiraba. El aullido de los lobos se oía ahora a todo alrededor, a veces cerca, y a veces lejos. En la oscuridad de la noche alcanzaban a verse muchos ojos brillantes que se asomaban al borde de la loma. Algunos se adelantaban casi hasta el círculo de piedras. En una brecha del círculo pudo verse una oscura forma lobuna, que los miraba. De pronto estalló en un aullido estremecedor, como si fuera un capitán incitando a la manada al asalto.

Gandalf se incorporó y dio un paso adelante, alzando la vara.

—¡Escucha, bestia de Sauron! —gritó—. Soy Gandalf. ¡Huye, si das algún valor a tu horrible pellejo! Te secaré del hocico a la cola, si entras en este círculo.

El lobo gruñó y dio un gran salto hacia delante. En ese momento se oyó un chasquido seco. Legolas había soltado el arco. Un grito espantoso se alzó en la noche, y la sombra que saltaba cayó pesadamente al suelo; la flecha élfica le había atravesado la garganta. Los ojos vigilantes se apagaron. Gandalf y Aragorn se adelantaron unos pasos, pero la loma estaba desierta; la manada había huido. El silencio invadió la oscuridad de alrededor; el viento suspiraba y no traía ningún grito.

La noche envejecía, y la luna menguante se ponía en el oeste, brillando de cuando en cuando entre las nubes que comenzaban a abrirse. Frodo despertó bruscamente. De improviso, una tempestad de aullidos feroces y amenazantes estalló alrededor del campamento. Una hueste de huargos se había acercado en silencio, y ahora atacaban desde todos los lados a la vez.

—¡Rápido, echad combustible al fuego! —gritó Gandalf a los hobbits—. ¡Desenvainad, y poneos espalda contra espalda!

A la luz de la leña nueva que se inflamaba y ardía, Frodo vio muchas sombras grises que entraban saltando en el círculo de piedras. Otras y otras venían detrás. Aragorn lanzó una estocada y le atravesó la garganta a un lobo enorme, uno de los jefes. Golpeando de costado, Boromir le cortó la cabeza a otro. Gimli estaba de pie junto a ellos, las piernas separadas, esgrimiendo su hacha de enano. El arco de Legolas cantaba.

A la luz oscilante del fuego pareció que Gandalf crecía de súbito: una gran forma amenazadora que se elevaba como el monumento de piedra de algún rey antiguo en la cima de una colina. Inclinándose como una nube, tomó una rama y fue al encuentro de los lobos. Las bestias retrocedieron. Gandalf arrojó al aire la tea llameante. La madera se inflamó con un resplandor blanco, como un relámpago en la noche, y la voz del mago rodó como el trueno:

Naur an edraith ammen! Naur dan i ngaurhoth!—gritó.

Hubo un estruendo y un crujido, y el árbol que se alzaba sobre él estalló en una floración de llamas enceguecedoras. El fuego saltó de una copa a otra. Una luz resplandeciente coronó toda la colina. Las espadas y cuchillos de los defensores brillaron y refulgieron. La última flecha de Legolas se inflamó en pleno vuelo, y ardiendo se clavó en el corazón de un gran jefe lobo.

Todos los otros escaparon.

El fuego se extinguió lentamente hasta que sólo quedó un movimiento de cenizas y chispas; una humareda acre subió en volutas de los muñones quemados de los árboles, se cernió oscuramente sobre la loma mientras las primeras luces del alba aparecían pálidas en el cielo. Los lobos habían sido vencidos y no volverían.

—¿Qué le dije, señor Pippin? —comentó Sam envainando la espada—. Los lobos no pudieron con él. Fue de veras una sorpresa. ¡Casi se me chamuscan los cabellos!