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Pero el arroyo y la charca

son húmedos y frescos:

¡buenos para los pies!

Y ahora deseamos...

—¡Ja! ¡ja! ¿Qué deseamos? —dijo, mirando de soslayo a los hobbits—. Te lo diremos —croó—. Él lo adivinó hace mucho tiempo, Bolsón lo adivinó. —Un fulgor le iluminó los ojos, y a Sam, que alcanzó a verlo en la oscuridad, no le causó ninguna gracia.

Vive sin respirar;

frío como la muerte;

nunca sediento, siempre bebiendo;

viste de malla y no tintinea.

Se ahoga en el desierto,

y cree que una isla

es una montaña;

y una fuente,

una ráfaga.

¡Tan bruñido y tan bello!

¡Qué alegría encontrarlo!

Sólo tenemos un deseo:

¡que atrapemos un pez

jugoso y suculento!

Estas palabras no hicieron más que acrecentar la preocupación que acuciaba a Sam desde que supo que su amo iba a adoptar a Gollum como guía: el problema de la alimentación. No se le ocurrió que quizá también Frodo lo hubiera pensado, pero de que Gollum lo pensaba no le cabía ninguna duda. Quién sabe cómo y de qué se había alimentado durante sus largos vagabundeos solitarios. «No demasiado bien —se dijo Sam—. Parece un tanto famélico. Y no creo que, a falta de pescado, tenga demasiados escrúpulos en probar el sabor de los hobbits... en el caso de que nos sorprendiera dormidos. Pues bien, no nos sorprenderá: no a Sam Gamyi por cierto.»





Avanzaron a tientas por la oscura y sinuosa garganta durante un tiempo que a los fatigados pies de Frodo y Sam les pareció interminable. La garganta, luego de describir una curva a la izquierda, se volvía cada vez más ancha y menos profunda. Por fin el cielo empezó a clarear, pálido y gris, a las primeras luces del alba. Gollum, que hasta ese momento no había dado señales de fatiga, miró hacia arriba y se detuvo.

—El día se acerca —murmuró, como si el día pudiese oírlo y saltarle encima—. Sméagol se queda aquí. Yo me quedaré aquí y la Cara Amarilla no me verá.

—A nosotros nos alegraría ver el Sol —dijo Frodo—, pero también nos quedaremos: estamos demasiado cansados para seguir caminando.

—No es de sabios alegrarse de ver la Cara Amarilla —dijo Gollum—. Delata. Los hobbits buenos y razonables se quedarán con Sméagol. Orcos y bestias inmundas rondan por aquí. Ven desde muy lejos. ¡Quedaos y escondeos conmigo!

Los tres se instalaron al pie de la pared rocosa, preparándose a descansar. Allí la altura de la garganta era apenas mayor que la de un hombre, y en la base había unos bancos anchos y lisos de piedra seca; el agua corría por un canal al pie de la otra pared. Frodo y Sam se sentaron en una de las piedras, recostándose contra el muro de roca. Gollum chapoteaba y pataleaba en el arroyo.

—Necesitaríamos comer un bocado —dijo Frodo—. ¿Tienes hambre, Sméagol? Es poco lo que nos queda para compartir, pero te daremos lo que podamos.

Al oír la palabra hambreuna luz verdosa se encendió en los pálidos ojos de Gollum, que ahora parecían más saltones que nunca en el rostro flaco y macilento. Durante un momento les habló como antes.

—Estamos famélicos, sí, sí, famélicos, mi tesoro —dijo—. ¿Qué comen ellos? ¿Tienen buenos pescados? —Movía la lengua de lado a lado entre los afilados dientes amarillos, y se lamía los labios pálidos.

—No, no tenemos pescado —dijo Frodo—. No tenemos más que esto... —le mostró una galleta de lembas—... y también agua, si es que el agua de aquí se puede beber.

—Ssí, ssí, agua buena —dijo Gollum—. ¡Bebamos, bebamos, mientras sea posible! ¿Pero qué es lo que ellos tienen, mi tesoro? ¿Se puede masticar? ¿Es sabroso?

Frodo partió un trozo de galleta y se lo tendió envuelto en la hoja. Gollum olió la hoja, y un espasmo de asco y algo de aquella vieja malicia le torcieron la cara.

—¡Sméagol lo huele! —dijo—. Hojas del país élfico. ¡Puaj! Apestan. Se trepaba a esos árboles, y nunca más podía quitarse el olor de las manos, ¡mis preciosas manos!

Dejó caer la hoja, y mordisqueó un borde de la lembas. Escupió, y un acceso de tos le sacudió el cuerpo.

—¡Aj! ¡No! —farfulló echando baba—. Estáis tratando de ahogar al pobre Sméagol. Polvo y cenizas, eso él no lo puede comer. Se morirá de hambre. Pero a Sméagol no le importa. ¡Hobbits buenos! Sméagol prometió. Se morirá de hambre. No puede comer alimentos de hobbits. Se morirá de hambre. ¡Pobre Sméagol, tan flaco!

—Lo lamento —dijo Frodo—, pero no puedo ayudarte, creo. Pienso que este alimento te haría bien, si quisieras probarlo. Pero tal vez ni siquiera puedas probarlo, al menos por ahora.

Los hobbits mascaron sus lembasen silencio. A Sam de algún modo, le supieron mucho mejor que en los últimos días: el comportamiento de Gollum le había permitido descubrir nuevamente el sabor y la fragancia de las lembas. Pero no se sentía a gusto. Gollum seguía con la mirada el trayecto de cada bocado de la mano a la boca, como un perro famélico que espera junto a la silla del que come. Sólo cuando los hobbits terminaron y se preparaban a descansar, se convenció al parecer de que no tenían manjares ocultos para compartir. Entonces se alejó, se sentó a solas a algunos pasos de distancia, y lloriqueó.

—¡Escuche! —le murmuró Sam a Frodo, no en voz demasiado baja; en realidad no le importaba que Gollum lo oyera o no—. Necesitamos dormir un poco; pero no los dos al mismo tiempo con este malvado hambriento en las cercanías. Con promesa o sin promesa, Sméagol o Gollum, no va a cambiar de costumbres de la noche a la mañana, eso se lo aseguro. Duerma usted, señor Frodo, y lo llamaré cuando se me cierren los ojos. Haremos guardias, como antes, mientras él ande suelto.

—Puede que tengas razón, Sam —dijo Frodo hablando abiertamente—. Ha habido un cambio en él, pero de qué naturaleza y profundidad, no lo sé todavía con certeza. A pesar de todo, creo sinceramente que no hay nada que temer... por el momento. De cualquier manera, monta guardia si quieres. Déjame dormir un par de horas, no más, y luego llámame.

Tan cansado estaba Frodo que la cabeza le cayó sobre el pecho, y no bien hubo terminado de hablar, se quedó dormido. Al parecer, Gollum no sentía ya ningún temor. Se hizo un ovillo, y no tardó en dormirse, indiferente a todo. Pronto se lo oyó respirar suave y acompasadamente, silbando apenas entre los dientes apretados, pero yacía inmóvil como una piedra. Al cabo de un rato, temiendo dormirse también él si seguía escuchando la respiración de sus dos compañeros, Sam se levantó y pellizcó ligeramente a Gollum. Las manos de Gollum se desenroscaron y se crisparon, pero no hizo ningún otro movimiento. Sam se agachó y dijo pessscadojunto al oído de Gollum, mas no hubo ninguna reacción, ni siquiera un sobresalto en la respiración de Gollum.