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Frodo tardó un poco más en seguir a Sam. Se había asegurado la cuerda a la cintura, y la había recogido manteniéndola siempre tensa; quería evitar en lo posible el riesgo de una caída; no tenía la fe ciega de Sam en aquella delgada cuerda gris. Sin embargo en dos sitios tuvo que confiar enteramente en ella: dos superficies tan lisas que ni sus vigorosos dedos de hobbit encontraron apoyo, y la distancia entre una cornisa y otra era demasiado grande. Pero al fin también él llegó abajo.

—¡Albricias! ¡Lo conseguimos! ¡Hemos escapado de Emyn Muil! ¿Y ahora? Quizá pronto estemos suspirando por pisar otra vez una buena roca dura.

Sam no contestó: tenía los ojos fijos en el acantilado.

—¡Pampirolón! —dijo Sam—. ¡Estúpido! ¡Mi tan hermosa cuerda! Ha quedado allá amarrada a un tocón y nosotros aquí abajo. Mejor escalera no podíamos dejarle a ese fisgón de Gollum. ¡Es casi como si hubiéramos puesto aquí un letrero, indicándole qué camino hemos tomado! Ya me parecía que todo era demasiado fácil.

—Si se te ocurre cómo hubiéramos podido bajar por la cuerda y al mismo tiempo traerla con nosotros, entonces puedes pasarme a mí el pampirolón o cualquier otro epíteto de esos que te endilgaba tu compadre —dijo Frodo—. ¡Sube, desátala y baja, si quieres!

Sam se rascó la cabeza.

—No, no veo cómo, con el perdón de usted —dijo—. Pero no me gusta dejarla, por supuesto. —Acarició el extremo de la cuerda y la sacudió levemente—. Me cuesta separarme de algo que traje del país de los Elfos. Hecha por Galadriel en persona, tal vez. Galadriel —murmuró meneando tristemente la cabeza. Miró hacia arriba y tironeó por última vez de la cuerda como despidiéndose.

Ante el asombro total de los dos hobbits, la cuerda se soltó. Sam cayó de espaldas, y las largas espirales grises se deslizaron silenciosamente sobre él. Frodo se echó a reír.

—¿Quién aseguró la cuerda? —dijo—. ¡Menos mal que aguantó hasta ahora! ¡Pensar que confié a tu nudo todo mi peso!

Sam no se reía.

—Quizá yo no sea muy ducho en eso de escalar montañas, señor Frodo —dijo con aire ofendido—, pero de cuerdas y nudos algo sé. Me viene de familia, por así decir. Mi abuelo, y después de él mi tío Andy, el hermano mayor del Tío, tuvo durante muchos años una cordelería cerca de Campo del Cordelero. Y nadie hubiera podido atar a este tocón un nudo más seguro que el mío, en la Comarca o fuera de ella.

—Entonces la cuerda ha tenido que romperse... al rozar contra el borde de la roca, supongo —dijo Frodo.

—¡Apuesto a que no! —dijo Sam en un tono aún más ofendido. Se agachó y examinó los dos cabos—. No, no me equivoco. ¡Ni una sola hebra!

—Entonces me temo que haya sido el nudo —dijo Frodo.

Sam sacudió la cabeza sin responder. Se pasaba la cuerda entre los dedos, pensativo.





—Como quiera, señor Frodo —dijo por último—, pero para mí la cuerda se soltó sola... cuando yo la llamé. —La enrolló y la guardó cariñosamente.

—Que bajó no puede negarse —dijo Frodo—, y eso es lo que importa. Pero ahora hemos de pensar cuál será nuestro próximo paso. Pronto caerá la noche. ¡Qué hermosas están las estrellas, y la Luna!

—Regocijan el corazón, ¿verdad? —dijo Sam mirando al cielo—. Son élficas, de alguna manera. Y la Luna está en creciente. Con este tiempo nuboso, hacía un par de noches que no la veíamos; ya da mucha luz.

—Sí —dijo Frodo—, pero no parece prudente que nos internemos en las ciénagas a la luz de una media luna.

Al amparo de las primeras sombras de la noche iniciaron una nueva etapa del viaje. Al cabo de un rato Sam volvió la cabeza y escudriñó el camino que acababan de recorrer. La boca de la garganta era como una fisura en la pared rocosa.

—Me alegra haber recuperado la cuerda..., mucho —dijo—. En todo caso ese malandrín se encontrará con un pequeño enigma difícil de resolver. ¡Que intente bajar por las cornisas con esos inmundos pies planos!

Avanzaron con precaución alejándose del pie del acantilado, a través de un desierto de guijarros y piedras ásperas, húmedas y resbaladizas por la lluvia. El terreno aún descendía abruptamente. Habían recorrido un corto trecho cuando se encontraron de pronto ante una fisura negra que les interceptaba el camino. No era demasiado ancha, pero sí lo suficiente para que no se atrevieran a saltar en la penumbra. Creyeron oír un gorgoteo de agua en el fondo. A la izquierda la fisura se curvaba hacia el norte, hacia las colinas, cerrándoles así el paso, por lo menos mientras durase la oscuridad.

—Será mejor que busquemos una salida por el sur a lo largo del acantilado —dijo Sam—. Tal vez encontremos un recoveco, o una caverna, o algo así.

—Creo que tienes razón —dijo Frodo—. Estoy cansado y no me siento con fuerzas para seguir arrastrándome entre las piedras esta noche... aunque odio retrasarme todavía más. Ojalá tuviésemos por delante una senda clara: en ese caso seguiría hasta que ya no me dieran las piernas.

Avanzar a lo largo de las faldas escabrosas de Emyn Muil no fue más fácil para los hobbits. Ni Sam encontró un rincón o un hueco en que cobijarse: sólo pendientes desnudas y pedregosas bajo la mirada amenazante del acantilado, que ahora volvía a elevarse, más alto y vertical. Por fin, extenuados, se dejaron caer en el suelo al abrigo de un peñasco, no lejos del pie del acantilado. Allí se quedaron algún tiempo, taciturnos, acurrucados uno contra otro en la noche fría e inclemente, luchando contra el sueño que los iba venciendo. La luna subía ahora alta y clara. El débil resplandor blanco iluminaba las caras de las rocas y bañaba las paredes frías y amenazadoras del acantilado, transformando la vasta e inquietante oscuridad en un gris pálido y glacial estriado de sombras negras.

—¡Bueno! —dijo Frodo, poniéndose de pie y arrebujándose en la capa—. Tú, Sam, duerme un poco y toma mi manta. Mientras tanto yo caminaré de arriba abajo y vigilaré. —De pronto se irguió, muy tieso; en seguida se agachó y tomó a Sam por el brazo—. ¿Qué es eso? —murmuró—. Mira, allá arriba, en el acantilado.

Sam miró y contuvo el aliento.

—¡Sss! —susurró—. Ya está ahí. ¡Es ese Gollum! ¡Sapos y culebras! ¡Y pensé que lo habíamos despistado con nuestra pequeña hazaña! ¡Mírelo! ¡Arrastrándose por la pared como una araña horrible!

A lo largo de una cara del precipicio, que parecía casi lisa a la pálida luz de la luna, una pequeña figura negra se desplazaba con los miembros delgados extendidos sobre la roca. Quizás aquellos pies y manos blandos y prensiles encontraban fisuras y asideros que ningún hobbit hubiera podido ver o utilizar, pero parecía deslizarse sobre patas pegajosas, como un gran insecto merodeador de alguna extraña especie. Y bajaba de cabeza, como si viniera olfateando el camino. De tanto en tanto levantaba el cráneo lentamente, haciéndolo girar sobre el largo pescuezo descarnado, y los hobbits veían entonces dos puntos pálidos, dos ojos, que parpadeaban un instante a la luz de la luna y en seguida volvían a ocultarse.