Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 66 из 128

—Quiero que haya paz —dijo por fin Théoden con la voz pastosa y hablando con un esfuerzo. Varios de los Jinetes prorrumpieron en gritos de júbilo. Théoden levantó la mano—. Sí, quiero paz — dijo ahora con voz clara—, y la tendremos cuando tú y todas tus obras hayan perecido, y las obras de tu amo tenebroso a quien pensabas entregarnos. Eres un embustero, Saruman, y un corruptor de corazones. Me tiendes la mano, y yo sólo veo un dedo de la guerra de Mordor. ¡Cruel y frío! Aun cuando tu guerra contra mí fuese justa (y no lo era, porque así fueses diez veces más sabio no tendrías derecho a gobernarme a mí y a los míos para tu propio beneficio), aun así, ¿cómo justificas las antorchas del Folde Oeste y los niños que allí murieron? Y lapidaron el cuerpo de Háma ante las puertas de Cuernavilla, después de darle muerte. Cuando te vea en tu ventana colgado de una horca, convertido en pasto de tus propios cuervos, entonces haré la paz contigo y con Orthanc. He hablado en nombre de la Casa de Eorl. Soy tal vez un heredero menor de antepasados ilustres, pero no necesito lamerte la mano. Búscate otros a quienes embaucar. Aunque me temo que tu voz haya perdido su magia.

Los Jinetes miraban a Théoden estupefactos, como si despertaran sobresaltados de un sueño. Áspera como el graznido de un cuervo viejo les sonaba la voz del rey después de la música de Saruman. Por un momento Saruman no pudo disimular la cólera que lo dominaba. Se inclinó sobre la barandilla como si fuese a golpear al rey con su bastón. Algunos creyeron ver de pronto una serpiente que se enroscaba para atacar.

—¡Horcas y cuervos! —siseó Saruman, y todos se estremecieron ante aquella horripilante transformación—. ¡Viejo chocho! ¿Qué es la Casa de Eorl sino un cobertizo hediondo donde se embriagan unos cuantos bandidos, mientras la prole se arrastra por el suelo entre los perros? Durante demasiado tiempo se han salvado de la horca. Pero el nudo corredizo se aproxima, lento al principio, duro y estrecho al final. ¡Colgaos, si así lo queréis! —La voz volvió a cambiar, a medida que Saruman conseguía dominarse—. No sé por qué he tenido la paciencia de hablar contigo. Porque no te necesito, ni a ti ni a tu pandilla de cabalgadores, tan rápidos para huir como para avanzar, Théoden Señor de Caballos. Tiempo atrás te ofrecí una posición superior a tus méritos y a tu inteligencia. Te la he vuelto a ofrecer, para que aquellos a quienes llevas por el mal camino puedan ver claramente el que tú elegiste. Tú me respondes con bravuconadas e insultos. Que así sea. ¡Vuélvete a tu choza!

”¡Pero tú, Gandalf! De ti al menos me conduelo, compadezco tu vergüenza. ¿Cómo puedes soportar semejante compañía? Porque tú eres orgulloso, Gandalf, y no sin razón, ya que tienes un espíritu noble y ojos capaces de ver lo profundo y lejano de las cosas. ¿Ni aun ahora querrás escuchar mis consejos?

Gandalf hizo un movimiento y alzó los ojos.

—¿Qué puedes decirme que no me hayas dicho en nuestro último encuentro? —preguntó—. ¿O tienes acaso cosas de que retractarte?

Saruman tardó un momento en responder.

—¿Retractarme dices? —murmuró, como perplejo—. ¿Retractarme? Intenté aconsejarte por tu propio bien, pero tú apenas escuchabas. Eres orgulloso y no te gustan los consejos, teniendo como tienes tu propia sabiduría. Pero en aquella ocasión te equivocaste, pienso, tergiversando mis propósitos.

”En mi deseo de persuadirte, temo haber perdido la paciencia; y lo lamento de veras. Porque no abrigaba hacia ti malos sentimientos; ni tampoco los tengo ahora, aunque hayas vuelto en compañía de gente violenta e ignorante. ¿Por qué habría de tenerlos? ¿Acaso no somos los dos miembros de una alta y antigua orden, la más excelsa de la Tierra Media? Nuestra amistad sería muy provechosa para ambos. Aún podríamos emprender juntos muchas cosas, para curar los males que aquejan al mundo. ¡Lleguemos a un acuerdo entre nosotros, y olvidemos para siempre a esta gente inferior! ¡Que ellos acaten nuestras decisiones! Por el bien común estoy dispuesto a renegar del pasado, y a recibirte. ¿No quieres que deliberemos? ¿No quieres subir?





Tan grande fue el poder de la voz de Saruman en este último esfuerzo que ninguno de los que escuchaban permaneció impasible. Pero esta vez el sortilegio era de una naturaleza muy diferente. Estaban oyendo el tierno reproche de un rey bondadoso a un ministro equivocado aunque muy querido. Pero se sentían excluidos, como si escucharan detrás de una puerta palabras que no les estaban destinadas: niños malcriados o sirvientes estúpidos que oían a hurtadillas las conversaciones ininteligibles de los mayores, y se preguntaban inquietos de qué modo podrían afectarlos. Los dos interlocutores estaban hechos de una materia más noble: eran venerables y sabios. Una alianza entre ellos parecía inevitable. Gandalf subiría a la torre, a discutir en las altas estancias de Orthanc problemas profundos, incomprensibles para ellos. Las puertas se cerrarían, y ellos quedarían fuera, esperando a que vinieran a imponerles una tarea o un castigo. Hasta en la mente de Théoden apareció el pensamiento, como la sombra de una duda: «Nos traicionará, nos abandonará... y nada ya podrá salvarnos».

De pronto Gandalf se echó a reír. Las fantasías se disiparon como una nubecilla de humo.

—¡Saruman, Saruman! —dijo Gandalf sin dejar de reír—. Saruman, erraste tu oficio en la vida. Tendrías que haber sido bufón de un rey, y ganarte el pan, y también los magullones, imitando a sus consejeros. ¡Ah, pobre de mí! —Hizo una pausa y dejó de reír—. ¿Un entendimiento entre nosotros? Temo que nunca llegues a entenderme. Pero yo te entiendo a ti, Saruman, y demasiado bien. Conservo de tus argucias y de tus actos un recuerdo mucho más claro de lo que tú imaginas. La última vez que te visité, eras el carcelero de Mordor, y allí ibas a enviarme. No, el visitante que escapó por el techo, lo pensará dos veces antes de volver a entrar por la puerta. No, no creo que suba. Pero escucha, Saruman, ¡por última vez! ¿Por qué no bajas tú? Isengard ha demostrado ser menos fuerte que en tus deseos y tu imaginación. Lo mismo puede ocurrir con otras cosas en las que aún confías. ¿No te convendría alejarte de aquí por algún tiempo? ¿Dedicarte a algo distinto, quizá? ¡Piénsalo bien, Saruman! ¿No quieres bajar?

Una sombra pasó por el rostro de Saruman; en seguida se puso mortalmente pálido. Antes que pudiese ocultarse, todos vieron a través de la máscara la angustia de una mente confusa, a quien repugnaba la idea de quedarse y temerosa a la vez de abandonar aquel refugio. Titubeó un segundo apenas, y todo el mundo contuvo el aliento. Luego Saruman habló, con una voz fría y estridente. El orgullo y el odio lo dominaban otra vez.

—¿Si quiero bajar? —dijo, burlón—. ¿Acaso un hombre inerme baja a hablar puertas afuera con los ladrones? Te oigo perfectamente bien desde aquí. No soy ningún tonto, y no confío en ti, Gandalf. Los demonios salvajes del bosque no están aquí a la vista, en la escalera, pero sé dónde se ocultan, esperando tus órdenes.

—Los traidores siempre son desconfiados —respondió Gandalf con cansancio—. Pero no tienes que temer por tu pellejo. No deseo matarte, ni lastimarte, como bien lo sabrías, si en verdad me comprendieses. Y mis poderes te protegerían. Te doy una última oportunidad. Puedes irte de Orthanc, en libertad... si lo deseas.

—Esto me suena bien —dijo con ironía Saruman—. Muy típico de Gandalf el Gris; tan condescendiente, tan generoso. No dudo que te sentirías a tus anchas en Orthanc, y que mi partida te convendría. Pero, ¿por qué yo querría partir? ¿Y qué significa para ti «en libertad»? Habrá condiciones, supongo.