Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 49 из 128

De pronto un clamor llegó desde atrás, desde el Abismo. Los orcos se habían escabullido como ratas hacia el canal. Allí, al amparo de los peñascos, habían esperado a que el ataque creciera y que la mayoría de los defensores estuviese en lo alto del muro. En ese momento cayeron sobre ellos. Ya algunos se habían arrojado a la garganta del Abismo y estaban entre los caballos, luchando con los guardias.

Con un grito feroz cuyo eco resonó en los riscos vecinos, Gimli saltó del muro.

Khazâd! Khazâd!—Pronto tuvo en qué ocuparse—. ¡Ai-oi! —gritó—. ¡Los orcos están detrás del muro! ¡Ai-oi! Ven aquí, Legolas. ¡Hay bastante para los dos! Khazâd ai-mênu!

Gamelin el Viejo observaba desde lo alto de Cuernavilla, y escuchaba por encima del tumulto la poderosa voz del Enano.

—¡Los orcos están en el Abismo! —gritó—. ¡Helm! ¡Helm! ¡Adelante, Helmingas! —mientras bajaba a saltos la escalera del Peñón, seguido por numerosos hombres del Folde Oeste.

El ataque fue tan feroz como súbito, y los orcos perdieron terreno. Arrinconados en los angostos desfiladeros de la garganta, todos fueron muertos, o cayeron aullando al precipicio frente a los guardias de las cavernas ocultas.

—¡Veintiuno! —exclamó Gimli. Blandió el hacha con ambas manos y el último orco cayó tendido a sus pies ¡Ahora mi haber supera otra vez al de Maese Legolas!

—Hemos de cerrar esta cueva de ratas —dijo Gamelin—. Se dice que los Enanos son diestros con las piedras. ¡Ayúdanos, maestro!

—Nosotros no tallamos la piedra con hachas de guerra, ni con las uñas —dijo Gimli—. Pero ayudaré tanto como pueda.

Juntaron todos los guijarros y cantos rodados que encontraron en las cercanías, y bajo la dirección de Gimli los hombres del Folde Oeste bloquearon la parte interior del canal, dejando sólo una pequeña abertura. Asfixiada en su lecho, la Corriente del Bajo, crecida por la lluvia, se agitó y burbujeó, y se expandió entre los peñascos en frías lagunas.

—Está más seco allá arriba —dijo Gimli—. ¡Ven, Gamelin, veamos cómo marchan las cosas sobre la muralla!

Trepó al adarve y allí encontró a Legolas en compañía de Aragorn y Éomer. El Elfo estaba afilando el largo puñal. Había ahora una breve tregua en el combate, pues el intento de atacar desde el agua había sido frustrado.

—¡Veintiuno! —dijo Gimli.

—¡Magnífico! —dijo Legolas—. Pero ahora mi cuenta asciende a dos docenas. Aquí arriba han trabajado los puñales.

Éomer y Aragorn se apoyaban extenuados en las espadas. A lo lejos, a la izquierda, el fragor y el clamor de la batalla volvían a elevarse en el Peñón. Pero Cuernavilla se mantenía aún intacta, como una isla en el mar. Las puertas estaban en ruinas, aunque ningún enemigo había traspuesto todavía la barricada de vigas y piedras.

Aragorn contemplaba las pálidas estrellas y la luna que declinaba ahora por detrás de las colinas occidentales que cerraban el valle.





—Esta noche es larga como años —dijo—. ¿Cuánto tardará en llegar el día?

—El amanecer no está lejos —dijo Gamelin, que había subido al adarve y se encontraba ahora al lado de Aragorn—. Pero la luz del día no habrá de ayudarnos, me temo.

—Sin embargo, el amanecer es siempre una esperanza para el hombre —dijo Aragorn.

—Pero estas criaturas de Isengard, estos semiorcos y hombres-bestiales fabricados por las artes inmundas de Saruman, no retrocederán a la luz del sol —dijo Gamelin—. Tampoco lo harán los montañeses salvajes. ¿No oyes ya sus voces?

—Las oigo —respondió Éomer—, pero a mis oídos no son otra cosa que griteríos de pájaros y alaridos de bestias.

—Sin embargo, hay muchos que gritan en la lengua de las Tierras Brunas —dijo Gamelin—. Yo la conozco. Es una antigua lengua de los hombres, y en otros tiempos se hablaba en muchos de los valles occidentales de la Marca. ¡Escucha! Nos odian, y están contentos; pues nuestra perdición les parece segura. «¡El rey, el rey! —gritan—. ¡Capturaremos al rey! ¡Muerte para los Forgoil! ¡Muerte para los Cabeza-de-Paja! ¡Muerte para los ladrones del Norte!» Ésos son los nombres que nos dan. No han olvidado en medio milenio la ofensa que les infligieran los Señores de Gondor al otorgar la Marca a Eorl el Joven y aliarse con él. Saruman ha inflamado este antiguo odio. Y son feroces cuando se excitan. No los detendrán las luces del alba ni las sombras del crepúsculo, hasta que hayan tomado prisionero a Théoden, o ellos mismos hayan sucumbido.

—A pesar de todo a mí el amanecer me llena de esperanzas —dijo Aragorn—. ¿No se dice acaso que ningún enemigo tomó jamás Cuernavilla, cuando la defendieron los hombres?

—Así dicen las canciones —dijo Éomer.

—¡Entonces defendámosla y confiemos! —exclamó Aragorn.

Hablaban aún cuando las trompetas resonaron otra vez. Hubo un estallido atronador, una brusca llamarada, y humo. Las aguas de la Corriente del Bajo se desbordaron siseando en burbujas de espuma. Un boquete acababa de abrirse en el muro y ya nada podía contenerlas. Una horda de formas oscuras irrumpió como un oleaje.

—¡Brujerías de Saruman! —exclamó Aragorn—. Mientras nosotros conversábamos volvieron a meterse en el agua. ¡Han encendido bajo nuestros pies el fuego de Orthanc! ¡Elendil, Elendil!—gritó saltando al foso; pero ya había un centenar de escalas colgadas de las almenas. Desde arriba y desde abajo del muro se lanzó el último ataque: demoledor como una ola oscura sobre una duna, barrió a los defensores. Algunos de los Jinetes, obligados a replegarse más y más sobre el Abismo, caían peleando, mientras retrocedían hacia las cavernas oscuras. Otros volvieron directamente a la ciudadela.

Una ancha escalera subía del Abismo al Peñón y a la poterna de Cuernavilla. Casi al pie de esa escalera se erguía Aragorn. Andúril le centelleaba aún en la mano, y el terror de la espada arredró todavía un momento al enemigo, mientras los hombres que podían llegar a la escalera subían uno a uno hacia la puerta. Detrás, arrodillado en el peldaño más alto, estaba Legolas. Tenía el arco preparado, pero sólo había rescatado una flecha, y ahora espiaba, listo para dispararla sobre el primer orco que se atreviera a acercarse.

—Todos los que han podido escapar están ahora a salvo, Aragorn —gritó—. ¡Volvamos!

Aragorn giró sobre sus talones y se lanzó escaleras arriba, pero el cansancio le hizo tropezar y caer. Sin perder un instante, los enemigos se precipitaron a la escalera. Los orcos subían vociferando, extendiendo los largos brazos para apoderarse de Aragorn. El que iba a la cabeza cayó con la última flecha de Legolas atravesada en la garganta, pero eso no detuvo a los otros. De pronto, un peñasco enorme, lanzado desde el muro exterior, se estrelló en la escalera, arrojándolos otra vez al Abismo. Aragorn ganó la puerta, que al instante se cerró tras él con un golpe.