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—¡Que te proteja bien! —le dijo Théoden—. Fue forjado para mí en los tiempos de Thengel, cuando era aún un niño.

Gimli hizo una reverencia. —Me enorgullezco, Señor de la Marca, de llevar vuestra divisa —dijo—. A decir verdad, quisiera ser yo quien llevara un caballo, y no que un caballo me lleve a mí. Prefiero mis piernas. Pero quizá haya un sitio donde pueda combatir de pie.

—Es probable que así sea —dijo Théoden.

El rey se levantó, y al instante se adelantó Éowyn trayendo el vino. — Ferthu Théoden hal!—dijo—. Recibid esta copa y bebed en esta hora feliz. ¡Que la salud os acompañe en la ida y el retorno!

Théoden bebió de la copa, y Éowyn la ofreció entonces a los invitados. Al llegar a Aragorn se detuvo y lo miró, y le brillaron los ojos. Y Aragorn contempló el bello rostro, y le sonrió; pero cuando tomó la copa, rozó la mano de la joven, y sintió que ella temblaba.

—¡Salve, Aragorn hijo de Arathorn! —dijo Éowyn.

—Salve, Dama de Rohan —respondió él; pero ahora tenía el semblante demudado y ya no sonreía.

Cuando todos hubieron bebido, el rey cruzó la sala en dirección a las puertas. Allí lo esperaban los guardias, y los heraldos, y todos los señores y jefes que quedaban en Edoras y en los alrededores.

—¡Escuchad! Ahora parto, y ésta será quizá mi última cabalgata —dijo Théoden—. No tengo hijos. Théodred, mi hijo, ha muerto a manos de nuestros enemigos. A ti, Éomer, hijo de mi hermana, te nombro mi heredero. Y si ninguno de nosotros vuelve de esta guerra, elegid, a vuestro albedrío, un nuevo señor. Pero he de dejar al cuidado de alguien este pueblo que ahora abandono, para que lo gobierne en mi reemplazo. ¿Quién de vosotros desea quedarse?

Nadie respondió.

—¿No hay nadie a quien vosotros quisierais nombrar? ¿En quién confía mi pueblo?

—En la casa de Eorl —respondió Háma.

—Pero de Éomer no puedo prescindir, ni él tampoco querría quedarse —dijo el rey; y Éomer es el último de esta Casa.

—No he nombrado a Éomer —dijo Háma—. Y no es el último. Está Éowyn, hija de Éomund, la hermana de Éomer. Es valiente y de corazón magnánimo. Todos la aman. Que ella sea el Señor de Eorlingas en nuestra ausencia.

—Así será —dijo Théoden—. ¡Que los heraldos anuncien que la Dama Éowyn gobernará al pueblo!

Y el rey se sentó entonces en un sitial frente a las puertas, y Éowyn se arrodilló ante él para recibir una espada y una hermosa cota de malla.

—¡Adiós, hija de mi hermana! —dijo—. Sombría es la hora; pero quizá un día volvamos al Castillo de Oro. Sin embargo, en El Sagrario el pueblo podrá resistir largo tiempo, y si la suerte no nos es propicia, allí irán a buscar refugio todos los que se salven.

—No habléis así —respondió ella—. Cada día que pase esperando vuestro regreso será como un año para mí. —Pero mientras hablaba los ojos de Éowyn se volvían a Aragorn, que estaba de pie allí cerca.

—El rey regresará —dijo Aragorn—. ¡Nada temas! No es en el Oeste sino en el Este donde nos espera nuestro destino.





El rey bajó entonces la escalera con Gandalf a su lado. Los otros lo siguieron. Aragorn volvió la cabeza en el momento en que se encaminaban hacia la puerta. Allá, en lo alto de la escalera, de pie, sola delante de las puertas, estaba Éowyn, las manos apoyadas en la empuñadura de la espada clavada ante ella en el suelo. Ataviada ya con la cota de malla, resplandecía como la plata a la luz del sol.

Con el hacha al hombro, Gimli caminaba junto a Legolas.

—¡Bueno, por fin partimos! —dijo—. Cuánto necesitan hablar los hombres antes de decidirse. El hacha se impacienta en mis manos. Aunque no pongo en duda que estos Rohirrim tengan la mano dura cuando llega la ocasión, no creo que sea ésta la clase de guerra que a mí me conviene. ¿Cómo llegaré a la batalla? Ojalá pudiera ir a pie y no rebotando como un saco contra el arzón de la silla de Gandalf.

—Un lugar más seguro que muchos otros, diría yo —dijo Legolas—. Aunque sin duda Gandalf te bajará de buena gana cuando comiencen los golpes, o el mismo Sombragrís. Un hacha no es arma de caballero.

—Y un Enano no es un caballero. Querría cortar cabezas de orcos, no rasurar cueros cabelludos humanos —dijo Gimli palmoteando el mango del hacha.

En la puerta, encontraron una gran hueste de hombres, viejos y jóvenes, ya montados. Eran más de mil. Las lanzas en alto, semejaban un bosque naciente. Un potente y jubiloso clamor saludó la aparición de Théoden. Algunos hombres sujetaban el caballo del rey, Crinblanca, ya listo para la partida, y otros cuidaban las cabalgaduras de Aragorn y Legolas. Gimli estaba malhumorado, con el ceño fruncido, pero Éomer se le acercó, llevando el caballo por la brida.

—¡Salve, Gimli hijo de Glóin! —exclamó—. No he tenido tiempo para aprender a expresarme en un lenguaje más delicado, bajo tu guía como me prometiste. ¿Pero no será mejor que olvidemos nuestra querella? Al menos no volveré a hablar mal de la Dama del Bosque.

—Olvidaré mi ira, por un tiempo, Éomer hijo de Éomund —dijo Gimli—, pero si un día llegas a ver a la Dama Galadriel con tus propios ojos, tendrás que reconocerla como la más hermosa de las damas, o acabará nuestra amistad.

—¡Que así sea! —exclamó Éomer—. Pero hasta ese momento, perdóname, y en prueba de tu perdón cabalga conmigo en mi silla, te lo ruego. Gandalf marchará a la cabeza con el Señor de la Marca; pero Pies de Fuego, mi caballo, nos llevará a los dos, si tú quieres.

—Te lo agradezco de veras —dijo Gimli muy complacido—. Con todo gusto montaré contigo si Legolas, mi camarada, cabalga a nuestro lado.

—Así será —dijo Éomer—. Legolas a mi izquierda y Aragorn a mi diestra, ¡y nadie se atreverá a ponerse delante de nosotros!

—¿Dónde está Sombragrís? —preguntó Gandalf.

—Corriendo desbocado por los prados —le respondieron—. No deja que ningún hombre se le acerque. Allá va, por el vado, como una sombra entre los sauces.

Gandalf silbó y llamó al caballo por su nombre, y el animal levantó la cabeza y relinchó; y en seguida, volviéndose, corrió como una flecha hacia la hueste.

—Si el Viento del Oeste tuviera un cuerpo visible, así de veloz soplaría —dijo Éomer, mientras el caballo corría hasta detenerse delante del mago.

—Se diría que el regalo se ha entregado ya —dijo Théoden—. Pero, prestad oídos, todos los presentes. Aquí y ahora nombro a mi huésped Gandalf Capagrís, el más sabio de los consejeros, el más bienvenido de todos los vagabundos, un señor de la Marca, un jefe de los Eorlingas, mientras perdure nuestra dinastía; y le doy a Sombragrís, príncipe de caballos.

—Gracias, Rey Théoden —dijo Gandalf. Luego, de súbito, echó atrás la capa gris, arrojó a un lado el sombrero y saltó sobre la grupa del caballo. No llevaba yelmo ni cota de malla. Los cabellos de nieve le flotaban al viento, y las blancas vestiduras resplandecieron al sol con un brillo enceguecedor.