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—Hela aquí en la Lengua Común —dijo Aragorn—, en una versión aproximada.

¿Dónde están ahora el caballo y el caballero? ¿Dónde está el cuerno que sonaba?

¿Dónde están el yelmo y la coraza, y los luminosos cabellos flotantes?

¿Dónde están la mano en las cuerdas del arpa y el fuego rojo encendido?

¿Dónde están la primavera y la cosecha y la espiga alta que crece?

Han pasado como una lluvia en la montaña, como un viento en el prado;

los días han descendido en el oeste en la sombra de detrás de las colinas.

¿Quién recogerá el humo de la ardiente madera muerta,

o verá los años fugitivos que vuelven del mar?

”Así dijo una vez en Rohan un poeta olvidado, evocando la estatura y la belleza de Eorl el Joven, que vino cabalgando del Norte; y el corcel tenía alas en las patas; Felaróf, padre de caballos. Así cantan aún los hombres al anochecer.

Con estas palabras los viajeros dejaron atrás los silenciosos montículos. Siguiendo el camino que serpenteaba a lo largo de las estribaciones verdes llegaron al fin a las grandes murallas y a las puertas de Edoras, batidas por el viento.

Había allí muchos hombres sentados vestidos con brillantes cotas de malla, que en seguida se pusieron de pie y les cerraron el camino con las lanzas.

—¡Deteneos, extranjeros aquí desconocidos! —gritaron en la lengua de los Jinetes de la Marca, y preguntaron los nombres y el propósito de los extranjeros. Parecían bastante sorprendidos, pero no eran amables; y echaban miradas sombrías a Gandalf.

—Yo entiendo bien lo que decís —respondió en la misma lengua—, pero pocos extranjeros pueden hacer otro tanto. ¿Por qué entonces no habláis en la Lengua Común, como es costumbre en el Oeste, si deseáis una respuesta?





—Es la voluntad del Rey Théoden que nadie franquee estas puertas, excepto aquellos que conocen nuestra lengua y son nuestros amigos —replicó uno de los guardias—. Nadie es bienvenido aquí en tiempos de guerra sino nuestra propia gente, y aquellos que vienen a Mundburgo en el país de Gondor. ¿Quiénes sois vosotros que venís descuidadamente por el llano con tan raras vestiduras, montando caballos parecidos a los nuestros? Hace tiempo que montamos guardia aquí y os hemos observado desde lejos. Nunca hemos visto unos jinetes tan extraños, ni ningún caballo tan arrogante como ese que traéis. Es uno de los Mearas, si los ojos no nos engañan por algún encantamiento. Decidme, ¿no seréis un mago, algún espía de Saruman, o alguna fabricación ilusoria? ¡Hablad, rápido!

—No somos fantasmas —dijo Aragorn—, ni os engañan los ojos. Pues estos que cabalgamos son en verdad caballos vuestros, como ya sabíais sin duda antes de preguntar. Pero es raro que un ladrón vuelva al establo. Aquí están Hasufel y Arod, que Éomer, el Tercer Mariscal de la Marca, nos prestó hace sólo dos días. Los traemos de vuelta, como se lo prometimos. ¿No ha vuelto entonces Éomer y no ha anunciado nuestra llegada?

Una sombra de preocupación asomó a los ojos del guardia.

—De Éomer nada tengo que decir —respondió—. Si lo que me contáis es cierto, entonces es casi seguro que Théoden estará ya enterado. Quizá algo se supiera de vuestra venida. No hace más de dos noches Lengua de Serpiente vino a visitarnos y nos dijo que por voluntad de Théoden no se permitiría la entrada de ningún extranjero.

—¿Lengua de Serpiente? —dijo Gandalf escrutando el rostro del guardia—. ¡No digas más! No vengo a ver a Lengua de Serpiente sino al mismísimo Señor de la Marca. Tengo prisa. ¿No irás o mandarás decir que hemos venido? —Los ojos del mago centellearon bajo las cejas espesas mientras se inclinaba a mirar al hombre.

—Sí, iré —dijo el guardia lentamente—. Pero ¿qué nombres he de anunciar? ¿Y qué diré de vos? Parecéis ahora más viejo y cansado, pero yo diría que por debajo sois implacable y severo.

—Bien ves y hablas —dijo el mago—. Pues yo soy Gandalf. He vuelto. ¡Y mirad! También traigo de vuelta un caballo. He aquí a Sombragrís el Grande, que ninguna otra mano pudo domar. Y aquí a mi lado está Aragorn hijo de Arathorn, heredero de Reyes, y que va a Mundburgo. He aquí también a Legolas el Elfo y Gimli el Enano, nuestros camaradas. Ve ahora y dile a tu amo que estamos a las puertas de Edoras y que quisiéramos hablarle, si nos permite entrar en el castillo.

—¡Raros nombres los vuestros, en verdad! Pero informaré como me pedís, y veremos cuál es la voluntad de mi señor —dijo el guardia—. Esperad aquí un momento, y os traeré la respuesta que a él le plazca. ¡No tengáis muchas esperanzas! Éstos son en verdad tiempos oscuros. —Se alejó rápidamente, ordenando a los otros guardias que vigilaran de cerca a los extranjeros. Al cabo de un rato, el guardia volvió.

—¡Seguidme! —dijo—. Théoden os permite entrar, pero antes tenéis que dejar en el umbral cualquier arma que llevéis, aunque sea una vara. Los centinelas las cuidarán.

Se abrieron de par en par las grandes puertas oscuras. Los viajeros entraron, marchando en fila detrás del guía. Vieron un camino ancho recubierto de piedras talladas, que ahora subía serpenteando o trepaba en cortos tramos de escalones bien dispuestos. Dejaron atrás numerosas casas de madera y numerosas puertas oscuras. A la vera del camino corría entre las piedras, centelleando y murmurando, un arroyo límpido. Llegaron por fin a la cresta de la colina. Vieron allí una plataforma alta que se elevaba por encima de una terraza verde a cuyo pie brotaba, de una piedra tallada en forma de cabeza de caballo, un manantial claro; y más abajo una gran cuenca desde donde el agua se vertía para ir a alimentar el arroyo. Una ancha y alta escalinata de piedra subía a la terraza, y a cada lado del último escalón había sitiales tallados en la piedra. En ellos estaban sentados otros guardias, las espadas desnudas sobre las rodillas. Los cabellos dorados les caían en trenzas sobre los hombros y un sol blasonaba los escudos verdes; las largas corazas bruñidas resplandecían, y cuando se pusieron de pie parecieron de estatura más alta que los hombres mortales.

—Ya estáis frente a las puertas —les dijo el guía—. Yo he de regresar a la puerta. Adiós. ¡Y que el Señor de la Marca os sea benévolo!

Dio media vuelta y se alejó rápidamente camino abajo.

Los viajeros subieron la larga escalera, bajo la mirada vigilante de los guardias, que permanecieron de pie en silencio hasta el momento en que Gandalf puso el pie en la terraza pavimentada. Entonces, de pronto, con voz clara, pronunciaron una frase de bienvenida en la lengua de los Jinetes.

—Salve, extranjeros que venís de lejos —dijeron, volviendo hacia los viajeros la empuñadura de las espadas en señal de paz. Las gemas verdes centellearon al sol. Luego uno de los hombres se adelantó y les habló en la Lengua Común.