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—No —dijo en voz baja—, está ahora fuera de nuestro alcance. Alegrémonos de esto al menos. El Anillo ya no puede tentarnos. Tendremos que descender a enfrentar un riesgo que es casi desesperado; pero el peligro mortal ha sido suprimido.

Se volvió a Aragorn.

—¡Vamos, Aragorn hijo de Arathorn! —dijo Gandalf—. No lamentes tu elección en el valle de Emyn Muil, ni hables de una persecución vana. En la duda elegiste el camino que te parecía bueno; la elección fue justa, y ha sido recompensada. Pues nos hemos reencontrado a tiempo, y de otro modo nos hubiésemos reencontrado demasiado tarde. Pero la busca de tus compañeros ha concluido. La continuación de tu viaje está señalada por la palabra que diste. Tienes que ir a Edoras y buscar a Théoden. Pues te necesitan. La luz de Andúril ha de descubrirse ahora en la batalla por la que ha esperado durante tanto tiempo. Hay guerra en Rohan, y un mal todavía peor; la desgracia amenaza a Théoden.

—¿Entonces ya no veremos otra vez a esos alegres y jóvenes hobbits? —preguntó Legolas.

—No diría eso —respondió Gandalf—. ¿Quién sabe? Tened paciencia. Id a donde tenéis que ir, ¡y confiad! ¡A Edoras! Yo iré con vosotros.

—Es un largo camino para que un hombre lo recorra a pie, joven o viejo —le dijo Aragorn—. Temo que la batalla termine mucho antes de que lleguemos.

—Ya se verá, ya se verá —dijo Gandalf—. ¿Vendréis ahora conmigo?

—Sí, partiremos juntos —dijo Aragorn—, pero no dudo de que tú podrías llegar allí antes que yo, si lo quisieras.

Se incorporó y observó largamente a Gandalf. Los otros los miraron en silencio, mientras estaban allí de pie, enfrentándose. La figura gris del Hombre, Aragorn hijo de Arathorn, era alta, y rígida como la piedra, con la mano en la empuñadura de la espada; parecía un rey que hubiese salido de las nieblas del mar a unas costas donde vivían unos hombres menores. Ante él se erguía la vieja figura, blanca, brillante como si alguna luz le ardiera dentro, inclinada, doblada por los años, pero dueña de un poder que superaba la fuerza de los reyes.

—¿No digo acaso la verdad, Gandalf? —dijo Aragorn al fin—. ¿No podrías ir a cualquier sitio más rápido que yo si así lo quisieras? Y digo esto también: eres nuestro capitán y nuestra bandera. El Señor Oscuro tiene Nueve. Pero nosotros tenemos Uno, más poderoso que ellos: el Caballero Blanco. Ha pasado por las pruebas del fuego y el abismo, y ellos le temerán. Iremos a donde él nos conduzca.

—Sí, juntos te seguiremos —dijo Legolas—. Pero antes me aliviarías el corazón, Gandalf, si nos dijeras qué te ocurrió en Moria. ¿Nos lo dirás? ¿No puedes demorarte ni siquiera para decirles a tus amigos cómo te libraste?

—Me he demorado ya demasiado —respondió Gandalf—. El tiempo es corto. Pero aunque dispusiésemos de un año, no os lo diría todo.

—¡Entonces dinos lo que quieras, y lo que el tiempo permita! —dijo Gimli—. ¡Vamos, Gandalf, dinos cómo enfrentaste al Balrog!





—¡No lo nombres! —exclamó Gandalf, y durante un momento pareció que una nube de dolor le pasaba por la cara, y se quedó silencioso, y pareció viejo como la muerte—. Mucho tiempo caí —dijo al fin, lentamente, como recordando con dificultad—. Mucho tiempo caí, y él cayó conmigo. El fuego de él me envolvía, quemándome. Luego nos hundimos en un agua profunda y todo fue oscuro. El agua era fría como la marca de la muerte: casi me hiela el corazón.

—Profundo es el abismo que el Puente de Durin franquea —dijo Gimli— y nadie lo ha medido.

—Sin embargo, tiene un fondo, más allá de toda luz y todo conocimiento —dijo Gandalf—. Al fin llegué allí, a las más extremas fundaciones de piedra. Él estaba todavía conmigo. El fuego se le había apagado, pero ahora era una criatura de barro, más fuerte que una serpiente constrictora.

”Luchamos allá lejos bajo la tierra viviente, donde no hay cuenta del tiempo. Él me aferraba con fuerza y yo lo acuchillaba, hasta que por último él huyó por unos túneles oscuros. No fueron construidos por la gente de Durin, Gimli hijo de Glóin. Abajo, más abajo que las más profundas moradas de los Enanos, unas criaturas sin nombre roen el mundo. Ni siquiera Sauron las conoce. Son más viejas que él. Recorrí esos caminos, pero nada diré que oscurezca la luz del día. En aquella desesperanza, mi enemigo era la única salvación, y fui detrás de él, pisándole los talones. Terminó al fin por llevarme a los caminos secretos de Khazad-dûm: demasiado bien los conocía. Siempre subiendo fuimos así hasta que llegamos a la Escalera Interminable.

—Hace tiempo que no se sabe de ella —dijo Gimli—. Muchos pretenden que nunca existió sino en las leyendas, pero otros afirman que fue destruida.

—Existe, y no fue destruida —dijo Gandalf—. Desde el escondrijo más bajo a la cima más alta sube en una continua espiral de miles de escalones, hasta que sale al fin en la Torre de Durin labrada en la roca viva de Zirakzigil, el pico del Cuerno de Plata.

”Allí sobre el Celebdil una ventana solitaria se abre a la nieve, y ante ella se extiende un espacio estrecho, un área vertiginosa sobre las nieblas del mundo. El sol brilla fieramente en ese sitio, pero abajo todo está amortajado en nubes. Él salió fuera, y cuando llegué detrás, ya estaba ardiendo con nuevos fuegos. No había nadie allí que nos viera, aunque quizá cuando pasen los años habrá gentes que canten la Batalla de la Cima. —Gandalf rió de pronto—. ¿Pero qué dirán esas canciones? Aquellos que miraban de lejos habrán pensado que una tormenta coronaba la montaña. Se oyeron truenos, y hubo relámpagos, que estallaban sobre el Celebdil, y retrocedían quebrándose en lenguas de fuego. ¿No es bastante? Una gran humareda se alzó a nuestro alrededor, vapores y nubes. El hielo cayó como lluvia. Derribé a mi enemigo, y él cayó desde lo alto, golpeando y destruyendo el flanco de la montaña. Luego me envolvieron las tinieblas, y me extravié fuera del pensamiento y del tiempo, y erré muy lejos por sendas de las que nada diré.

”Desnudo fui enviado de vuelta, durante un tiempo, hasta que llevara a cabo mi trabajo. Y desnudo yací en la cima de la montaña. La torre de atrás había sido reducida a polvo, la ventana había desaparecido: las piedras rotas y quemadas obstruían la arruinada escalera. Yo estaba solo allí, olvidado, sin posibilidad de escapar en aquella dura cima del mundo. Allí me quedé, tendido de espaldas, mirando el cielo mientras las estrellas giraban encima, y los días parecían más largos que la vida entera de la tierra. Débiles llegaban a mis oídos los rumores de todas las tierras; la germinación y la muerte, las canciones y los llantos, y el lento y sempiterno gruñido de las piedras sobrecargadas. Y así por fin Gwaihir el Señor de los Vientos me encontró otra vez, y me recogió y me llevó.

”«Parezco condenado a ser tu carga, amigo en tiempos de necesidad», le dije.

”«Has sido una carga antes —me respondió—, pero no ahora. Eres entre mis garras liviano como una pluma de cisne. El sol brilla a través de ti. En verdad no pienso que me necesites más: si yo te dejara caer flotarías en el viento.»

”«¡No me dejes caer», jadeé, pues sentía que me volvía la vida. «¡Llévame a Lothlórien!»