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—No hay tiempo para matarlos de un modo adecuado —dijo uno—. No hay tiempo para diversiones en este viaje.

—Es cierto —dijo otro—, ¿pero por qué no eliminarlos rápidamente, y matarlos ahora? Son una maldita molestia, y tenemos prisa. Se acerca la noche, y hay que pensar en irse.

—Órdenes —dijo una tercera voz gruñendo roncamente—. Matadlos a todos, perono a los Medianos; los quierovivos aquí y lo más pronto posible.Ésas son las órdenes que tengo.

—¿Para qué los quiere? —preguntaron varias voces—. ¿Por qué vivos? ¿Son una buena diversión?

—¡No! He oído que uno de ellos tiene una cosa que se necesita para la Guerra, un artificio élfico o algo parecido. En todo caso serán interrogados.

—¿Es todo lo que sabes? ¿Por qué no los registramos y descubrimos la verdad? Quizá encontremos algo que nos sirva a nosotros.

—Muy interesante observación —dijo una voz burlona, más dulce que las otras pero más malévola—. La incluiré en mi informe. Los prisioneros no serán registrados ni saqueados. Ésas son las órdenes que yotengo.

—Y también las mías —dijo la voz profunda—. Vivos y tal como fueran capturados; nada de pillajes.Así me lo ordenaron.

—¡Pero no a nosotros! —dijo una de las voces anteriores—. Hemos recorrido todo el camino desde las Minas para matar y vengar a los nuestros. Tengo ganas de matar, y luego volver al norte.

—Pues bien, quédate con las ganas —dijo la voz ronca—. Yo soy Uglúk. Soy yo quien manda. Iré a Isengard por el camino más corto.

—¿Quién es el amo, Saruman o el Gran Ojo? —dijo la voz malévola—. Tenemos que volver en seguida a Lugbúrz.

—Sería posible, si cruzáramos el Río Grande —dijo otra voz—. Pero no somos bastante numerosos como para aventurarnos hasta los puentes.

—Yo crucé el Río Grande —dijo la voz malévola—. Un Nazgûl alado nos espera en el norte junto a la orilla oriental.

—¡Quizá, quizá! Y entonces tú te irás volando con los prisioneros, y recibirás toda la paga y los elogios en Lugbúrz, y dejarás que crucemos a pie el País de los Caballos. No, tenemos que seguir juntos. Estas tierras son muy peligrosas: infestadas de traidores y bandidos.





—Sí, tenemos que seguir juntos —gruñó Uglúk—. No confío en ti, cerdito. Fuera del establo ya no tienes ningún coraje. Si no fuera por nosotros, ya habrías escapado. ¡Somos los combatientes Uruk-hai! Hemos abatido al Gran Guerrero. Hemos apresado a esos dos. Somos los sirvientes de Saruman el Sabio, la Mano Blanca: la Mano que nos da de comer carne humana. Salimos de Isengard, y trajimos aquí la tropa, y volveremos por el camino que nosotros decidamos. Soy Uglúk. He dicho.

—Has dicho demasiado, Uglúk —se burló la voz malévola—. Me pregunto qué pensarán en Lugbúrz. Quizá piensen que los hombres de Uglúk necesitan que se les quite el peso de una cabeza inflada. Quizá pregunten de dónde sacaste esas raras ideas. ¿De Saruman quizá? ¿Quién se cree, volando por cuenta propia y envuelto en sucios trapos blancos? Estarán de acuerdo conmigo, Grishnákh, el mensajero de confianza; y yo, Grishnákh, digo: Saruman es un idiota, sucio y traidor. Pero el Gran Ojo no lo deja en paz.

”¿ Cerdo, dijiste? ¿Qué pensáis vosotros? Los lacayos de un mago insignificante dicen que sois unos cerdos. Apuesto a que se alimentan de carne de orco.

Unos alaridos feroces en lengua orca fueron la respuesta, y se pudo oír el ruido metálico de las armas desenvainadas. Pippin se volvió con precaución esperando ver qué ocurría. Los guardias se habían alejado para unirse a la pelea. Alcanzó a distinguir en la penumbra un orco grande y negro, Uglúk sin duda, que enfrentaba a Grishnákh, una criatura patizamba de talla corta y maciza, y con unos largos brazos que casi le llegaban al suelo. Alrededor había otros monstruos más pequeños. Pippin supuso que éstos eran los que venían del Norte. Habían desenvainado los cuchillos y las espadas, pero no se atrevían a atacar a Uglúk.

Uglúk dio un grito, y otros orcos casi tan grandes como él aparecieron corriendo. En seguida, sin ningún aviso, Uglúk saltó hacia adelante, lanzó dos golpes rápidos, y las cabezas de dos orcos rodaron por el suelo. Grishnákh se apartó y desapareció en las sombras. Los otros se amilanaron, y uno de ellos retrocedió de espaldas y cayó sobre el cuerpo tendido de Merry. Quizá esto le salvó la vida, pues los seguidores de Uglúk saltaron por encima de él y derribaron a otro con las espadas de hoja ancha. La víctima era el guardián de garras amarillas. El cuerpo le cayó encima a Pippin, la mano del orco empuñando todavía aquel largo cuchillo mellado.

—¡Dejad las armas! —gritó Uglúk—. ¡Y basta de tonterías! De aquí iremos directamente al oeste, y escaleras abajo. De allí directamente a las quebradas, y luego a lo largo del río hasta el bosque. Y marcharemos día y noche. ¿Está claro?

«Bien —se dijo Pippin—, si esa horrible criatura tarda un poco en dominar a la tropa, tengo alguna posibilidad.» Había vislumbrado un rayo de esperanza. El filo del cuchillo negro le había desgarrado el brazo, y se le había deslizado casi hasta la muñeca. La sangre le corría ahora por la mano, pero sentía también el contacto del acero frío.

Los orcos se estaban preparando para partir, mas algunos de los Norteños se resistían aún, y los Isengardos tuvieron que abatir a otros dos antes de dominar al resto. Hubo muchas maldiciones y confusión. Durante un momento nadie vigiló a Pippin. Tenía las piernas bien atadas, pero los brazos estaban sujetos sólo en las muñecas, con las manos delante de él. Podía mover las dos manos juntas, aunque las cuerdas se le incrustaban cruelmente en la carne. Empujó al orco muerto a un lado, y casi sin atreverse a respirar movió la atadura de las muñecas arriba y abajo sobre la hoja del cuchillo. La hoja era afilada, y la mano del cadáver la sostenía con firmeza. ¡La cuerda estaba cortada! Pippin la tomó rápidamente entre los dedos, hizo un flojo brazalete de dos vueltas, y metió las manos dentro. Luego se quedó muy quieto.

—¡Traed a los prisioneros! —gritó Uglúk—. ¡Y nada de trampas! Si no están vivos a nuestro regreso, algún otro morirá también.

Un orco alzó a Pippin como un saco, le puso la cabeza entre las manos atadas, y tomándolo por los brazos tiró hacia abajo. La cara de Pippin se aplastó contra el cuello del orco, que partió en seguida, traqueando. Otro dispuso a Merry de modo similar. Las garras del orco apretaban los brazos de Pippin como un par de tenazas, y las uñas se le clavaban en la carne. Cerró los ojos y se deslizó de nuevo a un mundo de negras pesadillas.

De pronto lo arrojaron otra vez a un suelo pedregoso. Era el principio de la noche, pero la luna delgada descendía ya en el oeste. Estaban al borde de un precipicio que parecía mirar a un océano de nieblas pálidas. Se oía el sonido de una cascada próxima.

—Los exploradores han vuelto al fin —dijo un orco que andaba cerca.

—Bueno, ¿qué descubriste? —gruñó la voz de Uglúk.