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Entonces por fin rompió a llorar; y volviendo junto a Frodo le estiró el cuerpo, y le cruzó las manos frías sobre el pecho, y lo envolvió en la capa élfica, y luego puso a un lado su propia espada y al otro el bastón que le había regalado Faramir.

—Si voy a continuar, señor Frodo —dijo—, tendré que llevarme su espada, con el permiso de usted, pero le dejo esta otra al lado, así como estaba junto al viejo rey en el túmulo; y usted tiene además la hermosa cota de mithril del viejo señor Bilbo. Y el cristal de estrella, señor Frodo, usted me lo prestó, pero voy a necesitarlo, pues de ahora en adelante andaré siempre en la oscuridad. Es demasiado precioso para mí, y la Dama se lo regaló a usted, pero ella tal vez comprendería. Usted lo comprende, ¿verdad, señor Frodo? Tengo que seguir.

Sin embargo no pudo seguir, todavía no. Se arrodilló, tomó la mano de Frodo y no la pudo soltar. Y el tiempo pasaba y él seguía allí, de rodillas, estrechando la mano de Frodo, mientras en su corazón se libraba una batalla.

Trató de reunir las fuerzas necesarias para arrancarse de allí y partir en un viaje solitario: el viaje vengador. Si al menos pudiera partir, la furia lo llevaría por todas las rutas del mundo detrás de Gollum, hasta dar por fin con él. Y entonces Gollum moriría en un rincón. Pero no era eso lo que él pretendía. Abandonar a su amo sólo por eso no tenía ningún sentido. No le devolvería la vida. Nada ahora le devolvería la vida. Hubiera sido preferible que murieran juntos. Y aun así sería también un viaje solitario.

Miró la punta reluciente de la espada. Pensó en los lugares que habían dejado atrás, la orilla negra, el precipicio que se abría al vacío. Por ese lado no había salida posible. Sería como no hacer nada, no valía la pena. No era eso lo que él pretendía.

—Pero entonces, ¿qué he de hacer? —gritó de nuevo, y ahora le pareció conocer exactamente la dura respuesta: seguir adelante. Otro viaje solitario, y el peor.

”¿Cómo? ¿Yo, solo, ir hasta la Grieta del Destino y todo lo demás? —Titubeaba aún, pero la resolución crecía—. ¿Cómo? ¿Yo sacarle a élel Anillo? El Concilio se lo entregó a él.

Pero al instante le llegó la respuesta:

—Y el Concilio le dio compañeros, a fin de que la misión no fracasara. Y tú eres el último que queda de la Compañía. La misión no puede fracasar.

”¡Por qué me habrá tocado ser el último! —gimió—. ¡Cuánto daría porque estuviese aquí el viejo Gandalf, o algún otro! ¿Por qué me habrán dejado solo para que yo decida? Me equivocaré, estoy seguro. Y no me corresponde a mí sacarle el Anillo, y ponerme por delante.

”Pero no eres tú quien se pone por delante, te han puesto. Y en cuanto a no ser la persona adecuada, tampoco lo era el señor Frodo, se podría decir, ni el señor Bilbo. Tampoco ellos eligieron.





”Pues bien, tengo que decidirlo, y lo decidiré. Aunque estoy seguro de equivocarme: qué otra cosa puede hacer Sam Gamyi.

”A ver, reflexionemos un poco: si nos encuentran aquí, o si encuentran al señor Frodo, y con esa cosa encima, bueno, el Enemigo se apoderará de él. Y será el fin de todos nosotros, de Lórien y de Rivendel, y de la Comarca y todo lo demás. Y no hay tiempo que perder, pues entonces será el fin, de todas maneras. La guerra ha comenzado, y es muy probable que todo vaya ahora a favor del Enemigo. Imposible regresar con la cosa en busca de permiso o consejo. No, se trata de quedarse aquí hasta que ellos vengan y me maten sobre el cuerpo de mi amo, y se apoderen de la cosa, o de tomarla y partir. —Respiró profundamente—. ¡Tomémosla, entonces!

Se agachó. Desprendió con delicadeza el broche que cerraba la túnica alrededor del cuello de Frodo, e introdujo la mano; luego, levantando con la otra la cabeza, besó la frente helada y le sacó dulcemente la cadena. La cabeza yació otra vez, descansando. No hubo ningún cambio en el rostro sereno, y más que todos los otros signos esto convenció por fin a Sam de que Frodo había muerto y había abandonado la Misión.

—¡Adiós, amo querido! —murmuró—. Perdone a su Sam. Él regresará en cuanto haya llevado a cabo la tarea... si lo consigue. Y entonces nunca más volverá a abandonarlo. Descanse tranquilo hasta mi regreso: ¡y que ninguna criatura inmunda se le acerque! Y si la Dama pudiese oírme y concederme un deseo, desearía volver, y encontrarlo otra vez. ¡Adiós!

Luego, inclinándose, se pasó la cadena por la cabeza y al instante el peso del Anillo lo encorvó hasta el suelo, como si le hubiesen colgado una piedra enorme. Pero poco a poco, como si el peso disminuyera, o una fuerza nueva naciera en él, irguió la cabeza y haciendo un gran esfuerzo se levantó y comprobó que podía caminar con la carga. Y entonces alzó un momento la redoma para mirar por última vez a su amo, y la luz ardía ahora suavemente, con el débil resplandor de la estrella vespertina en el estío, y a esa luz la lividez verdosa desapareció del rostro de Frodo, y fue hermoso otra vez, pálido pero hermoso, con una belleza élfica, el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las sombras. Y con el triste consuelo de esta última visión, luego de haber escondido la luz, Sam se internó con paso vacilante en la creciente oscuridad.

No tuvo mucho que caminar. La boca del túnel se abría atrás, no lejos de allí; pero adelante, a unas doscientas yardas o quizá menos, corría el Desfiladero. El sendero era visible en la penumbra del crepúsculo, un surco profundo excavado a lo largo de los siglos, que ascendía en una garganta larga flanqueada por paredes rocosas. La garganta se estrechaba rápidamente. Pronto Sam llegó a un tramo de escalones anchos y bajos. Ahora la torre de los orcos se erguía justo encima, negra y hostil, y en ella brillaba el ojo incandescente. Las sombras de la base ocultaban al hobbit. Llegó a lo alto de la escalera y se encontró por fin en el Desfiladero.

—Lo he decidido —se repetía a menudo. Pero no era verdad. Pese a que lo había pensado muchas veces, lo que estaba haciendo era del todo contrario a su naturaleza—. ¿Me habré equivocado? —murmuró—. ¿Qué hubiera tenido que hacer?

Mientras las paredes casi verticales del Desfiladero se cerraban alrededor de él, antes de llegar a la cima misma, y antes de mirar por fin el sendero que descendía al País Sin Nombre, dio media vuelta. Por un momento, paralizado por la duda intolerable, miró hacia atrás. La boca del túnel era todavía visible, una mancha borrosa y pequeña en la penumbra; y creyó ver o adivinar el lugar donde yacía Frodo. Y de pronto le pareció que allá abajo en el suelo ardía un leve resplandor, o tal vez fuese tan sólo un efecto de las lágrimas que le empañaban los ojos, mientras escudriñaba aquella cumbre pedregosa donde su vida entera había caído en ruinas.

—Si al menos pudiera cumplir mi deseo —suspiró—, mi único deseo: ¡volver y encontrarlo! —Luego, por fin, se volvió hacia el camino que se extendía ante él y avanzó unos pocos pasos: los más pesados y más penosos que hubiera dado nunca.

Apenas unos pocos pasos; y ahora sólo unos pocos más, y luego descendería y ya nunca más volvería a ver aquellas alturas. Y entonces, de improviso, oyó gritos y voces. Sam esperó inmóvil, como petrificado. Voces de orcos. Adelante y atrás de él. Un fuerte ruido de pisadas y voces roncas: los orcos subían al Desfiladero desde el otro lado, tal vez desde alguna de las puertas de la torre. Pasos precipitados y gritos detrás. Dio media vuelta y vio unas lucecitas rojas, antorchas que parpadeaban a lo lejos a la salida del túnel. La cacería había comenzado al fin. El ojo de la torre no era ciego. Y Sam estaba atrapado.