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Pero todos con excepción de Legolas dijeron que había llegado la hora de despedirse y de partir, hacia el sur o hacia el oeste.

—¡Ven, Gimli! —dijo Legolas—. Ahora, con el permiso de Fangorn, podré visitar los sitios recónditos del Bosque de Ents, y ver árboles como no crecen en ninguna otra región de la Tierra Media. Tú cumplirás lo prometido, y me acompañarás; y así volveremos juntos a nuestros países en el Bosque Negro y más allá.

Y Gimli consintió, aunque al parecer no de muy buena gana.

—Aquí se disuelve al fin la Comunidad del Anillo —dijo Aragorn—. Espero sin embargo que pronto volveréis a mi país con la ayuda prometida.

—Volveremos, si nuestros señores nos permiten —dijo Gimli—. ¡Bien, hasta la vista, mis queridos hobbits! Pronto llegaréis sanos y salvos a vuestros hogares, y ya no perderé el sueño temiendo por vuestra suerte. Mandaremos noticias cuando podamos, y acaso algunos de nosotros volvamos a encontrarnos de tanto en tanto; pero temo que ya nunca más estaremos todos juntos otra vez.

Entonces Bárbol se despidió de todos, uno por uno, y se inclinó lentamente tres veces y con profundas reverencias ante Celeborn y Galadriel.

—Hacía mucho, mucho tiempo que no nos encontrábamos entre los árboles o las piedras. A vanimar, vanimálion nostari!—dijo—. Es triste que sólo ahora, al final, hayamos vuelto a vernos. Porque el mundo está cambiando: lo siento en el agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire. No creo que nos encontremos de nuevo.

Y Celeborn dijo: —No lo sé, Venerable.

Pero Galadriel dijo: —No en la Tierra Media, ni antes que las tierras que están bajo las aguas emerjan otra vez. Entonces quizá volvamos a encontrarnos en los saucedales de Tasarinan en la primavera. ¡Adiós!

Merry y Pippin fueron los últimos en despedirse; y el viejo Ent recobró la alegría al mirarlos.

—Bueno, mis alegres amigos —dijo— ¿queréis beber conmigo otro trago antes de partir?

—Por cierto que sí —le respondieron, y el Ent los llevó a la sombra de uno de los árboles, y allí vieron un gran cántaro de piedra. Y Bárbol llenó tres tazones, y bebieron; y los hobbits vieron los ojos extraños del Ent que miraba por encima del borde del tazón.

—¡Cuidado, cuidado! —dijo Bárbol—. Porque ya habéis crecido desde la última vez que os vi.

Y los hobbits se echaron a reír y vaciaron de un trago los tazones.

—¡Y bien, adiós! —continuó Bárbol—. Y si en vuestra tierra tenéis alguna noticia de las Ent-mujeres, enviadme un mensaje.

Luego saludó a toda la comitiva moviendo las grandes manos y desapareció entre los árboles.

Ahora, camino al Paso de Rohan, los viajeros galopaban más rápidamente, y al fin, muy cerca del lugar en que Pippin había mirado la Piedra de Orthanc, Aragorn se despidió. Esta separación entristeció a los hobbits; porque Aragorn nunca los había defraudado, y los había guiado en muchos peligros.





—Me gustaría tener una Piedra con la que pudiese ver a los amigos —dijo Pippin— y hablar con ellos desde lejos.

—Ya no queda más que una que podría servirte —respondió Aragorn—, pues lo que verías en la piedra de Minas Tirith no te gustaría nada. Pero la Palantír de Orthanc la conservará el Rey, y así verá lo que pasa en el reino, y qué hacen los servidores. Porque no olvides, Peregrin Tuk, que eres un caballero de Gondor, y no te he liberado de mi servicio. Ahora partes con licencia, pero tal vez vuelva a llamarte. Y recordad, queridos amigos de la Comarca, que mi reino también está en el Norte, y algún día iré a vuestra tierra.

Aragorn se despidió entonces de Celeborn y de Galadriel, y la Dama le dijo: —Piedra de Elfo, a través de las tinieblas llegaste a tu esperanza, y ahora tienes todo tu deseo. ¡Emplea bien tus días!

Pero Celeborn le dijo: —¡Hermano, adiós! ¡Ojalá tu destino sea distinto del mío, y tu tesoro te acompañe hasta el fin!

Y con estas palabras partieron, y era la hora del crepúsculo, y cuando un momento después volvieron la cabeza, vieron al Rey del Oeste a caballo, rodeado por sus caballeros; y el sol poniente los iluminaba, y los arneses resplandecían como oro rojo, y el manto blanco de Aragorn parecía una llama. Aragorn tomó entonces la piedra verde y la levantó, y una llama verde le brotó de la mano.

Pronto la ahora menguada compañía dobló al oeste siguiendo el curso del Isen, y atravesando el Paso se internó en los páramos que se extendían del otro lado; y de allí fue hacia el norte y cruzó los lindes de las Tierras Brunas. Los Dunlendinos huían y se escondían ante ellos, pues temían a los Elfos, aunque en verdad no los veían con frecuencia. Pero los viajeros no se turbaron, ya que eran aún una compañía numerosa y bien provista; y avanzaron con serenidad, levantando las tiendas cuando y donde preferían.

En el sexto día de viaje desde que se separaran del Rey, atravesaron un bosque que bajaba de las colinas al pie de las Montañas Nubladas, que ahora se levantaban a la derecha. Cuando al caer el sol salieron una vez más a campo abierto, alcanzaron a un anciano que caminaba encorvado apoyándose en un bastón, vestido con harapos grises o que habían sido blancos; otro mendigo que se arrastraba lloriqueando le pisaba los talones.

—¡Si es Saruman! —exclamó Gandalf—. ¿Adónde vas?

—¿Qué te importa? —respondió el otro—. ¿Todavía quieres gobernar mis actos, y no estás contento con mi ruina?

—Tú conoces las respuestas —dijo Gandalf—: no y no. Pero de todos modos el tiempo de mis afanes está concluyendo. El Rey ha tomado ahora la carga. Si hubieras esperado en Orthanc lo habrías visto, y te habría mostrado sabiduría y clemencia.

—Mayor razón entonces para haber partido antes —dijo Saruman—, pues no quiero de él ni una cosa ni la otra. Y si en verdad esperas una respuesta a la primera pregunta, busco cómo salir de su reino.

—Entonces una vez más has equivocado el camino —dijo Gandalf—, y no veo en tu viaje ninguna esperanza. Pero dime, ¿desdeñarás nuestra ayuda? Pues te la ofrecemos.

—¿A mí? —dijo Saruman—. ¡No, por favor, no me sonrías! Te prefiero con el ceño fruncido. Y en cuanto a la Dama aquí presente, no confío en ella: siempre me ha odiado, y era tu cómplice. Estoy seguro de que te trajo por este camino para disfrutar con mi miseria. Si hubiese sabido que me seguíais, os habría privado de ese placer.

—Saruman —dijo Galadriel—, tenemos otras tareas y otras preocupaciones que nos parecen mucho más urgentes que la de seguirte los pasos. Di más bien que la suerte se ha apiadado de ti, porque ahora te brinda una última oportunidad.

—Si en verdad es la última, me alegro —dijo Saruman—, porque así me ahorrará la molestia de tener que volver a rechazarla. Todas mis esperanzas están en ruinas, mas no deseo compartir las vuestras. Si os queda alguna.