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—No, Galadriel —dijo Legolas—. ¿No habló por boca de Gandalf de la cabalgata de la Compañía Gris llegada del Norte?

—Sí, tienes razón —dijo Gimli—. ¡La Dama del Bosque! Ella lee en los corazones y las esperanzas. ¿Por qué, Legolas, no habremos deseado la compañía de algunos de los nuestros?

Legolas se había detenido frente a la puerta, el bello rostro atribulado, la mirada perdida en la lejanía, hacia el norte y el este.

—Dudo que alguno quisiera acudir —respondió—. No necesitan venir tan lejos a la guerra: la guerra avanza ya sobre ellos.

Durante un rato caminaron los tres, comentando tal o cual episodio de la batalla, y descendieron por la puerta rota y pasaron delante de los túmulos de los caídos en el prado que bordeaba el camino; al llegar a la Empalizada de Helm se detuvieron y se asomaron a contemplar el Bajo. Negra, alta y pedregosa, ya se alzaba allí la Quebrada de la Muerte, y podía verse la hierba que los Ucornos habían pisoteado y aplastado. Los Dunlendinos y numerosos hombres de la guarnición del Fuerte estaban trabajando en la Empalizada o en los campos, y alrededor de los muros semiderruidos; sin embargo, había una calma extraña: un valle cansado que reposa luego de una tempestad violenta. Los hombres regresaron pronto para el almuerzo, que se servía en la sala del Fuerte.

El rey ya estaba allí; ni bien los vio entrar, llamó a Merry y pidió que le pusieran un asiento junto al suyo.

—No es lo que yo hubiera querido —dijo Théoden—; poco se parece este lugar a mi hermosa morada de Edoras. Y tampoco nos acompaña tu amigo, aunque tendría que estar aquí. Sin embargo, es posible que pase mucho tiempo antes que podamos sentarnos, tú y yo, a la alta mesa de Meduseld; y no habrá ocasión para fiestas cuando yo regrese. ¡Adelante! Come y bebe, y hablemos ahora mientras podamos. Y luego cabalgarás conmigo.

—¿Puedo? —dijo Merry, sorprendido y feliz—. ¡Sería maravilloso! —Nunca una palabra amable había despertado en él tanta gratitud—. Temo no ser más que un impedimento para todos —balbuceó—, pero no me arredra ninguna empresa que yo pudiera llevar a cabo, os lo aseguro.

—No lo dudo —dijo el rey—. He hecho preparar para ti un buen poney de montaña. Te llevará al galope por los caminos que tomaremos, tan rápido como el mejor corcel. Pues pienso partir del Fuerte siguiendo los senderos de las montañas, sin atravesar la llanura, y llegar a Edoras por el camino de El Sagrario, donde me espera la Dama Éowyn. Serás mi escudero, si lo deseas. ¿Éomer, hay en el Fuerte algún equipo que pueda servirle a mi paje de armas?

—No tenemos aquí grandes reservas, mi Señor —respondió Éomer—. Tal vez pudiéramos encontrar un yelmo liviano, pero no cotas de malla ni espadas para alguien de esta estatura.

—Yo tengo una espada —dijo Merry, y saltando del asiento, sacó de la vaina negra la pequeña hoja reluciente. Lleno de un súbito amor por el viejo rey, se hincó sobre una rodilla, y le tomó la mano y se la besó—. ¿Permitís que deposite a vuestros pies la espada de Meriadoc de la Comarca, Rey Théoden? —exclamó—. ¡Aceptad mis servicios, os lo ruego!

—Los acepto de todo corazón —dijo el rey, y posando las manos largas y viejas sobre los cabellos castaños del hobbit, le dio su bendición—. ¡Y ahora levántate, Meriadoc, escudero de Rohan de la casa de Meduseld! —dijo—. ¡Toma tu espada y condúcela a un fin venturoso!

—Seréis para mí como un padre —dijo Merry.



—Por poco tiempo —dijo Théoden.

Hablaron así mientras comían, hasta que Éomer dijo: —Se acerca la hora de la partida, señor. ¿Diré a los hombres que toquen los cuernos? Mas ¿dónde está Aragorn? No ha venido a almorzar.

—Nos alistaremos para cabalgar —dijo Théoden—; pero manda aviso al Señor Aragorn de que se aproxima la hora.

El rey, escoltado por la guardia y con Merry al lado, descendió por la puerta del Fuerte hasta la explanada donde se reunían los Jinetes. Ya muchos de los hombres esperaban a caballo. Serían pronto una compañía numerosa, pues el rey estaba dejando en el Fuerte sólo una pequeña guarnición, y el resto de los hombres cabalgaba ahora hacia Edoras. Un millar de lanzas había partido ya durante la noche; pero aún quedaban unos quinientos para escoltar al rey, casi todos hombres de los campos y valles del Folde Oeste.

Los Montaraces se mantenían algo apartados, en un grupo ordenado y silencioso, armados de lanzas, arcos y espadas. Vestían oscuros mantos grises, y las capuchas les cubrían la cabeza y el yelmo. Los caballos que montaban eran vigorosos y de estampa arrogante, pero hirsutos de crines; y uno de ellos no tenía jinete: el corcel de Aragorn, que habían traído del Norte, y que respondía al nombre de Roheryn. En los arreos y gualdrapas de las cabalgaduras no había ornamentos ni resplandores de oro y pedrerías; y los jinetes mismos no llevaban insignias ni emblemas, excepto una estrella de plata que les sujetaba el manto en el hombro izquierdo.

El rey montó a Crinblanca, y Merry, a su lado, trepó a la silla del poney, Stybba de nombre. Éomer no tardó en salir por la puerta, acompañado de Aragorn, y de Halbarad que llevaba el asta enfundada en el lienzo negro, y de dos hombres de elevada estatura, ni viejos ni jóvenes. Eran tan parecidos, los hijos de Elrond, que muchos confundían a uno con el otro; de cabellos oscuros, ojos grises, y rostros de una belleza élfica, vestían idénticas mallas brillantes bajo los mantos de color gris plata. Detrás de ellos iban Legolas y Gimli. Pero Merry sólo tenía ojos para Aragorn, tan asombroso era el cambio que notaba, como si muchos años hubiesen descendido en una sola noche sobre él. Tenía el rostro sombrío, macilento y fatigado.

—Me siento atribulado, Señor —dijo, de pie junto al caballo del rey—. He oído palabras extrañas, y veo a lo lejos nuevos peligros. He meditado largamente, y temo ahora tener que cambiar mi resolución. Decidme, Théoden, vais ahora a El Sagrario: ¿cuánto tardaréis en llegar?

—Ya ha pasado una hora desde el mediodía —dijo Éomer—. Antes de la noche del tercer día a contar desde ahora llegaremos al Baluarte. Será la primera noche después del plenilunio, y la revista de armas convocada por el rey se celebrará al día siguiente. Imposible adelantarnos, si hemos de reunir todas las fuerzas de Rohan.

Aragorn permaneció un momento en silencio.

—Tres días —murmuró—, y el reclutamiento de los hombres de Rohan apenas habrá comenzado. Pero ya veo que no podemos ir más de prisa. —Alzó la mirada al cielo, y pareció que había decidido algo al fin; tenía una expresión menos atormentada—. En ese caso, y con vuestro permiso, Señor, he de tomar una determinación que me atañe a mí y a mis gentes. Tenemos que seguir nuestro propio camino, y no más en secreto. Pues para mí el tiempo del sigilo ha pasado. Partiré hacia el este por el camino más rápido, y cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

—¡Los Senderos de los Muertos! —repitió, temblando, Théoden—. ¿Por qué los nombras? —Éomer se volvió y escrutó el rostro de Aragorn, y a Merry le pareció que los Jinetes más próximos habían palidecido al oír esas palabras—. Si en verdad hay tales senderos —prosiguió el rey—, la puerta está en El Sagrario; pero ningún hombre viviente podrá franquearla.