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La luna declinaba oscurecida por una gran nube flotante, pero de improviso volvió a brillar. En seguida llegó a oídos de todos el ruido de los cascos, y en el mismo momento vieron unas formas negras que avanzaban rápidamente por el sendero de los vados. La luz de la luna centelleaba aquí y allá en las puntas de las lanzas. Era imposible estimar el número de los perseguidores, pero no parecía inferior al de los hombres de la escolta del rey.

Cuando estuvieron a unos cincuenta pasos de distancia, Éomer gritó con voz tonante: —¡Alto! ¡Alto! ¿Quién cabalga en Rohan?

Los perseguidores detuvieron de golpe a los caballos. Hubo un momento de silencio; y entonces, a la luz de la luna, vieron que uno de los jinetes se apeaba y se adelantaba lentamente. Blanca era la mano que levantaba, con la palma hacia adelante, en señal de paz; pero los hombres del rey empuñaron las armas. A diez pasos el hombre se detuvo. Era alto, una sombra oscura y enhiesta. De pronto habló, con voz clara y vibrante.

—¿Rohan? ¿Habéis dicho Rohan? Es una palabra grata. Desde muy lejos venimos buscando este país, y llevamos prisa.

—Lo habéis encontrado —dijo Éomer—. Allá, cuando cruzasteis los vados, entrasteis en Rohan. Pero éstos son los dominios del Rey Théoden, y nadie cabalga por aquí sin su licencia. ¿Quiénes sois? ¿Y por qué esa prisa?

—Yo soy Halbarad Dúnadan, Montaraz del Norte —respondió el hombre—. Buscamos a un tal Aragorn hijo de Arathorn, y habíamos oído que estaba en Rohan.

—¡Y lo habéis encontrado también! —exclamó Aragorn. Entregándole las riendas a Merry, corrió a abrazar al recién llegado—. ¡Halbarad! —dijo—. ¡De todas las alegrías, ésta es la más inesperada!

Merry dio un suspiro de alivio. Había pensado que se trataba de una nueva artimaña de Saruman para sorprender al rey cuando sólo lo protegían unos pocos hombres; pero al parecer no iba a ser necesario morir en defensa de Théoden, al menos por el momento. Volvió a envainar la espada.

—Todo bien —dijo Aragorn, regresando a la Compañía—. Son hombres de mi estirpe venidos del país lejano en que yo vivía. Pero a qué han venido, y cuántos son, Halbarad nos lo dirá.

—Tengo conmigo treinta hombres —dijo Halbarad—. Todos los de nuestra sangre que pude reunir con tanta prisa; pero los hermanos Elladan y Elrohir nos han acompañado, pues desean ir a la guerra. Hemos cabalgado lo más rápido posible, desde que llegó tu llamada.

—Pero yo no os llamé —dijo Aragorn—, salvo con el deseo; a menudo he pensado en vosotros, y nunca más que esta noche; sin embargo, no os envié ningún mensaje. ¡Pero vamos! Todas estas cosas pueden esperar. Nos encontráis viajando de prisa y en peligro. Acompañadnos por ahora, si el rey lo permite.

En realidad, la noticia alegró a Théoden.

—¡Magnífico! —dijo—. Si estos hombres de tu misma sangre se te parecen, mi señor Aragorn, treinta de ellos serán una fuerza que no puede medirse por el número.

Los Jinetes reanudaron la marcha, y Aragorn cabalgó algún tiempo con los Dúnedain; y luego que hubieron comentado las noticias del Norte y del Sur, Elrohir le dijo: —Te traigo un mensaje de mi padre: Los días son cortos. Si el tiempo apremia, recuerda los Senderos de los Muertos.

—Los días me parecieron siempre demasiado cortos para que mi deseo se cumpliera —dijo Aragorn—. Pero grande en verdad tendrá que ser mi prisa si tomo ese camino.

—Eso lo veremos pronto —dijo Elrohir—. ¡Pero no hablemos más de estas cosas a campo raso!





Entonces Aragorn le dijo a Halbarad: —¿Qué es eso que llevas, primo? —Pues había notado que en vez de lanza empuñaba un asta larga, como si fuera un estandarte, pero envuelta en un apretado lienzo negro, y atada con muchas correas.

—Es un regalo que te traigo de parte de la Dama de Rivendel —respondió Halbarad—. Lo hizo ella misma en secreto, y fue un largo trabajo. Y también te envía un mensaje: Cortos son ahora los días. O nuestras esperanzas se cumplirán, o será el fin de toda esperanza. Por eso te he enviado lo que hice para ti. ¡Adiós, Piedra de Elfo!

Y Aragorn dijo: —Ahora sé lo que traes. ¡Llévalo aún en mi nombre algún tiempo! —Y dándose vuelta miró a lo lejos hacia el Norte bajo las grandes estrellas, y se quedó en silencio y no volvió a hablar mientras duró la travesía nocturna.

La noche era vieja y el cielo gris en el Este cuando salieron por fin del Valle del Bajo y llegaron a Cuernavilla. Allí decidieron descansar un rato, y deliberar.

Merry durmió hasta que Legolas y Gimli lo despertaron.

—El sol está alto —le dijo Legolas—. Ya todos andan ocupados de aquí para allá. Vamos, Señor Zángano, ¡levántate y ve a echar una mirada, mientras todavía estás a tiempo!

—Hubo una batalla aquí, hace tres noches —dijo Gimli—, y aquí fue donde Legolas y yo jugamos una partida que yo gané por un solo orco. ¡Ven y verás cómo fue! ¡Y hay cavernas, Merry, cavernas maravillosas! ¿Crees que podremos visitarlas, Legolas?

—¡No! No tenemos tiempo —dijo el Elfo—. ¡No estropees la maravilla con la impaciencia! Te he dado mi palabra de que volveré contigo, si tenemos alguna vez un día de paz y libertad. Pero ya es casi mediodía, y a esa hora comeremos, y luego partiremos otra vez, tengo entendido.

Merry se levantó y bostezó. Las escasas horas de sueño habían sido insuficientes; se sentía cansado y bastante triste. Echaba de menos a Pippin, y tenía la impresión de no ser sino una carga, mientras todos los demás trabajaban de prisa preparando planes para algo que él no terminaba de entender.

—¿Dónde está Aragorn? —preguntó.

—En una de las cámaras altas de la Villa —le respondió Legolas—. No ha dormido ni descansado, me parece. Subió allí hace unas horas, diciendo que necesitaba reflexionar, y sólo lo acompañó su primo, Halbarad; pero tiene una duda oscura o alguna preocupación.

—Es una compañía extraña, la de estos recién llegados —dijo Gimli—. Son hombres recios y arrogantes; junto a ellos los Jinetes de Rohan parecen casi niños; tienen rostros feroces, como de roca gastada por los años casi todos ellos, hasta el propio Aragorn; y son silenciosos.

—Pero lo mismo que Aragorn, cuando rompen el silencio son corteses —dijo Legolas—. ¿Y has observado a los hermanos Elladan y Elrohir? Visten ropas menos sombrías que los demás, y tienen la belleza y la arrogancia de los señores Elfos; lo que no es extraño en los hijos de Elrond de Rivendel.

—¿Por qué han venido? ¿Lo sabes? —preguntó Merry. Se había vestido, y echándose sobre los hombros la capa gris, marchó con sus compañeros hacia la puerta destruida de la Villa.

—En respuesta a una llamada, tú mismo lo oíste —dijo Gimli—. Dicen que un mensaje llegó a Rivendel: Aragorn necesita la ayuda de los suyos. ¡Que los Dúnedain se unan a él en Rohan!Pero de dónde les llegó este mensaje, ahora es un misterio para ellos. Lo ha de haber enviado Gandalf, presumo yo.