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Salgo en coche del Prat, donde se halla el aeródromo, a diez kilómetros de Barcelona. A la salida del Prat, sobre la carretera, una enorme tela con la inscripción: Visca Sandino!(en catalán: ¡Viva Sandino!) En la carretera, cada vez son más frecuentes las barricadas, levantadas con pacas de algodón, piedras y sacos terreros. En las barricadas, banderas rojas y rojinegras; a su alrededor, hombres armados que se cubren la cabeza con grandes sombreros de paja terminados en punta, con boinas, con pañuelos, y que van vestidos cada uno a su modo o están medio desnudos. Unos se acercan al chófer y piden la documentación, otros se limitan a saludar y a agitar los fusiles. En algunas barricadas comen; las mujeres han traído la comida, han colocado los platos sobre piedras; los pequeñuelos, entre cucharada y cucharada de sopa, se suben a las troneras, juegan con cartuchos y con bayonetas.

Cuando estamos más cerca de la ciudad, al alcanzar las primeras calles de los suburbios, entramos en el torrente de la abrasadora lava humana, en la inaudita efervescencia de la enorme ciudad que vive días de arrebatado entusiasmo, de felicidad y exaltación.

¿Ha habido nunca una Barcelona igual, tan llena de frenesí, como la que está festejando ahora su victoria? Barcelona es la Nueva York española, la ciudad más hermosa y engalanada del Mediterráneo, con deslumbrantes bulevares de palmeras, gigantescas avenidas y paseos de mar, con villas fantásticas, que rememoran el lujo de los palacios bizantinos y turcos en el Bosforo. Interminables barrios fabriles, enormes naves de los astilleros, de los talleres mecánicos, de fundición, eléctricos, de la construcción de automóviles; fábricas textiles, de calzado, de confección; imprentas, depósitos de tranvías, garajes gigantescos. Rascacielos de bancos, teatros, cabarets, parques de recreo. Negros tugurios espantosos, donde anida el hampa, siniestro «barrio chino» —estrechas hendeduras entre pared y pared, en el centro mismo de la ciudad, más sucias y peligrosas que las cloacas portuarias de Marsella y Estambul—. Todo, ahora, se halla inundado, invadido, absorbido por una densa y agitada masa humana, todo se encuentra ahora sacudido, vertido al exterior, llevado hasta el punto máximo de tensión y efervescencia. Contagiado cada vez más por esta emoción decantada en el aire, percibiendo los fuertes latidos de mi propio corazón, avanzando con dificultad entre la compacta muchedumbre, entre jóvenes con fusiles, mujeres con flores en los cabellos y sables desenvainados en las manos, viejos con cintas revolucionarias cruzadas en el pecho, entre retratos de Bakunin, de Lenin y de Jaurés, entre canciones, orquestas y gritos de los vendedores de periódicos, pasando junto a una reyerta con tiroteo a la entrada de un cine, junto a mítines en plena calle y un solemne desfile de la milicia obrera, junto a las ruinas carbonizadas de las iglesias, ante chillones carteles en la mezclada luz de los anuncios luminosos, de la enorme luna y de los faros de automóvil, tropezando a veces con el público de los cafés, cuyas mesitas, después de haber ocupado toda la anchura de la acera, salen hasta los adoquines, he llegado, por fin, al hotel Oriente, en la Rambla de las Flores.

En el vestíbulo, al lado del portero con levita de galones dorados, monta la guardia un destacamento armado. Es la guardia del sindicato que ha requisado el hotel. De todos modos, no controla a nadie, se limita a saludar a todo el mundo con el puño en alto. Hay muchas habitaciones vacías; el portero ha explicado que los extranjeros y los que estaban de viaje en Barcelona, en su mayoría abandonan la ciudad. La cena ha sido servida con el ceremonial de los hoteles lujosos, pero en torno a una mesa vecina alborotaban, sin sentirse cohibidos en lo más mínimo, un grupo de jóvenes obreros. Una numerosa familia inglesa: el papá, con pechera almidonada, la mamá con un collar de brillantes, y tres hijas, las tres con iguales mandíbulas salientes, observaban con mudo horror cómo los jóvenes se arrojaban bolitas de pan. Un francés enorme, operador cinematográfico, se estaba emborrachando a toda prisa, el rostro encarnado se le había vuelto azulino. En un ángulo, erguido tras una mesita, se hallaba sentado un viejecito solitario que se sonreía con vaga sonrisa cortés. Ha pedido una botella de Viehy catalán para acompañar la cena y se ha quedado contemplando cómo desde la superficie del agua vuelan al aire burbujitas de gas. Terminada la cena, se me ha acercado con la misma vaga sonrisa y ha inclinado su blanca cabeza cuidadosamente peinada con raya en medio.

—Julio Jiménez Orgue. Y en ruso, Vladimir Konstantínovich Glinoiedski. Aún no había tenido el honor de presentarme a usted.





El balcón del cuarto da a las Ramblas. Esto es lo mismo que vivir en la calle. Después de escribir unas notas, me acuesto, apago la luz. En el amplio marco de las enormes puertas abiertas, esperando el aire fresco de la madrugada, se va fundiendo, fosforescente, el elemento revolucionario humano. La muchedumbre no se marcha, permanece en la calle días enteros escuchando los altavoces y discutiendo. De vez en cuando, cantan a coro acompañados de acordeón o disparan. A las tres de la madrugada aún pasa un desfile con orquesta, pero no hay fuerzas ya para levantarse, ni siquiera para mover una mano o un pie.

9 de agosto

Por las calles fluye sin cesar un espeso torrente de automóviles. Es una colección de todas las marcas; en su mayor parte son nuevos, caros, lujosos. Todos llevan pintadas, con pintura blanca al aceite, enormes letras torcidas en la carrocería y encima del motor: son los nombres de distintas organizaciones y partidos o, sencillamente, consignas. La pintura es espesa, fuerte, imborrable; el ex propietario de un coche cubierto de esta escritura, no puede volver a utilizarlo como propio sin repintarlo por entero. Los coches tienen los cristales rotos y agujereados por las balas, se sale el agua de los radiadores, están arrancados los estribos; algunos van adornados con flores, collares, cintas y muñecas. En los coches viaja todo el mundo, lo transportan todo; los coches se acumulan en los cruces de las calles, en las plazas, chocan entre sí, pasan por la mano izquierda; es la alocada fiesta de los automóviles que se han escapado en libertad.

Todos los grandes edificios han sido ocupados, requisados, por las organizaciones de partidos y por los sindicatos. Los anarquistas han tomado el hotel Ritz. Otro hotel enorme, el Colón, ha sido ocupado por el Partido Socialista Unificado. Los diez pisos del Colón son como el arca de Noé de los comités, del buró, de los puntos de reunión, de las comisiones y delegaciones. El hotel recuerda en gran manera el Comisariado de la Guerra que en 1919 hubo en Ucrania. Llevan por las escaleras paquetes de periódicos, haces de armas, personas detenidas, cestos de uvas, botellas con aceite de oliva. Entre la gente adulta, juegan al escondite los niños; allí los dejan durante el día los padres que prestan servicio de guardia en la milicia. Aquí trabajan y duermen. Además de catalanes y españoles, hay muchos rostros y voces extranjeros. Un alemán pone orden en un depósito de armas; unas americanas han organizado un servicio sanitario; unos húngaros se han dedicado en seguida a su ocupación predilecta: han montado un servicio de prensa, tiran a multicopista un boletín de información en cinco idiomas; los italianos se mezclan con la muchedumbre española, pero se sienten como personas de mayor experiencia.