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—¿En qué soy peor que vosotros? Está bien, otra vez vendré con paraguas, entonces nada me va a caer encima.

Entra en cada casita destrozada, conversa con soldados y oficiales, interroga largo rato a los prisioneros, saca de ellos pequeños y al mismo tiempo valiosos detalles sobre la situación de los facciosos. Arma escándalos a los cocineros por la calidad de las comidas. Al enterarse de que en la columna llevan ya dos días sin verduras, comunica por el teléfono de campaña con unas organizaciones, obtiene un camión de sandías y tomates.

En una pequeña villa, se ha instalado el Estado Mayor del sector del Guadarrama. Ahora los fascistas están batiendo con fuego de ametralladora esta casita y su jardín. El jefe del sector, coronel Asensio, hombre hermoso, al estilo de un cantor de ópera, nos prohibe salir mientras no se calme el tiroteo. Preparan café. Dolores conversa con Casares Quiroga, hombre enjuto, de rostro afilado, con mono y sandalias. Era el jefe del gobierno en el momento de producirse la sedición; se desconcertó, no supo qué hacer, presentó la dimisión, pese al descontento de todo el mundo, y ahora intenta lavar sus culpas en el frente.

Estamos hartos de esperar. Dolores quiere seguir avanzando, llegar hasta donde se han clavado en el suelo los puestos de vanguardia. Todos sienten aprensión y procuran disuadirla. Dolores recuerda que nadie ha estado con aquellos muchachos, aparte de los borricos con la comida, desde hace cuatro días. El mayor Ristori, jovial, regordete, cojo y, no sé por qué, en completo uniforme de gala, se ofrece a acompañarnos.

Caminamos, echamos unas carreritas; el rechoncho Ristori renquea con su bastón y suda la gota gorda. Después de un kilómetro de camino, hay que salvar doscientos metros arrastrándose, sencillamente, por la piedra recalentada por el sol, entre unas espinosas matas de escaramujo. Es enternecedor ver cómo Dolores, femenina, se aparta bruscamente cuando zumba una bala al chocar contra una piedra; Ristori la mira apenado.

Colocaron una sección al resguardo de una peña. Desde aquí, se abrió una trinchera descubierta de comunicación con un fortín. El parapeto está construido con piedras pequeñas y sacos terreros. Al principio y al final de la zanja, los soldados han puesto inscripciones burlescas: «Metro Madrid-Zaragoza.»

Soldados y mando están entusiasmados por la presencia de Dolores.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Pero si aquí hasta los hombres suben sólo de noche! ¡Vaya mujer! ¡No en vano te llaman Pasionaria!

Nos hemos arrastrado hasta el fortín. Desde aquí se ven con toda claridad los parapetos de los facciosos, a unos doscientos pasos.

Toda la sección se ha agolpado en este minúsculo nido. Los combatientes rodean a Dolores por todas partes, tostados por el sol, peludos, algunos vendados. La atosigan, la llaman a la vez de todas partes:

—¡Dolores, bebe con mi pote!

—¡No, con el mío!

—¡Dolores, toma una carta para mi madre!

—Dolores, mira mis heridas, casi se han cicatrizado en cuatro días...

—Dolores, te regalo mi bufanda en memoria. ¡Cuidado, no la tires!

—Dolores, prueba mi ametralladora, ¡es una máquina divina!

Dolores bebe con el pote, toma la carta, tienta la herida, se pone la bufanda del soldado y se mira en un espejito, aprieta contra la ametralladora su cabeza de pelo negro, con alguna cana, y suelta una ráfaga.



Los fascistas responden con un fuego nutrido y rabioso. Hace rato que les está mosqueando el movimiento y la animación del fortín.

—Ya ves, Dolores, te hemos metido en un mal paso.

—Al contrario, he sido yo la que ha atraído sobre vosotros estas balas.

Estrechamente apelotonados, los soldados escuchan las entrecortadas palabras de Dolores:

—Yo, como vosotros, soy una española sencilla, no de la nobleza. He sido fregatriz en los edificios de una mina. Y mi marido es minero... Pero todos nosotros, gente sencilla, obreros, lucharemos hasta el fin por una España popular, libre y feliz, contra la camarilla fascista de generales y jesuítas... Sois unos muchachos valientes, ya lo sé, pero la valentía no basta. Es necesario tener clara conciencia de contra quién luchas, contra quién disparas... Nosotros disparamos contra nuestro maldito pasado, contra la España de los Borbones y Primo de Rivera, que intenta volver y estrangularnos. Que el enemigo no nos pida gracia... Constituimos la vanguardia mundial contra el fascismo, de nuestra victoria dependen muchas cosas. Nos apoya la democracia de todo el mundo... Nos apoyan los obreros rusos. Ya nos han mandado dinero, y nos mandarán lo que nos haga falta... Aquí me acompaña un camarada ruso, ha venido en avión a nuestro país... Pero hemos de confiar sobre todo en nosotros mismos, en nuestras armas, en nuestra valentía... Nadie ha podido vencer nunca, hasta el fin, a un pueblo que luche por su libertad. Es posible convertir a España en un montón de ruinas, pero no es posible convertir a los españoles en esclavos... Vosotros decís que tenéis pocos proyectiles; pero ¿con qué lucharon los obreros y campesinos rusos contra sus fascistas e invasores extranjeros? Cogían los cartuchos y proyectiles al enemigo... Llegará el día en que nuestra causa triunfará. La bandera de la República democrática ondeará sobre todo el Guadarrama, sobre los minaretes de Córdoba, sobre las torres de Sevilla.

Hace una pausa, se arregla con gracia y propone:

—Si queréis hacerme un gran honor, dad mi nombre a vuestra compañía.

Los combatientes están de acuerdo.

—Desde luego... Si no temes que te dejemos mal.

Los facciosos siguen disparando contra la trinchera, y Dolores cuenta cómo progresa la mujer española al participar en la guerra, al ayudar a los hombres en la retaguardia. Se enardece al pasar a su tema favorito: la mujer, la familia y el niño en la Unión Soviética.

—¿Tienes hijos, Dolores?

—Naturalmente. Podéis envidiarme. Tengo a mi hija en Ivánovo, que es una ciudad textil soviética, por el estilo de nuestra Sabadell. Y a mi hijo en Moscú, en la fábrica Stalin. Sólo tiene dieciséis años, pero mide un metro ochenta. Imaginaos, pronto se me presentará y me dirá: «¡A ver, voy a tomarte en brazos, madrecita!»

Todos se ríen largo rato. Y Dolores, llena de inquietud y ternura, mira a la sección.

Los combatientes entregan un ramo a Dolores. No son flores de tienda. Han sido recogidas al pie de las rocas, bajo el fuego de los fascistas.

Ya oscurecido, regresamos al Estado Mayor, y no los tres solos, sino con una solícita compañía. Pasada Cercedilla, junto a un grupo de casas, de pronto se oye un disparo, unos gritos desgarradores, inhumanos, y mucho trajín. Paro el coche y voy a ver qué pasa. Resulta que un muchacho, con la mano sobre la boca del fusil, se ha quedado adormilado y se ha atravesado la palma. Bien que mal, se la han vendado y lo hemos subido al coche para trasladarlo al punto de socorro de El Escorial. El fornido muchacho llora a voz en grito. Dolores le tranquiliza pacientemente: