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Esto ya no es sólo un levantamiento. Ya es una guerra, y las retaguardias de ambos enemigos llegan muy lejos. Franco ha declarado a un corresponsal de la agencia Reuter: «Si vencemos, España se gobernará por principios corporativos, como Alemania, Italia y Portugal. Implantaremos una dictadura que durará todo el tiempo que haga falta.»

Franco tiene en su retaguardia al multimillonario Juan March, a los monjes con aritmómetros bancarios, a la Gestapo, a Trotski con su banda, a los samuráis japoneses, los bárbaros arios, el aceite de ricino italiano para los obreros, las fábricas de Krupp, el frenético delirio de Miguel de Unamuno.

Tras el suave doctor en química José Giral, le guste o no, en la retaguardia están los proletarios y los campesinos de España, los profesores y estudiantes chinos radicales, los checoslovacos alarmados, los laboristas británicos, las banderas rojinegras de Durruti, la ira antifascista y el furor de los barrios obreros de todo el mundo.

En Italia y Alemania, el guante no fue recogido. Los obreros no tuvieron tiempo de ponerse de acuerdo con los campesinos y la pequeña burguesía, ni los partidos entre sí. La peste negra y parda se acercó, furtiva, repentinamente, fulminante. El fascismo no puede llegar al poder sin sublevarse, sin acción violenta. Incluso habiendo obtenido mayoría en las elecciones, Hitler, ya en el poder, tuvo que organizar un motín, una insurrección, tuvo que incendiar, para ello, el Reichstag, detener a diputados, no sólo de los partidos obreros.

Aquí, precisamente aquí, en este país despreocupado, lento y atrasado, la clase obrera ha encontrado la energía vertiginosa, la capacidad espontánea de organización para coger al fascismo por la garganta, herirle y ensangrentarle con las primeras armas que ha encontrado al alcance de la mano, para rechazarle, aunque de momento sea tan sólo de las capitales e iniciar la lucha contra él. Aquí el guante ha sido recogido por primera vez, ¡y qué lucha va a ser ésta!

Francia, loco país, ¿qué esperas? Llevas ciento veinte años sin que te inquiete la frontera de los Pirineos, y ahora te rodean por el sur, los cascos de acero alemanes han hecho ya su aparición en Irún y en San Sebastián. Se cumple la amenaza de Bismarck —era él quien quería «aplicar el sinapismo español a la nuca de Francia»!—... Aquí no tienes la línea Maginot. Dos docenas de chiflados y buscadores de aventuras de la escuadrilla de André, sin pasaportes, en aparatos de ocasión, se han lanzado al aire para defenderte a ti, Francia, para defender tu paz y tu seguridad, tus riquezas y tu hermosura, tus fábricas y sembrados, tu enorme ejército, tu poderosa flota aérea. Uno a uno se reúnen los patriotas obreros franceses para ayudar a España, para rechazar la invasión fascista. ¡Ya México promete enviar fusiles a España, y tú aún dudas! ¿Peligro de guerra mundial? ¿Cuándo se ha apagado un incendio dejando que las llamas se extingan por sí mismas? Es necesario pisotear el fuego incipiente en la habitación para que no se extienda por la casa entera.

Aquí, estos días, están esperando a Francia anhelantes. Nadie —ni el jefe del gobierno, ni el obrero con el fusil al hombro, ni el limpiabotas—, en su fuero interno, duda en lo más mínimo de que Francia, la de izquierdas, la de derechas, cualquiera que sea, por la seguridad de España, por la de Francia, por la de ambos países, acudirá en ayuda de España. Muchos creen que la ayuda ya ha llegado.

Un oficial estudia un mapa en una estancia inmediata a la de Giral. Me hace un guiño.

—¿Francés?

—No. Ruso.

Asombro. Lo duda: ¿no será una broma?

Una muchacha, en un quiosco de periódicos:

—¿Francés?

—No. Ruso.

Se ríe. No lo cree.



Unos milicianos, en el café, se vuelven hacia mí con unas copitas de coñac:

—¡Viva nuestra fiel amiga, Francia!

Yo respondo:

—Merci.

Por la noche, en la calle de Serrano, en el Comité Central del Partido Comunista de España, he podido ver y abrazar a un tiempo a José Díaz, a Dolores Ibárruri, a Vicente Uribe y a otros amigos, unos conocidos y otros a los que he encontrado por primera vez.

20 de agosto

A primera hora de la mañana he pasado a recoger a Dolores y por Fuencarral nos hemos dirigido a la sierra de Guadarrama. Una magnífica autopista cruza el espeso bosque de un parque y luego pasa entre lujosas fincas, con chalets del extrarradio de la ciudad. Casi sin interrupción, se van sucediendo uno a otro pequeños poblados de veraneo. Aquí descansaban del sofocante calor de Madrid, la nobleza y la burguesía rica. Ahora está todo destrozado por la artillería, por los incendios o, sencillamente, las fincas están condenadas, descuidadas, abandonadas.

Cercedilla y Guadarrama son los últimos pueblos ante las líneas del frente. Aquí están destrozados tres cuartas partes de los edificios. Casi todo son cenizas y ruinas. De una casa destruida por las llamas, no ha quedado en pie literalmente más que una puertecita montada sobre piedra, y en ella pende de un clavo una tablita ahumada que dice: «Asegurada contra incendios.» Tirados por el suelo, se ven postes telegráficos, cables, cápsulas vacías y cascos de obuses.

En este apelotonamiento complicado de rocas, barrancos y bosque, se viene librando hace ya casi un mes una lucha tensa y concentrada. Ni una sola vez ha habido aquí calma. Los fascistas se sienten hipnotizados por la proximidad de la capital. En total, cincuenta kilómetros, y aún menos. Basta romper hacia abajo, hacia la hondonada y ya es posible agarrar por el cuello a Madrid, al gobierno, a la República. Los republicanos lo comprenden. Comprenden lo que puede costar el más pequeño fallo, la más insignificante distracción.

Los cañones son pocos, por ambas partes. Pero la acústica montañosa extiende los cañonazos con eco centuplicado por los desfiladeros y forma un estruendo fantástico, verdaderamente diabólico.

Cada día, desde primera hora de la mañana hasta muy entrada la noche, pequeños grupos de hombres avanzan cautelosamente por la ladera, trepan por los riscos intentando envolver a grupos enemigos, cortarlos de sus posiciones; se espían mutuamente, procuran hacerse con una roca más, una nueva elevación, batir otra pequeña depresión del terreno.

Aquí, todos conocen a Dolores, la saludan de lejos, los soldados la obsequian con pan, con vino de las cantimploras, procuran convencerla de que se quede un poco más, de que se siente, de que no avance más allá. En la sierra cada soldado cuenta con efusión que conoce personalmente a Dolores.

Hoy aquí reina una animación especial. Las columnas republicanas intentan aprovechar el éxito registrado el día de ayer por el grupo del coronel Mangada y hacer retroceder al enemigo de su línea inmediata. El enemigo responde con encarnizado fuego de cañón y de ametralladora, las balas y los shrapnel silban a cada minuto. Los soldados aconsejan a Dolores que se agache, ella no hace caso y corre, como todos, derecha inclinando levemente la cabeza.