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La línea sale de la ciudad. He aquí las trincheras avanzadas de Guadalajara, he aquí la Sigüenza fascista, he aquí Zaragoza. Uniformes de conquistadores italianos por las calles, por los cafés, «flechas azules», «flechas negras»...

A uno de los aviadores italianos derribados no hace mucho, los republicanos le encontraron una novedad: sellos de correo especiales del servicio italiano en España. Toda carta franqueada con estos sellos, es intangible para las autoridades locales, lo mismo que en las colonias. No la toca la censura española, sólo los chivatos italianos tienen derecho a abrirla...

Más allá, la España del nordeste, zona de la influencia alemana. Ahí no sólo hormiguean los oficiales. La zona está llena de ingenieros, contratistas y comerciantes. Ya han aparecido los literatos berlineses, que dan al «romanticismo» una nueva interpretación. Un tal Edwin Dwinger ha publicado un librito de impresiones españolas. En él, el autor se enternece al ver que «se alegran como niños» los franquistas con sus «merecidos trofeos: relojes tomados de los cadáveres aún calientes».

Si los fascistas torturan y hacen perecer entre tormentos a personas inocentes en el centro de Europa, en Berlín y en Hamburgo, a la faz del mundo, ¿quién va a ponerles cortapisas aquí, en un rincón provinciano, en las mesetas aragonesas, en este festín del sadismo y la venganza? Una bala por el carné de un sindicato rojo, una bala por una palabra poco circunspecta, una bala por una mirada audaz, insubordinada. Este duelo con las fuerzas negras del fascismo, estremecerá a todo el mundo, animará a los débiles, avergonzará a los cobardes, dará alas a los valientes y confundirá a los enemigos.

Más adelante, hacia el nordeste, la línea corta los Pirineos —alta barrera cubierta de nieve—. Francia quiere ampararse tras ellos, quiere cerrar los ojos y tapar los oídos a la tragedia española —¡será en vano!—. No pocos de los que dirigen la política en Francia quisieran que aquí la gente acabara de matarse luchando entre sí sin inquietar a los demás países —¿no es así, acaso, como razonan los defensores «izquierdistas» de la «no intervención»?—. Se apartan de los protectores de Franco, de los fascistas manifiestos y encubiertos, pero trabajan con todas sus fuerzas para ellos.

El fascismo ha modificado la táctica respecto a los países que quiere dominar. Sigue dando puñetazos sobre la mesa, como antes, y éste es el argumento fundamental para los gobiernos cobardes. Pero al mismo tiempo, con la mano izquierda, hace cosquillas a la barbita de sus futuras víctimas. No se sabe lo que esto debe de significar, pero produce su efecto. Ahora, en Francia, en Bélgica y en Suiza, actúan nubes enteras de importunas mosquitas fascistas. Zumban sobre la juventud, que aún no ha elegido su camino, susurra insinuantes consejos, asusta con los horrores de la guerra contra Hitler y procura demostrar que es perfectamente posible evitar dicha guerra mediante compromisos, concesiones y acuerdos.

Las bandadas colombinas de pacifistas, refunfuñan en son de reproche: ¿para qué tanto soldado, para qué fortificar las fronteras, para qué el pacto francosoviético? Cosa rara, a ellos no les intranquiliza en lo más mínimo el pacto italogermanonipón, probablemente por distracción no ven los desembarcos de japoneses en Shangai, los desembarcos de italianos en Sevilla, el ejército fascista clandestino en Viena. Nunca habían trabajado con tanta agilidad como ahora las agencias de propaganda y espionaje en todos sus aspectos y variedades; el fascismo no había envuelto tan estrechamente como ahora a Francia con una compleja red de provocaciones, chantajes, actos terroristas, raptos y toda clase de historias misteriosas. A los fascistas les inquieta el hecho de que la clase obrera francesa esté despierta, animada, activa. Donde ella pone el pie y actúa, la red se desgarra, los resortes de la conspiración salen al exterior y se rompen.

Miramos más allá; un pequeño país de montaña, que ha unido en sí, históricamente, tres grandes culturas europeas, constituía no hace mucho el más pacífico rincón de la Europa burguesa, una islita salvadora, un refugio para los luchadores políticos, víctimas de la reacción y expulsados de sus países. ¿Y ahora? Ahora, el neutralísimo y piadosísimo señor Motta, anfitrión de la misma Liga de las Naciones, cierra los ojos al hecho de que día y noche las fábricas de material de guerra instaladas en los alrededores de Ginebra, Lausana y Locarno producen armas y gases asfixiantes y los mandan al Japón, a los Balcanes, a Franco...





Y todavía más allá: Alemania del sur, mudas aldeas bávaras, antes tan alegres, Munich, de tanto ingenio y talento. Ahí creaban los pintores, los artistas; vagaban muchedumbres de visitantes por las exposiciones, se discutía vivamente sobre arte. Ahora todo ha sido anulado. Ahora ahí se encuentra el cuartel principal de los fascistas, la plaza de los desfiles hitlerianos. Con qué rapidez cambian las reputaciones; ¿quién piensa ahora en el arte al oír la palabra «Munich»?

Oscuras ventanas de las casas alemanas. Pero durante la noche entera estarán iluminadas las ventanas de las fábricas. En los enormes talleres metalúrgicos, de fundición, de las fábricas de cañones y municiones, arde la llama, sin apagarse nunca. El país, no curado aún de las graves heridas de la pasada guerra, ha sido convertido otra vez en una monstruosa forja. La guerra, tal es la política de la tiranía hitleriana. ¿No será hacia Checoslovaquia hacia donde se dirija el primer golpe insensato, hacia ese país al que llega la mirada voladora, hacia los Sudetes, el extremo izquierdo de la estrecha y larga Checoslovaquia?

En las ácidas aguas de Carlsbad y Marienbad, en los desvanes de los restauradores y de los dentistas, se descubren cajas con armas de la fábrica Krupp, secretas emisoras de radio, octavillas de Dresde. Antes, los «nazis» checoslovacos, cuando eran cogidos con las manos en la masa, se justificaban, se desentendían de Berlín, juraban, se daban golpes al pecho. Ahora se han vuelto más insolentes, no niegan nada, al contrario, responden amenazando con la intervención germana... Pero la zona de en medio, en Checoslovaquia, se acaba. El pueblo, el ejército, la intelectualidad, han adoptado una posición firme. La defensa contra la invasión fascista extrajera es necesaria, posible y real. El ejemplo de la España indefensa e inexperimentada, su año y medio de resistencia al invasor, han iluminado los cerebros de muchos que antes esperaban, sumisos y llenos de pánico, a que sobre Checoslovaquia cayera la desgracia...

Volamos rápidamente con la mirada, pero ya es negra noche en torno. Entre las tinieblas y el frío otoñal, yacen las aldeas de Polonia, la Varsovia sombría, sin trabajo.

El Estado polaco tiene ya dieciocho años, ¿y qué ha dado a su pueblo el «gobierno de los coroneles»? Ningún convenio con Alemania, ninguna combinación y artilugio financieros y diplomáticos han bastado para empujar la rueda de la máquina, para despertar los tornos dormidos, para dar trabajo y un pedazo de pan a los parados. En triste rigidez esperan las personas, aldeas y ciudades a que se acabe esta prolongada pesadilla...

Cerca de Minsk, al amanecer, volamos sobre la frontera de la parte soviética del mundo. Ahí, sobre todo hoy, no duermen. Brillan las luces en los puestos de guardia fronterizos, hay festiva agitación en las casas koljosianas, se acaban de colgar las últimas banderas y pancartas en las plazas y calles de la capital bielorrusa; los tanquistas se aproximan a la posición de partida para el solemne desfile y los caballos de las tropas de caballería piafan; bajo los tellices bordados, palpitan las grupas, limpias, aterciopeladas, bien peinadas.