Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 184 из 196

Dicho aún de manera más breve y franca: Cataluña puede salvar del fascismo a la República y salvarse a sí misma. Puede hundir a la República y hundirse a sí misma.

Busco respuesta a un problema candente. Deambulo por las calles, por los lujosos paseos y avenidas, por las estrechas callejuelas y callejones de la ciudad inmensa, maravillosa en su hermosura. Me fijo en los rostros de la juventud: ¿Qué está dispuesta a dar, qué puede dar a la guerra?

No son pocos los jóvenes catalanes que han ido al frente. Los hemos visto ante Zaragoza, ante Huesca y ante Madrid. Desde luego, Cataluña dará también a la República más combatientes, lo mismo que otras partes de España. Hombres bastan; lo que falta es con qué armarlos, que haya quien los instruya bien.

Pero ya antes de incorporarse al frente, estando aún aquí, en la retaguardia, todos estos millones de personas aptas para el trabajo pueden ayudar en la lucha. Cada par de manos es útil para la victoria. En Barcelona, incluso en los días de trabajo, resulta difícil abrirse paso a través de la muchedumbre ociosa. La gente llena los bulevares, las mesas de los cafés o, simplemente, está sentada a la puerta de sus casas.

Aunque sea desagradable, es necesario decirlo: durante la guerra mundial imperialista, la industria catalana producía para Francia varias veces más de lo que ahora produce para su propia España republicana.

Entonces, máquinas y hombres trabajaban día y noche. Los trenes en fila interminable pasaban por la frontera, hacia el norte. La fábrica Hispano-Suiza servía motores de aviación casi para la mitad de la flota aérea francesa. En Barcelona se producían ametralladoras, morteros, fusiles, cartuchos, obuses, piezas de ingeniería militar. Las excelentes fábricas catalanas de calzado y confección abandonaron el trabajo para las tiendas de lujo y durante las veinticuatro horas del día cortaban y cosían botas de soldado, uniformes, ropa interior, de abrigo, gorras, macutos. Se abrieron muchos nuevos talleres, emplearon en ellos a las mujeres, a los viejos y a los adolescentes: Cataluña entera se encontraba al pie de las máquinas.

Y no por ello nadaba en la abundancia ni mucho menos. Las dificultades de la Europa en guerra también la azotaban a ella. Escaseaban los víveres, había que hacer cola para el pan, para la leche, para el carbón... La dura mano de la intendencia del ejército francés, junto con los contratistas empresarios, pudo obligar a la máquina a funcionar sin interrupción.

Ahora la industria catalana no rinde ni la mitad de lo que podría rendir. Lo que produce dista mucho de ser, siempre, necesario al ejército. Todavía hoy de las fundiciones salen muebles para los vestíbulos de los teatros y camas de acero inoxidable para niños. Es increíble, pero es un hecho: aún no hace mucho, el Ministerio de la Guerra de España ha comprado en el extranjero tela caqui y zapatos para el ejército republicano.

¿Tienen de ello la culpa los obreros?





En lo más mínimo. La clase obrera catalana ofrece y está dispuesta a ofrecer en adelante todos los sacrificios para la guerra de liberación contra el fascismo. No es culpa suya si todavía no se ha puesto orden en la industria.

El gobierno todavía no ha promulgado el decreto de militarización y nacionalización de todas las ramas fundamentales y decisivas de la industria, pese a haber sido aprobado por todos los negociados, partidos y organizaciones. En Barcelona todavía ahora discuten entre sí dos comisiones gubernamentales —una local y la otra de Valencia— creadas para regular la producción de guerra.

En las empresas hacen y deshacen los «comités» de fábrica como mejor les parece, transformándose a veces en el peor tipo de empresarios, además, empresarios incapaces, con fraseología «revolucionaria» izquierdista. La nivelación de salarios adquiere a veces el carácter de un verdadero escarnio. Un obrero sin la menor calificación, aplicado en los trabajos más insignificantes, recibe al día dieciocho pesetas; un metalúrgico muy calificado en una fábrica de aviación, recibe dieciocho pesetas veinticinco céntimos; un ingeniero de la misma fábrica, diecinueve pesetas. Contra semejante estado de cosas luchan los obreros conscientes, los círculos sindicales y políticos. El Partido Socialista Unificado ha presentado al gobierno un proyecto de decreto acerca del salario progresivo por el trabajo a destajo. Pero esta cuestión no acaba de resolverse nunca.

La disciplina de producción en las fábricas es muy baja. Los demagogos aprovechan todos los pretextos para ausentarse del trabajo organizadamente. Por ejemplo, la manifestación de hoy, a despecho de las protestas del Partido Socialista Unificado, no se ha convocado para la tarde, después del descanso del mediodía, sino a las nueve de la mañana. Hoy Barcelona no trabaja con motivo de la manifestación, mañana no trabajará por ser domingo, pasado mañana no trabajará hasta el mediod ía por ser lunes. Total dos días y medio sin trabajar en plena guerra, en el momento en que media España está en manos del enemigo.

En Barcelona, actualmente, se pasa más hambre que en Valencia, en Alicante y en Albacete. En el centro de una región agrícola fértilísima, al lado del Aragón rico en cereales, a la orilla del mar, resulta que no hay en suficiente cantidad ni pan, ni verduras, ni pescado, ni azúcar. Los periódicos polemizan sobre este particular, las autoridades urbanas dan largas explicaciones. Se remiten a la falta de divisas para la compra de víveres, a la falta de barcos para el transporte. En realidad, una de las i

No en vano ha hablado Companys, en su discurso, de los derrotistas. No los ha inventado. Los derrotistas abultan los fracasos y las deficiencias, profetizan la victoria de los fascistas, afirman que Cataluña tiene sus intereses propios, separatistas. En los barrios burgueses de Barcelona, pese a que esta ciudad es la que se encuentra más alejada del frente, se ven con mucha más frecuencia rostros hostiles, se oyen quejas con motivo de la guerra o, simplemente, exclamaciones dañinas.

El gobierno catalán, en su composición actual, lucha decididamente contra los derrotistas y los separatistas, castiga a los especuladores, a los desorganizadores de la producción, a los saboteadores, a los dañinos, a los espías. Durante los últimos meses, ha obtenido no pocos éxitos: de todos modos, hoy, las fábricas se parecen muchísimo más a fábricas de guerra que en mayo. Pero también en el trabajo del gobierno hay aún mucha complacencia, despreocupación y pérdida de tiempo en pequeñeces.

Entre las organizaciones políticas, de partido y sindicales, han cobrado nuevo vigor, ahora, los elementos de comprensión recíproca, la tendencia a la unidad, a la cohesión ante el enemigo común. Son menos los roces, los conflictos por nimiedades, las polémicas por la polémica misma, hay más seriedad y sentido de responsabilidad. Obliga a que así sea la situación, seria, decisiva. Lo exigen las amplias masas, que desean inflexiblemente luchar hasta la última gota de sangre con su mortal enemigo, el fascismo, y que necesitan, para ello, dos cosas: unidad y organización...