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—¡Hermanos! No os lo he dicho todo cuando he hablado por primera vez. Os he dicho que en nuestro pueblo hay algunos comunistas. Pues bien, yo soy uno de ellos. Hace ya bastante tiempo. Antes, callaba, pero ahora —el viejo eleva la voz—, ahora digo en alta voz que soy comunista, que lo oigan todos, ¡y también este mosquito de Cristóbal! Que lo oiga y que haga conmigo lo que quiera. Pero, hermanos, ¿no es una vergüenza que en nuestro pueblo haya sólo media docena de comunistas? Cuando yo era pequeño, oí contar a los viejos de qué modo en otro tiempo nuestros paisanos pelearon contra los señores y sus lacayos. ¿Acaso ahora, cuando nuestros sufrimientos se han multiplicado, acaso ahora no iremos al Partido que sabe de qué modo es preciso agarrar por el pescuezo a nuestros verdugos?

El viejo levantó en alto una hoja limpia de papel. Con la hoja en blanco movió el ardiente y parado aire. Agitaba la hoja y exhortaba a la gente.

Por la muchedumbre se produjo una conmoción. Algo se agitó entre los campesinos, algo los atraía, algo se resistía. Algo oprimía a la muchedumbre. Algo le producía calambres. Y estos calambres eran los del parto.

En el trozo rojo de desnuda tierra, una muchedumbre de jornaleros españoles, ignaros y analfabetos, daba a luz. La muchedumbre adquiría conciencia de sí misma como clase combatiente y daba a luz un partido, paría comunistas. José Díaz, joven comunista de Sevilla, asistía al parto. El guardia Cristóbal sacó un cuaderno de notas. Uno tras otro, en ininterrumpida fila, se acercaban al canto rodado de granito las personas y, después de mirar el rostro pétreo del civil, se inclinaban sobre la hoja.

El viejo que los invitaba a inscribirse, los conocía a todos. Pero en ese momento era solemnemente formal, al puro estilo español. Era como si cumpliera un rito. Preguntaba en voz alta por el nombre, y cada uno de los que se acercaban pronunciaba el suyo en alta voz.

Cada uno de los que habían suscrito la hoja o de los que aún no se habían acercado a hacerlo, vivía febrilmente la conducta de los demás. Todos se sondeaban recíprocamente con la mirada. Bajo esta mirada, los cobardes procuraban separarse disimuladamente a un lado. Otros, con las cabezas altas, dando exageradamente empujones entre la muchedumbre, se acercaban a la tribuna. Duró largo rato la dulce prueba de la inscripción en el Partido a los ojos de la policía. Crecieron dos listas iguales: una, en la hoja del viejo; la otra, en el cuadernito del guardia civil.

Por fin, el viejo se levantó con la hoja. Dijo en voz alta:

—Ciento cuatro.

El gendarme cerró de un golpe el cuadernito. La reunión estaba descontenta.

—¡Pocos!

—No, hermanos, esto no es poco. Esto es casi una octava parte de los que estáis aquí. De este centenar, aún cribaremos a algunos. Examinaremos cada caso, discutiremos caso por caso si podemos admitir a todos a las filas de los comunistas. Aunque sólo sean cincuenta quienes en nuestro pueblo comiencen a luchar con valentía contra los terratenientes, los usureros y los civiles, este medio centenar arrastrará tras de sí a millares y decenas de millares. Sólo que, cuidado, ¡no hay que mostrar la espalda al enemigo, no hay que traicionar a los camaradas! ¡Habéis prestado juramento —sonríe—, habéis prestado juramento de manera completamente oficial, en presencia de la guardia civil!

La procesión dio la vuelta, había adquirido ya un nuevo aspecto. Un centenar de braceros comunistas marchaban al paso tras el alto abanderado, tras el moreno joven de Sevilla. Y también la muchedumbre los seguía de otro modo. Ya no era una muchedumbre, ya era un destacamento. Un destacamento campesino, dispuesto a pelear y a vencer. Los hombres miraban las plantaciones de olivos con otros ojos; no con ojos de víctimas, sino con los importantes ojos de futuros dueños.

¿Quedan muchos con vida, de la célula que entonces se formó en Lucena? Es difícil decirlo. Ahora, en la Andalucía del sur impera el general Queipo de Llano. Pero centenares y millares de comunistas se retiraron del sur hacia Jaén, hacia Extremadura, hacia Madrid, a pelear contra el fascismo. Y más aún han sido los que se han quedado a defender su tierra. Formando ágiles y flexibles destacamentos de guerrilleros, se mueven en torno a Sevilla, e inquietan y atacan a las tropas fascistas, recuerdan a los campesinos sus esperanzas de victoria, les recuerdan que tienen derecho a esta caliente tierra andaluza de color rojo oscuro, a las plantaciones de olivos, a las casas de los terratenientes.

El joven obrero propagandista sevillano se ha convertido en el dirigente de todos los bolcheviques españoles. ¡Qué pena, que esté ahora encadenado a la cama! Pero se restablecerá, desde luego. Es necesario operarle cuanto antes... Toma de la mesita de noche un vaso y despacio, a pequeños sorbos, bebe agua. Entonces, en Lucena, no le dejaron beber...

Le acompañaron con una escolta segura hasta la estación. Le despidieron solemne y alegremente. Los gendarmes no se atrevieron ni siquiera a acercarse. En el camino de regreso, yo observaba desde otro vagón. Dos estaciones más allá, el joven bajó al andén a beber.

No había bebido en todo el día. En la tribuna del campo de Lucena no había jarros ni vasos. El muchacho que vendía el agua, tomó los diez céntimos y dio el botijo. Con el gesto habitual de un español del pueblo, el agitador levantó el botijo más arriba de la cabeza y lo inclinó para que el chorro de agua fresca cayera a la boca abierta. En ese instante le agarró por el hombro un guardia civil.

Aquel civil iba pulcramente rasurado y llevaba gafas contra el sol. Acababa de salir con una hoja en la mano de una puerta de la estación, que tenía encima el letrero «Teléfonos». Desde el otro extremo del andén, se acercaron precipitadamente aún otros dos guardias, empuñando los fusiles.

Mientras el joven presentaba sus documentos, el muchacho del botijo se fue corriendo. El joven no pudo apagar su sed. Caminando entre dos guardias, el agitador cogió de su bolsillo un pellizco de unos gruesos cigarrillos canarios y empezó a liarse un pitillo.

23 de junio

Zalka había esperado con mucha impaciencia el Congreso. Se inquietaba al pensar que quizá no podría entrevistarse con los delegados. Sentía grandes deseos de hacerlo.

—¡Naturalmente, podrán verse! ¡Qué duda cabe! Usted puede incluso invitar a alguien donde esté, en el frente, organizar una comida. Es posible que deba usted intervenir. Como si dijéramos en calidad de general español aficionado a la literatura.

—Temo que resulte un poco forzado, Mijaíl Efimovich. Mejor será que me dé un asiento en alguna parte entre el público, sin que nadie se entere, en las filas de atrás. Sencillamente, en el gallinero. A mí me basta con verlos. Es que se trata de personas a las que conozco muy bien.

Murió cuando sólo faltaban tres semanas para el Congreso.

El Congreso de los Escritores, a pesar de todo, se celebra, aunque con cierto retraso. Lograrlo, ha sido muy difícil. Los gobiernos de muchos países «no intervencionistas» dificultan el tránsito de los delegados, les niegan los pasaportes, alargan los trámites burocráticos, intimidan, disuaden, exhortan. Pero también entre los propios círculos literarios se han encontrado quienes, denominándose de izquierda y antifascistas, se manifiestan portados los medios contra el Congreso y la participación en el mismo.