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Trueba pronuncia unas palabras de introducción. Explica que se lucha contra los propietarios fascistas, por la república, por la libertad de los campesinos, por su derecho a organizar su vida y su trabajo como crean conveniente. Nadie puede imponer su voluntad a los campesinos aragoneses. Por lo que respecta a la comuna, ésta es una cuestión que sólo pueden resolver los campesinos, nadie si no ellos, nadie por ellos. La columna, en la persona de su comisario de guerra, puede prometer tan sólo que defenderá a los campesinos contra medidas violentas, quienquiera que sea el que las emprenda.

Satisfacción general. Gritos de «¡muy bien!».

Desde la sala preguntan a Trueba si no es comunista. Responde que sí, que es comunista, o mejor dicho, miembro del Partido Socialista Unificado de Cataluña, pero que esto, ahora, no importa para nada, pues aquí él representa a la columna militar y al Frente Popular.

Trueba es un hombre de pequeña estatura, robusto, fuerte; fue minero, luego cocinero, estuvo encarcelado; es joven, lleva uniforme semimilitar con correaje y pistola.

Se hace una propuesta: que se permita asistir a la reunión tan sólo a los campesinos y braceros de Tardienta. Sigue otra: que asistan todos los que quieran, pero que hablen sólo los campesinos. Se aprueba la segunda.

Habla el presidente del sindicato del pueblo (unión de braceros y campesinos con poca tierra, algo así como un comité de campesinos pobres). Considera que el acuerdo de ayer sobre la colectivización se tomó sin que estuviera presente la mayoría de los campesinos. En todo caso, ha de someterse otra vez a discusión.

Muestras de asentimiento en la asamblea.

Una voz de las últimas filas declara que ayer, en la cola del tabaco, censuraron duramente al comité. Invita a los críticos de ayer a que hablen aquí. Tempestad en la sala, protestas y voces de aprobación, silbidos, gritos de «¡muy bien!». Nadie se presenta.

Habla, muy turbado, un campesino de mediana edad. Propone que ahora el trabajo sea individual y que después, terminada la guerra, se plantee otra vez la cuestión. Muestras de asentimiento. Otros dos oradores intervienen en el mismo sentido.

Debate sobre el reparto de la cosecha recogida este año en las tierras confiscadas. Unos piden que se distribuya por partes iguales, por familias; otros, que el sindicato la reparta según las necesidades, por bocas.

Queda aún la cosecha no segada debido a las operaciones militares. Un joven propone que cada uno siegue el trigo que pueda, bajo el fuego enemigo, exponiéndose lo que le parezca. Quien más arriesgue la piel, más recogerá. Sus palabras son acogidas con muestras de aprobación. Pero mete baza Trueba. Considera que la proposición no es justa: «Todos somos hermanos y no vamos a ponernos mutuamente en peligro por un saco de grano.» Propone recoger en común la cosecha de la zona batida por el enemigo, y la columna militar defenderá a los campesinos. El grano, que se divida según la cantidad de trabajo y según las necesidades. La asamblea se inclina por la proposición de Trueba.

Son ya las ocho, la asamblea toca a su fin. Pero un nuevo orador altera el equilibrio. Con palabra emocionada, llena de pasión, quiere convencer a los habitantes de Tardienta que dejen de ser egoístas y empiecen a repartirlo todo en partes iguales: —¿no es por esto por lo que se está librando esta guerra sangrienta?—. Es necesario ratificar el acuerdo de la víspera y establecer inmediatamente el comunismo libertario. Es necesario confiscar la tierra no sólo a los terratenientes, sino, además, a los campesinos ricos y medios.





Gritos, silbidos, palabras gruesas, aplausos, exclamaciones de «muy bien».

A continuación del primero, otros cinco oradores anarquistas se lanzan al ataque. La asamblea está desconcertada; unos aplauden, otra parte calla. Todos están cansados. El presidente del sindicato propone votar. El primer anarquista se opone. ¿Acaso cuestiones así se resuelven votando? Lo que hace falta aquí es entusiasmo, un afán común, ímpetu, enardecimiento. Al votar, cada uno piensa en sí mismo. La votación significa egoísmo. ¡No hay que votar!

Los campesinos están confusos, las altisonantes frases los abrasan y pese a que la aplastante mayoría no está de acuerdo con el orador anarquista, no es posible restablecer el orden y votar. La asamblea rueda por la pendiente.

Ya no es posible hacer nada. Mas, de pronto, Trueba encuentra una salida. Propone: como ahora es difícil llegar a un acuerdo, quienes deseen continuar trabajando individualmente, que lo hagan. En cambio, los que deseen formar una colectividad, que vengan aquí mañana a las nueve de la mañana para celebrar una nueva reunión.

La propuesta gusta a todos. Sólo los anarquistas se van malhumorados.

Por la noche, en un pequeño local se proyecta una película. La atención del público llega al rojo vivo. Los espectadores llevan las negras boinas hundidas sobre las cejas, abren los ojos de par en par. Vasili Ivánovich Chapáiev, con su amplio capote caucasiano, corre a caballo por unas colinas, y las colinas son parecidas a las de aquí, aragonesas. Las negras boinas observan, ávidas, cómo Vasili Ivánovich agrupa a los campesinos de las proximidades del Ural contra los terratenientes y generales, cómo derrota a los fascistas suyos, rusos, también parecidos a los de aquí, españoles... Vasili Ivánovich se prepara con el mapa a la vista para el combate del día siguiente y Piétia no logra conciliar el sueño, contempla a su comandante desde el camastro.

«Te estoy contemplando, Vasili Ivánovich, y pienso: eres un hombre incomprensible para mi caletre. ÍUn Napoleón! iUn verdadero Napoleón!»

Pregunta a Chapáiev si podría ser un jefe de talla internacional. Y Vasili Ivánovich, turbándose, contesta: «No estoy muy bien de idiomas.»

Pero él se subestima. El lenguaje de Vasili Ivánovich se ha hecho comprensible a todo el mundo. De los jefes bolcheviques —de los Voroshílov, de los Chapáiev— se enorgullecen los obreros y campesinos de todos los países, como símbolo de la capacidad combativa y de la invencibilidad de los trabajadores. Ahora cada pueblo está educando a sus Voroshílov y a sus Chapáiev. No importa quede momento nadie los conozca. El primer combate los descubrirá. ¿Napoleón? Aquí estuvo Napoleón. Precisamente desde aquí, hace ciento veintiocho años, Napoleón puso sitio a Zaragoza con varios miles de soldados. Los campesinos y artesanos aragoneses se encerraron en la ciudad y se negaron a entregarse a los conquistadores extranjeros. Durante ocho meses, el general Lefevre pugnó por forzar los muros de la fortaleza, abrió pasos subterráneos, voló con pólvora algunas casas, y transcurridos ocho meses, por orden de Napoleón, levantó vergonzosamente el asedio. Ahora en Zaragoza se ha encerrado con siete mil soldados, con artillería y tanques, el viejo general Cabanellas, miembro del gobierno fascista. Los campesinos aragoneses, los obreros catalanes aprenden de Chapáiev cómo defender sus derechos. El bolchevique ruso, mortalmente herido, se hunde en el río Ural, parecido al río Ebro. Y como en respuesta, atruena la sala un furioso llamamiento:

—¡A Zaragoza!