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ELENA ANDREEVNA.- No puedo más... ¡Por el amor de Dios, cállate!

SEREBRIAKOV.- Ahora resulta que, gracias a mí, nadie puede más... Todos se aburren, pierden la juventud, y sólo yo disfruto de la vida y estoy contento... ¡Claro!

ELENA ANDREEVNA.- ¡Cállate! ¡Me estás martirizando!

SEREBRIAKOV.- ¡A todos estoy martirizando!... ¡Claro!

ELENA ANDREEVNA (entre lágrimas).- ¡Es insoportable!... Dios... ¿Qué quieres de mí?

SEREBRIAKOV.- Nada.

ELENA ANDREEVNA.- Pues cállate...; te lo ruego.

SEREBRIAKOV.- ¡Qué extraño!... Se pone a hablar Iván Petrovich o esa vieja idiota de María Vasilievna y no pasa nada. Se les escucha...; pero apenas digo yo una palabra, todos empiezan a sentirse desgraciados. ¡Hasta mi voz inspira asco!... Pero, bueno... aun admitiendo que sea asqueroso, egoísta, déspota..., ¿será posible que ni siquiera en la vejez me asista algún derecho al egoísmo?... ¿Será posible que no me lo haya merecido?... ¿Será posible que no pueda aspirar a una vejez tranquila y a la consideración de las gentes?

ELENA ANDREEVNA.- Nadie discute tus derechos. (El viento golpea en la ventana.) Se ha levantado mucho aire y voy a cerrar la ventana. (Cierra ésta.) Va a empezar a llover... Nadie discute tus derechos. Pausa. Se oye el golpeteo del cayado del guarda, que pasa cantando por el jardín.)

SEREBRIAKOV.- ¡Haberse pasado la vida trabajando para la ciencia!... ¡Estar acostumbrado a un despacho, a un auditorio, a compañeros a los que se estima...! y, de pronto, sin más ni más, encontrarse en este panteón!... ¡Ver un día tras otro gente necia, y escuchar conversaciones insulsas!... ¡Quiero vivir! ¡Me gusta el éxito, la celebridad, el ruido; y aquí se está como en el exilio, recordando con tristeza y constantemente el pasado!... ¡Siguiendo los éxitos ajenos y temiendo la muerte!... ¡No puedo!... ¡Me faltan las fuerzas! ¡Y, por añadidura, aquí no quiere perdonárseme la vejez!

ELENA ANDREEVNA. - Espera... Ten paciencia. Dentro de cinco o seis años, yo también seré vieja.

ESCENA II

Entra Sonia.

SONIA.- ¡Tú mismo mandas a buscar al doctor, y cuando llega, te niegas a recibirle!... ¡No es muy atento!... ¡Resulta así, que se le ha molestado inútilmente!

SEREBRIAKOV.- ¿Para Qué necesito yo de tu Astrov?... ¡Entiende tanto de medicina como yo de astronomía!

SONIA.- ¡No faltaría más sino que hiciéramos venir aquí, para tu gota, a toda la facultad de Medicina!

SEREBRIAKOV.- Con ese chiflado no quiero ni cruzar palabra.

SONIA.- A tu gusto. (Se sienta.) A mí me da igual.

SEREBRIAKOV.- ¿Qué hora es?

ELENA ANDREEVNA.- Las doce pasadas.

SEREBRIAKOV.- ¡Qué Sofoco!... ¡Sonia!... ¡Tráeme las gotas que están sobre la mesa!

SONIA.- Ahora mismo. (Se las da.)



SEREBRIAKOV (Con irritación).- ¡Ah! ¡No son éstas! ¡No puede uno pedir nada!

SONIA.- ¡Por favor, no seas caprichoso! ¡Puede que haya a quien eso le gusta, pero a mí, líbrame de ello, por favor! ¡No me agrada! Además, no puedo perder tiempo. ¡Mañana por la mañana tengo que levantarme temprano para la siega! (Entra Voinitzkii, envuelto en una bata y con una vela en la mano.)

VOINITZKII.- Me parece que vamos a tener tormenta. (Un relámpago.) ¡Ahí está!... Heléne y Sonia, váyanse a dormir. He venido a relevarlas.

SEREBRIAKOV (asustado). - ¡No, no! ... ¡No me dejéis con él!... ¡No! ... ¡Me aturdirá con su conversación!

VOINITZKII.- ¡Pero es preciso que descansen! ¡Esta es la segunda noche que se pasan en vela!

SEREBRIAKOV.- ¡Pues que se vayan a dormir, pero tú márchate también!... ¡Gracias!... ¡Te suplico, en nombre de nuestra antigua amistad, que no protestes! ¡Ya habrá tiempo de hablar después!

VOINITZKII (con una ligera sonrisa).- ¡Nuestra antigua amistad!

SONIA.- ¡Cállate, tío Vania!

SEREBRIAKOV (a su mujer).- ¡Querida! ¡No me dejes con él! ¡Me aturdirá!

VOINITZKII.- ¡Hasta resulta cómico! (Entra Marina, con una vela en la mano.)

SONIA.- ¿Qué haces, amita, que no te acuestas? ¡Es muy tarde!

MARINA.- ¡El samovar no se ha retirado todavía de la mesa! ¿Cómo va una a acostarse?

SEREBRIAKOV.- ¡Nadie duerme aquí, todos están agotados, y yo soy el único que lo pasa bien!

MARINA (con ternura, acercándose a Serebriakov).- ¿Qué hay, padrecito? ¿Te duele?... ¡También a mí se me cargan mucho las piernas! (Arreglándole la manta.) ¡Esta enfermedad... hace tiempo ya que la tienes!... ¡Me acuerdo de que la difunta Vera Petrovna..., la madre de Conechka..., se pasaba ya las noches en vela!... ¡Cómo te quería! (Pausa.) ¡Los viejos son iguales a los niños!... ¡Les gusta que se les mime... pero a los viejos no les mima nadie! (Besa a Serebriakov en el hombro.) ¡Vámonos, padrecito, a la cama!... ¡Vámonos, lucero!... ¡Te haré un poco de tila, te calentaré las piernecitas y rezaré a Dios por ti!...

SEREBRIAKOV (Conmovido).- Vamos, Marina.

MARINA.- ¡También a mí se me cargan mucho las piernas! (Le conduce, ayudada por Sonia.) ¡Vera Petrovna se pasaba las noches en vela..., llorando!... ¡Tú entonces, Soniuschka, eras todavía pequeña... tonta!... ¡Vamos, vamos, padrecito! (Salen Serebriakov, Sonia y Marina.)

ELENA ANDREEVNA.- ¡Me ha dejado agotada! Apenas me sostienen los pies.

VOINITZKII.- Él a usted, y yo a mí mismo. Ya es la tercera noche que no duermo.

ELENA ANDREEVNA.- ¡No marchan bien las cosas en esta casa!... Su madre aborrece todo lo que no sean sus artículos y el profesor. Éste, a su vez, está irritado; a mí no me cree y a usted le teme. Sonia se enfada con su padre y hace ya dos semanas que no me habla; usted detesta a mi marido y desprecia abiertamente a su madre, y yo... me excito también..., por lo que hoy habré estado a punto de llorar unas veinte veces... ¡No marchan bien las cosas en esta casa!

VOINITZKII.- ¡Dejémonos de filosofías!

ELENA ANDREEVNA.- Usted, Iván Petrovich, es instruido e inteligente, y parece que debería comprender que el mundo no se destruye por el fuego, ni por los bandidos, sino por el odio, la enemistad y toda esta serie de mezquindades... En vez de refunfuñar, lo que tendría que hacer sería reconciliar a unos y a otros...

VOINITZKII.- ¡Reconcílieme primero conmigo mismo!... ¡Querida mía! (Le besa la mano.)