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Cinco meses después, Ulises asistió a la primera muestra de los resultados del nuevo adiestramiento. El joven soberano, el Gran Visir y el alto mando militar estuvieron presentes. Un hombre murciélago de expresión hosca que sabía lo que iba a pasar, fue liberado. Corrió a toda prisa por el inclinado campo, aleteando, y despegó lentamente. Había logrado elevarse hasta unos quince metros, contra el viento, cuando se giró y volvió hacia el campo. Llevaba una lanza corta de punta de piedra, y le habían prometido que si era capaz de defenderse con éxito frente a dos halcones, le dejarían en libertad para volver con los suyos.

Probablemente no creyese en la promesa. Sería estúpido que los neshgais le permitiesen llevar la noticia de aquella nueva armas a los suyos. Si mataba a los dos halcones, soltarían otros para que acabaran con él. No tenía ninguna posibilidad de dejarlos atrás volando.

Pero hizo lo que le dijeron y volvió sobre el campo a la altura acordada para que se pudiese presenciar claramente el ataque. Cuando llegó de nuevo al campo, los adiestradores alzaron las caperuzas de los dos halcones y los echaron al aire. Volaron en círculo un momento y luego, chillando roncamente, se lanzaron hacia el hombre murciélago. Este voló alejándose desesperadamente. Los dos halcones avanzaron como emplumados proyectiles y chocaron con él con un ruido que los observadores pudieron oír. Un instante antes de que le alcanzaran, el hombre murciélago había plegado sus alas y se había girado para enfrentarse a ellos. Uno le alcanzó en la cabeza, y murió acuchillado, pero no soltó sus garras. El otro alcanzó al hombre murciélago unos segundos más tarde hundiéndole las garras en el vientre. Chillando, el hombre alado cayó y golpeó el suelo con suficiente fuerza como para romperse los huesos de las piernas y uno de un ala. El halcón superviviente continuaba desgarrándole el vientre.

– No podernos tener un adiestrador para cada ave, por supuesto -dijo Ulises-. Estamos adiestrándolas ahora para que estén en jaulas individuales, cuyas puertas se abrirán por un mecanismo único. Ese mecanismo les quitará también las caperuzas y saldrán a atacar al hombre murciélago más próximo. Y seguirán atacando.

– Esperémoslo -dijo Shegnif-. No tengo mucha fe en la eficacia de los halcones. Nada les impide atacar en masa a un hombre murciélago y dejar a los otros.

– Mis adiestradores están trabajando en esto -dijo Ulises.

Pese a sus objeciones, el Gran Visir parecía complacido.

Hizo sus inclinaciones y toques de trompa al soberano, que fue devuelto a palacio en un adornado vehículo. Shegnif caminó junto a Ulises un rato, hablando, y, en una ocasión, le tocó afectuosamente en la nariz con la punta de la trompa.

– Fue una gran suerte que al dios de piedra le despertase un rayo -dijo-. Aunque sin duda debió ser Nesh quien envió el rayo.

Sonrió. Ulises aún no sabía exactamente si las frecuentes referencias del Visir a su dios eran piedad o ironía.

– Nesh te despetrificó para que pudieses ayudar a tu pueblo. Eso me dijeron los sacerdotes, y yo, aunque sea el Gran Visir de Su Majestad, me inclino cuando el más humilde de los sacerdotes me informa de la más significante verdad.

»Y así, me han encargado que te diga que eres realmente el afortunado. Eres el único extraño, el único no neshgai, que ha sido invitado a leer el Libro de Tiznak. De hecho, muy pocos neshgais tienen ese honor.

Descubrió lo que quería decir Shegnif a primera hora de la mañana siguiente. Un sacerdote, de capuchón y ropajes tan grises como su piel, con un cetro con una X en un circuló roto grabado en la punta, fue a buscarle. Se llamaba Zhishbroom. Era joven, afable y muy cortés. Pero dijo claramente que el sumo sacerdote mandaba, no pedía, que Ulises acudiese al templo.

Ulises salió por el extremo occidental de la ciudad y fue conducido al interior de un edificio de piedra cuadrado y de tres cúpulas. Su pequeñez le sorprendió. Era un cubo de unos veinte metros que contenía tan sólo una estatua de granito de Nesh en el centro. Nesh parecía un neshgai varón, aunque sus colmillos eran algo más largos de lo normal y su trompa más gruesa.

Había tres sacerdotes estacionados como centinelas, formando cada uno de ellos el vértice de un triángulo en cuyo centro estaba la estatua.

Zhishbroom condujo a Ulises ante el primer sacerdote y se detuvo. Presionó un pequeño bloque de piedra, y se hundió ante él un gran bloque de la pared de granito. Condujo a Ulises por una empinada escalera de escalones de granito que descendía iluminada por la fría luz vegetal. El bloque de granito se cerró tras ellos, y quedaron sepultados.





No había sospechado que hubiese otra ciudad subterránea.

Tenía unos seis kilómetros cuadrados de superficie y cuatro niveles. No habla sido construida por los neshgais. No tardó mucho en descubrirlo, aunque los sacerdotes no se lo dijesen. Ulises comprendió que estaba dentro de una especie de museo muy antiguo.

– ¿Quién construyó esta ciudad? -preguntó.

– No lo sabemos -contestó el sacerdote-. Hay pruebas de que estuvo habitada en otros tiempos por gentes que descendían de perros o algún tipo de cánidos. Pero no creemos que ellos construyeran esto. Ellos lo encontraron y se pusieron a vivir aquí, sin alterar los objetos que ves. Y luego desaparecieron. Debieron matarlos o irse por algún motivo. Hay gente de la que vive con el Árbol que se parece a estos pueblos antiguos. Quizás sean descendientes suyos.

»En cualquier caso, nosotros los neshgais éramos una tribu pequeña y primitiva que vagábamos por aquí; según algunos como refugiados, huidos del Árbol. Aquí encontramos muchas cosas que pudimos utilizar. Los circuitos vegetales, las baterías y los motores, por ejemplo, crecieron de semillas que encontramos conservadas en unos recipientes. Había también muchos objetos cuyo fin nunca hemos logrado descubrir. Si pudiésemos hacerlo quizás consiguiésemos destruir el Árbol. Quizás por eso intente el Árbol destruirnos. Quiere matarnos antes de que descubramos cómo matarle.

Hizo una pausa y luego añadió:

– Y allí está el Libro de Tiznak.

– ¿Tiznak? -dijo Ulises.

– Fue el más grande de nuestros sacerdotes, un anciano que descubrió cómo se leía el Libro. Sígueme. Te llevaré al Libro, según me han ordenado. Y a Kuushmurzh, el sumo sacerdote.

Kuushmurzh era un neshgai muy viejo y muy arrugado, de gruesas gafas y manos temblorosas. Bendijo a Ulises sin levantarse de su inmensa y almohadillada silla y dijo que le vería después de que hubiese leído el Libro. Es decir, si sabía leerlo.

Ulises siguió al joven sacerdote pasando ante un anaquel tras otro, todos protegidos por paredes transparentes de un material desconocido. Y luego entró en un cubículo que estaba vacío salvo por una placa de metal fijada en la base de una plataforma de metal. Se detuvo ante ella y dijo:

– Esto es muy extraño. ¿Qué había aquí?

– Creo que estabas tú -contestó Zhishbroom-. Al menos, ésa es la leyenda. La plataforma estaba vacía cuando los neshgais encontraron este lugar.

El corazón de Ulises latió más rápido, y sintió que su piel se convertía en un líquido frío y pegajoso. Se inclinó para contemplar las letras negras que había sobre el metal amarillo. La habitación estaba tan silenciosa que podía oír la sangre zumbar en sus oídos. La luz sin fuente era tan intensa como la cubierta de la Tumba de los Tiempos.

Las letras daban la sensación de poder proceder del alfabeto latino. O del alfabeto fonético internacional, que se basaba en una serie de alfabetos. Estudió las letras mientras el sacerdote permanecía tras él con la misma paciencia que uno de sus parientes elefantinos. Si aceptaba la similitud de las letras con las del alfabeto fonético internacional, podría descifrarlo. Había treinta líneas, y sin duda podría descifrar algunas palabras de vez en cuando, por mucho que hubiese cambiado el idioma.