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– ¿Que no tienen orden? -dijo Ulises-. ¿Es que acaso tienen prohibido apagar los faros si no les dan orden de hacerlo?

Bleezhmag asintió.

– Pues le ordeno -dijo Ulises- que apague los faros. Quizás sea ya demasiado tarde, pero de todos modos hágalo.

– Yo soy oficial de blindados, y usted lo es de las fuerzas aéreas -dijo el neshgai-. No tiene autoridad sobre mí.

– ¡Pero le he sido encomendado! -dijo Ulises-. Está usted encargado de entregarme en la capital. ¡Mi vida está en sus manos! ¡Si no apaga las luces puede ponerla en peligro! ¡No digamos ya la vida de los soldados de que soy responsable!

– No daré la orden -balbució Bleezhmag, y se murió. Ulises habló entonces por la caja transmisora.

– Comandante Singing Bear, hablando en nombre del coronel Bleezhmag, que ha delegado su autoridad en mí por sus heridas. ¡Apaguen los faros!

Y entonces la comitiva siguió carretera adelante en la oscuridad. La carretera brillaba lo bastante para que pudiesen seguirla a una velocidad de unos veinte kilómetros por hora, y Ulises tenía esperanzas de llegar a la capital sin que les atacaran.

Apretó el botón que indicaba Cuartel General en el símbolo de un lado de la caja. Esto significaría una presión en un centro nervioso del organismo vegetal que despertaría una onda de frecuencia adecuada.

No obtuvo respuesta a sus repetidas peticiones de contacto con el Gran Visir o el general del ejército. Aunque se identificó, no consiguió nada. Volvió a la frecuencia utilizada por los vehículos para hablar entre sí y dijo al operador del coche de atrás que llamase también al cuartel general. Luego buscó en todas las frecuencias del transmisor, esperando descubrir cómo se desarrollaba la defensa. Oyó una serie de conversaciones, pero le dejaron tan confuso como lo estaban los que hablaban. Luego intentó comunicar con alguna de estas frecuencias, pero fracasó. El conductor neshgai, mirando por la tronera, dijo:

– ¡Comandante! ¡Veo algo en el campo delante de nosotros!

Ulises dijo que mantuviesen la velocidad y miró por la tronera. Vio una serie de pálidas figuras avanzando con rapidez por los campos, intentando sin duda córtales el paso. Encendió los faros, y las figuras se hicieron algo más claras. Brillaban ojos enrojecidos en el reflejo, y la palidez se convirtió en bípedos con manchas de leopardo y colas. Llevaban lanzas y objetos redondos, que debían ser bombas. ¿Cómo había conseguido pólvora la gente del Árbol?

Ulises habló por el transmisor:

– ¡Enemigo a la derecha! ¡Creo que a unos treinta metros! ¡Continúen a toda velocidad! Pasen por encima de ellos si se interponen. ¡Arqueros, fuego a discreción!

El primero de los apresurados hombres leopardo llegó a la carretera. De pronto apareció un brillo rojo y luego una bocanada de fuego. Había abierto una caja de fuego y la aplicaba a la mecha de una bomba. El fuego describió un arco cuando la bomba voló hacia el primer coche blindado. Restalló un arco, y brotó una saeta por la tronera. El enemigo lanzó un grito y cayó. Hubo un golpe en el techo, y luego una explosión que hizo tambalearse al coche y que los ensordeció a todos. Pero la bomba había rebotado en el techo y estallado en la carretera al lado del coche. Este prosiguió su marcha.

Brotaron más sombras, algunas con lanzas y unas cuantas con bombas y cajas de fuego abiertas. Los lanceros intentaban meter sus armas a través de las troneras y los de las bombas echarlas sobre los vehículos.

Los lanceros caían ensartados por las flechas. Las bombas caían sobre los vehículos y rebotaban de nuevo a la carretera, haciendo más daño al enemigo que a los que iban en los coches.

Luego el primer vehículo blindado les dejó atrás, y los supervivientes pasaron a atacar a los otros. Más de la mitad de los atacantes quedaban muertos o heridos. Un hombre leopardo, corriendo desesperadamente, saltó sobre el resbaladizo techo del último coche. Colocó una bomba en su cúspide, salió fuera y fue alcanzado por una flecha en la espalda. La bomba rompió las dos capas superiores y astilló la tercera. Los ocupantes no pudieron oír en mucho tiempo, pero por lo demás resultaron ilesos.

Cuando los vehículos entraron en la ciudad, descubrieron unos cuantos edificios ardiendo y algunos daños menores. Los hombres murciélago habían arrojado bombas y matado soldados y ciudadanos en las calles. Un grupo suicida había penetrado por las ventanas de la cuarta planta del palacio (que no estaba enrejada, aunque se habían dado órdenes de hacerlo dos semanas antes) Habían matado a muchos con sus flechas envenenadas, pero no habían conseguido matar al soberano ni al Gran Visir. Y todos los miembros del grupo suicida, salvo dos, habían muerto.





Ulises se enteró de esto por Shegnif.

– No mate a sus dos prisioneros, excelencia. Podemos torturarlos y sacarles el secreto del emplazamiento de su ciudad base.

– ¿Y qué? -preguntó Shegnif.

– Podríamos entonces utilizar una flota aérea, mucho mejor que la primera, para atacar y destruir la ciudad base de los hombres murciélago. Y para atacar al Árbol mismo.

Shegnif se quedó sorprendido.

– ¿Pero no te sientes deprimido por lo que pasó esta noche? -preguntó.

– En absoluto -dijo Ulises-. En realidad el enemigo ha conseguido muy poco. Y quizás nos hayan hecho un servicio. Si no hubiesen destruido los dirigibles, me habría costado mucho trabajo conseguir que autorizaseis la construcción de aeronaves mejores. He pensado en unos aparatos mucho mayores. Exigirán mucho más material, más tiempo, y más investigación, pero servirán mucho mejor para la misión que planeo.

Había pensado que el Visir se enfurecería por sus sugerencias, pero Shegnif pareció complacido.

– Esta invasión -dijo-, que en realidad aún prosigue, pero que ya ha sido rechazada, me convence de una cosa. Podemos consumir todos nuestros recursos y nuestro personal en el mero hecho de defender nuestras fronteras. Aunque no veo cómo podemos hacer daño al Árbol, aunque matáramos sus ojos, los hombres murciélagos. ¿Acaso tienes una solución?

Ulises expuso sus planes. Shegnif escuchó, meneando su gran cabeza, palpándose los colmillos, palmeándose la frente con la punta de su trompa. Luego dijo:

– Autorizaré tus planes inmediatamente. Los vignoons y los glassims están retrocediendo, y pronto tendremos más tropas. Y hemos capturado a varios hombres murciélago heridos.

– Algunos de ellos podrán darnos información -dijo Ulises-. Y otros podremos utilizarlos para entrenar a los halcones.

De nuevo pasó a estar ocupado desde el amanecer hasta bien avanzada la noche. Aun así tuvo tiempo para investigar la pelea entre Thebi y Awina. No. había visto a Thebi después de abandonar la oficina hacia el hangar, pero ella fue a verle unos días después. Explicó que había salido tambaleándose afuera inmediatamente después de irse Ulises, y que se había desmayado entre los hangares. Despertó en el campo junto a un grupo de cadáveres. Su herida sangraba mucho pero no era profunda.

Ambas mujeres admitieron que habían estado discutiendo a cuál de las dos quería él más y quien debía ser su ayudante permanente. Thebi había atacado a Awina con las uñas, y Awina había sacado su cuchillo.

Ulises decidió no castigarlas físicamente ni con cárcel. Definió sus deberes y posiciones y cómo deberían comportarse en el futuro. Ellas debían ajustarse a aquellas normas. Si no, las alejaría de sí por mucho tiempo.

Thebi lloró, y Awina sollozó, pero ambas prometieron portarse bien.

Una de las primeras cosas que hizo Ulises fue reunir un buen número de adiestradores de halcones. Eran hombres libres que como único trabajo tenían el de criar y educar a varios tipos de aves de cetrería para sus amos, que cazaban con ellas. En vez de adiestrar a aquellas feroces aves para que persiguiesen patos, palomas y otras presas de pluma, les enseñarían a atacar a los hombres murciélago. Había suficientes hombres murciélago prisioneros para poder utilizarlos adecuadamente en cuanto se repusiesen de sus heridas.