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Sin pararse ante él Ulises corrió hacia el hangar, donde estaba su oficina y su vivienda. Había dos dirigibles anclados al suelo por gruesos cables de plástico. Un pigmeo de grandes alas brotó de la oscuridad en la parte superior y se lanzó hacia Ulises. Este se echó hacia atrás, y por esto, o por mala puntería, la pequeña flecha envenenada se clavó en el suelo unos centímetros por delante de sus pies. Un arquero alkunquibe alzó su arco, apuntó fríamente al hombre alado y soltó una flecha que atravesó la pierna del hombre murciélago y se clavó en su vientre. El hombre murciélago cayó al suelo a unos metros de Ulises.

Había más hombres murciélago volando alrededor de la parte superior del hangar y varios más que se habían situado sobre los dirigibles. Estos lanzaban sus flechas venenosas. Al parecer, todos los que había dentro del hangar habían arrojado sus bombas. Fuera, iluminado intermitentemente por las bombillas eléctricas y las antorchas, se agitaba un enjambre de hombres alados. Se acercaban a las luces y se alejaban de ellas, arrojando pequeños dardos de madera con contrapeso de piedra, disparando pequeños arcos o soltando pequeñas bombas redondas encendidas.

Las explosiones de las bombas añadían su momentánea iluminación a la escena.

Había cuerpos derribados dentro del hangar y fuera, en el campo. La mayoría eran defensores: neshgais, humanos y felinos, pero Ulises pudo ver también por lo menos una docena de alas coriáceas extendidas entre los muertos y los heridos.

Se volvió y gritó a Awina:

– ¡Fuera, por la otra puerta!

Ella pareció sorprenderse y él repitió su orden. Ella corrió hacia la puerta del edificio. Él gritó de nuevo su orden a los felinos que disparaban contra los hombres murciélago que había sobre ellos, y luego añadió:

– ¡Apartaos de los dirigibles antes de que se incendien!

Habían tenido suerte hasta entonces. Ninguna de las bombas explotadas había dispersado el hidrógeno de los grandes sacos. Si lo hubiese hecho, todos los del hangar habrían muerto.

Cuando se volvió, hubo un sonoro estruendo, y brotó luz de un hangar próximo. Un dirigible, dos probablemente, pues había dos en cada hangar, acababan de incendiarse. Lo que significaba que los otros hangares podían incendiarse y destruir los dirigibles que albergaban.

Esperó a que sus hombres cruzasen la puerta o escapasen por el cavernoso fondo del hangar. Algunos no lograron; envenenados, cayeron.

Mandó a los wufeas salir y luego los condujo a través de varias salas hasta la puerta que se abría en el costado del hangar. Ya fuera, los dispuso en orden de batalla, y pasaron entre los dos hangares a la zona despejada del campo. Otro hangar de la derecha explotó en llamas, y, en dos minutos, los seis edificios ardían ferozmente. Toda su flota aérea estaba destruida.

Nada podía hacer más que sacar a los suyos a campo abierto. No podían volver, y tenían que apartarse de la luz hacia la oscuridad. Los hombres murciélago aún no se habían ido, pero volaban muy arriba, al parecer pensando en matar también a todo el personal de las fuerzas aéreas. Las tropas de Ulises le protegían por todas partes, pero él había cogido además un escudo de algún humano muerto y se lo había colocado sobre la cabeza. Unas cuantas flechas resonaron en su disco de madera y piel, y dardos de madera con punta de piedra y flechas caían a su alrededor. No les tiraron bombas, aunque habrían sido el modo más seguro de matar. Supuso que las habrían gastado en el ataque inicial. Era posible, sin embargo, que hubiesen avisado a otros hombres murciélago para que trajesen más bombas.

Luego se vieron al borde de la oscuridad y bajo los árboles. Formaron círculos concéntricos disparando contra los hombres murciélago que descendían lo bastante para poder convertirse en blancos razonables.

Lejos, hacia el oeste, hacia donde estaba la ciudad, las nubes reflejaban brillantes luces, probablemente de edificios ardiendo.





Había otros peligros además de los hombres alados. Un carro blindado apareció, y saltó un humano que corrió hacia él. Ordenó a Ulises que informara a los oficiales neshgai del coche. Ulises lo hizo, y supo que Bleezhmag, el equivalente a un coronel del cuerpo blindado, esperaba allí junto a la puerta abierta. Bleezhmag tenía una profunda herida en la frente, un ligero corte en la trompa y un agujero en el brazo izquierdo. Sus soldados humanos habían salido del coche y tiraban saetas de madera con ballestas del mismo material.

– Tengo órdenes del Gran Visir de sacarle de la zona de peligro, -dijo.

Alzó la vista hacia las figuras de grandes alas que volaban en la oscuridad con el resplandor del gas ardiendo.

– Nos han alcanzado dos veces con bombas, pero aparte de sordera temporal, no hemos sufrido heridas. ¡Vamos, entre!

– ¡No puedo abandonar a mis hombres! -dijo Ulises.

– ¡Oh, sí, claro que puede! -dijo Bleezhmag. Trompeteo con impaciencia (quizás un poco histéricamente) a través de su probóscide erguida en el aire-. ¡No son tan sólo los hombres murciélago! ¡Los otros pueblos del Árbol son atacan también! No son una horda, si nuestra información es correcta, pero son muchos, y han formado una punta de lanza que ha desbordado la mayoría de las defensas de esta zona. Ahora les estamos respondiendo adecuadamente, pero tardaremos muchos en expulsarlos. El Gran Visir dice que probablemente estén intentando capturarle a usted. No pueden esperar apoderarse de la ciudad. Pero podrían cogerle a usted.

Brotó otra sombra de la oscuridad, que resultó ser otro carro blindado. Como el primero, pareció una tortuga con su concha. El techo curvado lo formaban tres capas de una madera muy dura sobre una gruesa capa de plástico. Los lados eran de pared doble con puertas y troneras. Iban en él un conductor, un oficial y seis arqueros. Aunque no se había pensado en su resistencia a los explosivos años antes, al construirlos, había resultado capaz de soportar las pequeñas bombas de los hombres murciélago.

Ulises se acuclilló junto a la puerta mientras los arqueros permanecían cubriéndole. Luego hizo un gesto a Awina de que se acercara a él. Awina se acercó, siendo casi alcanzada por una saeta envenenada. Cayó a unos centímetros de ella. Un arquero tuvo suficiente fortuna para derribar de un flechazo al hombre murciélago que había disparado contra Awina. Su flecha atravesó al hombre murciélago un brazo, clavándose al costado. El hombre murciélago chilló y dejó caer su arco y luego cayó. Otro flechazo le atravesó las costillas cuando sus pies tocaban el suelo.

– ¡Entra! -dijo Ulises a Awina; luego dijo a Bleezhmag-: Iré si hacéis que el resto de mi gente sea transportada también.

– De acuerdo -dijo Bleezhmag.

Ulises hizo cm gesto a sus hombres, que estaban bajo los árboles, y los que aún se sostenían en pie ayudaron a los heridos a llegar a la zona descubierta donde estaban los vehículos. O los hombres murciélago hablan agotado su reserva de proyectiles o les tenían mucho miedo a los arqueros. No intentaron atacar al grupo desprotegido.

La comitiva salió a la carretera y la enfiló a treinta kilómetros por hora. Los faros apenas si daban luz comparados con los de los coches de la época de Ulises; iluminaban la carretera unos siete metros por delante de ellos. Ulises preguntó a Bleezhmag por qué llevaban encendidas las luces. No harían más que atraer a los invasores, y en realidad no eran necesarias, pues los conductores conocían bien aquella carretera.

– No tengo órdenes de apagarlas -dijo el neshgai. Se había derrumbado en su asiento y respiraba trabajosamente por la boca. Aún manaba sangre de sus heridas.

Ulises estaba en el asiento contiguo, que había ocupado otro oficial neshgai, posiblemente dejado atrás por muerto o malherido. A la derecha de Ulises iba un conductor neshgai. Tras él, en el espacio del centro, se amontonaban Awina y siete wufeas. Los arqueros miraban por las troneras la oscuridad semi-iluminada por los focos de los vehículos que le seguían.