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Shegnif, al enterarse de los últimos informes, se mostró muy complacido. Concedió a Fabum la libertad, lo cual significaba que aún era esclavo en la práctica. Pero podía vivir en un barrio mejor y ganar más dinero, si su patrón se cuidaba de pagarle más, y no tenía que pedir permiso para dejar el área inmediata.

El Gran Visir no estaba en absoluto preocupado por el limitado alcance o la escasa velocidad de los dirigibles. No planeaba utilizarlos más que en la periferia del Árbol, junto a las fronteras neshgais.

Tres semanas después, emprendió su primer viaje el primer dirigible. Era un día claro, y el viento soplaba sólo a unos diez kilómetros por hora. El vuelo duró una hora, con varias vueltas sobre el palacio para que el pueblo pudiese verlo. Luego, en el viaje de vuelta al hangar, el dirigible arrojó veinte bombas de quince kilos sobre un objetivo, una vieja casa. Sólo una de las bombas hizo blanco directo, pero fue suficiente para destruir el objetivo. Ulises explicó a Shegnif que la práctica mejorarla la puntería.

Se construyeron otros nueve dirigibles mientras se daba entrenamiento básico a sus tripulaciones. Ulises volvió a quejarse del excesivo número de oficiales neshgais y la consiguiente reducción de alcance y de capacidad de bombardeo. Shegnif replicó que eso no importaba.

Llegaron más informes de la frontera sobre la concentración de gigantes y hombres leopardo, y los choques entre patrullas fronterizas y pequeños grupos enemigos se hicieron más frecuentes. Ulises no comprendía por qué no habían hecho ya una incursión a gran escala. Tenían, sin duda, personal suficiente para penetrar en territorio neshgais si atacaba por sorpresa. Además, el mantener la paz entre aquellos grupos naturalmente hostiles, y alimentarlos, era una tarea que exigía mucha organización. Considerando que ninguno de los grupos parecía capaz del refinamiento necesario para esto, sospechaba de los hombres murciélago. Según los exploradores, había muchos más por la zona, pero no en tal número que resultase alarmante.

Por tres veces apareció sobre el aeropuerto un solitario hombre alado, fuera del alcance de las flechas, y les observó. Por cuatro veces, pasó un hombre murciélago volando junto a un dirigible en vuelo. Aparte de unos cuantos gestos ofensivos, no le causaron ningún daño.

Por entonces, Ulises había trasladado su cuartel general del palacio al aeropuerto (con licencia de Shegnif) El aeropuerto quedaba a unos quince kilómetros de la ciudad, y no podía permitirse muchos viajes de un sitio a otro. Utilizaba las plantas radio para informar a Shegnif dos veces al día.

Lusha se había ido. Aunque destinada a Ulises, había sido prometida en matrimonio a un soldado destacado en la frontera. Se despidió llorando, aunque estaba contenta de casarse con aquel hombre. Incluso Thebi, a la que no se podía acusar de estar celosa de ella, lloró y la besó y dijo que esperaba que volviesen a verse muy pronto. Awina pareció alegrarse de ver marchar a aquella mujer, pero mantuvo su actitud hosca hacia Thebi tan pronto como Lusha desapareció. Thebi, segura ya de su posición, había empezado a tratar a Awina como si fuese una esclava. Awina recibía los insultos indirectos y el tratamiento despectivo sin ninguna réplica. Al parecer no quería amenazar su relación con Ulises desplegando la violencia que normalmente habría utilizado si la insultaran. Pero bullía en su interior. Ulises estaba seguro de ello. Así que riñó a Thebi haciéndola llorar, y logrando con ello que Awina sonriera como un gato que acabara de comerse un salmón robado.

Ulises trabajaba hasta tarde por la noche y se levantaba tan temprano que cuando acababa de trabajar no pensaba más que en tenderse en la cama. No permitía que nadie entrara en su dormitorio, y Awina se alegraba de ello. Thebi no protestó porque se le diesen menos posibilidades de servirle. Era aún una esclava y, además, no estaba tan segura de él. Él era un ser extraño, pese a su similitud con ella y su pueblo, y actuaba y pensaba de forma muy extraña. Pero hizo saber a Ulises de varios modos, algunos sutiles y otros no tanto, que se sentía dolida.

Ulises empezaba a cansarse de aquellos equilibrios entre una mujer y otra. Simplemente no tenía tiempo para relaciones delicadas, y sentía a veces deseos de que ambas le dejasen solo. Aunque podría haberlas despedido a las dos con unas cuantas palabras, no quería herirlas hasta tal punto. Además, ambas le agradaban, aunque de modo diferente. Awina era muy despierta y muy inteligente. Procedía de una sociedad pre-literaria pero aprendía muy deprisa, y era capaz de actuar como una secretaria muy eficiente. Esto quedaba por encima de las posibilidades de Thebi, que era eficaz en las actividades domésticas, pero que no se interesaba por nada que no fuese el cuidado de un hombre o unos niños.

Un día, Ulises sacó los diez dirigibles y los sometió a una serie de difíciles maniobras. Había un viento firme que soplaba desde la costa a unos veinticinco kilómetros por hora, y los grandes sacos de gas se movían perezosamente cuando avanzaban contra el viento. En una ocasión, chocaron dos y rompieron ambas góndolas-motor. Inmediatamente, se separaron arrastrados por el viento. Ulises dio orden por radio de que se dejara salir el gas para que el aparato descendiese al suelo. Los tripulantes hubieron luego de caminar hasta el aeropuerto, unos treinta kilómetros. Ulises envió órdenes por radio para que fuesen a recogerlos con coches.

Los dirigibles volvieron luego, llegando al aeropuerto poro antes del crepúsculo. En el momento en que su nave era arrastrada al interior del hangar, miró por la escotilla posterior de la góndola. Allí, perfilados contra los rojos rayos muy cerca de la línea del horizonte, había una serie de pequeñas figuras. Podrían ser pájaros, pero sus siluetas le hicieron pensar que eran hombres murciélago. Dio orden de alerta y fue a su oficina.

Aquella noche le despertó un chillido que sonó en su cuarto. Saltó de la cama (construida para un humano) y abrió la puerta. Fuera, el centinela intentaba separar a dos formas que chillaban y luchaban. Allí estaban cara a cara y mano a mano Awina, que esgrimía un cuchillo de pedernal, y Thebi, que sujetaba la muñeca que sostenía el cuchillo. Awina era más baja y más liviana, pero también mucho más fuerte, y sólo la desesperación de Thebi y los esfuerzos del centinela habían impedido que el cuchillo se hundiera en el vientre de la mujer.

Ulises le ordenó con un grito que soltase el cuchillo.





Al mismo tiempo se produjo una explosión fuera del edificio y las ventanas volaron.

Ulises y el centinela se arrojaron al suelo.

Thebi soltó su presa y, mirando fijamente, se apartó de Awina.

Awina, ignorando la explosión, y las tres que siguieron, se arrojó contra la mujer.

Pero Thebi había alzado el brazo, y el cuchillo lo tajó, desatando un chorro de sangre sobre la cara de Awina. El cuchillo continuó tajando hacia arriba hasta cortar la mejilla de Thebi. Su fuerza, sin embargo, se había reducido mucho.

Thebi lanzó un grito. Ulises dio un salto y golpeó la muñeca de Awina, haciendo caer el cuchillo al suelo.

Otra explosión, mucho más próxima, voló la puerta del fondo del vestíbulo y produjo una nube de humo que penetró en éste.

Awina había caído de rodillas, pero se levantó de nuevo de un salto en cuanto llegó el humo hasta ella. Ulises cogió el cuchillo, pero ella le gritó:

– ¡No! ¡Devuélvemelo! ¡No lo utilizaré contra Thebi! ¿Es que no comprendes? ¡Están atacándonos! ¡Puedo necesitar ese cuchillo!

Aunque estaba medio ensordecido por la explosión, pudo oírla. Silenciosamente, lo cogió por la ensangrentada hoja y lo alargó hacia ella, que lo tomó por la empuñadura. A través del humo brotó una figura, gritando:

– ¡Señor, son los hombres murciélago!

Era Wulka, el wuagarondite, cubierto de humo de pólvora y sangrando por una herida del hombro.