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El viaje duró hasta bien entrada la noche. Cambiaron cinco veces de vehículo. Al final, descendieron entre grandes cerros a una llanura sobre un acantilado que daba al mar. La ciudad estaba aún bien iluminada con antorchas y bombillas de luz eléctrica. O lo que parecían bombillas, aunque Ulises pensó que bien podían ser organismos vivos. Estaban unidas a cajas marrones de baterías vegetales vivientes con células de combustible.

La propia ciudad estaba amurallada y parecía más que nada una ilustración de Bagdad de un ejemplar de Las Mil y Una Noches. La comitiva cruzó las puertas que se cerraron tras ella y recorrió las calles hacia el centro de la dudad. Se bajaron allí de sus vehículos y penetraron en un inmenso edificio subiendo a una enorme sala cuyas puertas se cerraron también tras ellos. Sin embargo, allí les esperaba comida, y después de comer literas donde dormir.

Awina subió a la litera que quedaba encima de la de Ulises, pero éste, al despertar a media noche, la descubrió a su lado. Temblaba y gemía suavemente. Ulises se quedó asombrado, pero logró controlarse y preguntarle, en voz baja, qué hacía allí.

– Tuve un sueño terrible -dijo-. Era tan aterrador que me desperté. Y me da miedo volver a dormirme. Y hasta estar sola en la cama. Así que bajé aquí para que vos me dieseis fuerza y valor. ¿Hice mal, mi Señor?

La acarició entre las orejas y luego le tiró cariñosamente de ellas.

– No -dijo él. Había llegado a acostumbrarse a que los felinos le tocasen para poder extraer de él parte de sus cualidades divinas. Era una superstición inofensiva y les beneficiaba psicológicamente.

Miró a su alrededor. Las bombillas, colocadas en cajas en la pared, no eran tan brillantes como al entrar en la sala. Daban luz suficiente para que pudiese ver con claridad a los que estaban cerca, sin embargo. Todos dormían. Nadie parecía darse cuenta de que Awina estuviese en su cama. Ni nadie hubiese puesto objeciones. Sabía por entonces que podía hacer con ellos lo que desease y que no protestarían. Él era su dios, aunque fuese, después de todo, un dios menor.

– ¿Cómo era el sueño? -dijo, sin dejar de darle palmadas. Acarició su mandíbula y luego su cara. Ella se estremeció y luego dijo:

– Soñaba que estaba durmiendo en este mismo lugar. Y entonces dos de los pieles grises vinieron y me sacaron de la cama y me llevaron fuera de aquí. Y recorrieron muchas salas y bajaron por muchas escaleras oscuras hasta una cámara profunda debajo de esta ciudad. Allí me encadenaron a la pared y empezaron a hacerme mucho daño. Clavaban sus colmillos en mí e intentaban arrancarme las piernas y por último me desencadenaron y me tiraron al suelo y empezaron a aplastarme con sus grandes pies.

»En aquel momento se abrió la puerta de la sala y os vi a vos en la habitación contigua. Estabais allí rodeando con el brazo a una mujer humana. Ella os besaba y vos me veíais y os reíais de mí cuando os suplicaba que roe ayudarais. Y luego la puerta se cerró de golpe y los neshgais comenzaron a patearme otra vez, y luego uno dijo: «¡El Señor toma esta noche una compañera humanal»

»Y yo dije: «Dejadme morir» Pero en realidad no quería morir. No quería morir lejos de vos, mi Señor.

Ulises pensó en aquel sueño. Ya había tenido muchos sueños relacionados con ella, los suficientes para saber lo que su inconsciente intentaba decirle, aunque también tenía conciencia de cuáles eran sus sentimientos. Sin embargo resultaba difícil interpretar aquel sueño. Si utilizaba la máxima freudiana de que los sueños representaban deseos, entonces ella deseaba que él tuviese una hembra humana como compañera. Y deseaba también castigarse a sí misma. Pero, ¿castigarse a sí misma por qué? Ella no sería culpable por ningún deseo de él. La cultura wufea tenía muchas cosas por las que su pueblo podía sentirse culpable, como todas las culturas, humanas o no humanas, pero esta no era una de ellas.

El problema era que la máxima freudiana nunca había demostrado ser cierta y, en segundo término, el subconsciente de individuos descendientes de gatos (si es que habían sido gatos) podría diferir del de la gente que descendía de monos.

Cualquiera que fuese la interpretación de sus sueños, era evidente que estaba preocupada por las hembras humanas. Sin embargo él nunca le había dado razón alguna para que le considerase otra cosa que un dios. O para que se considerase a sí misma algo más que una auxiliar de un dios, aunque el dios le tuviese cariño.

– ¿Te encuentras bien ya? -preguntó él-. ¿Crees que puedes volver a tu cama?





Ella asintió.

– Entonces, lo mejor es que vuelvas a dormir.

Ella guardó silencio un instante y él sintió que su cuerpo se tensaba al hacerle una caricia de despedida.

– Muy bien, Señor -dijo ella quedamente-. No quería ofenderos.

– No me ofendiste -dijo él.

No creyó necesario añadir más. Podría sentirse débil y pedirle que se quedase con él. También él necesitaba consuelo.

Ella subió a su cama. Él siguió acostado lo que le pareció un largo rato, mientras los cansados e inquietos wufeas, wuagarondites y alkumquibes roncaban, se agitaban o murmuraban a su alrededor. ¿Qué sucedería al día siguiente? Hoy, más bien, pues pronto amanecería.

Tenía la sensación de estar balanceándose en la cuna del tiempo. Tiempo. Nadie lo comprendía, nadie podía explicarlo. El tiempo era más misterioso que Dios. A Dios podía entendérsele. Se pensaba en Dios como en un hombre. Pero el Tiempo no se entendía, su esencia y origen no se percibían ni siquiera levemente a su paso.

Estaba balanceándose en la cuna del tiempo. Era un niño de diez millones de años. Quizás un niño de diez billones de años. Diez millones de años. Ninguna otra criatura viva había soportado tal cuantía de tiempo, fuese lo que fuese el tiempo; y sin embargo diez millones o diez billones de años nada eran en el tiempo. Nada. Él había soportado (no vivido) diez millones de años, y debía morir pronto. Y si moría (cuando muriese) podría muy bien no haber vivido nunca. No sería más que un aborto producido en algún sub-humano dos millones antes de que naciese. Eso y sólo eso, y ¿qué bienes le ofrecía a él la vida? ¿O a cualquiera?

Intentó ahuyentar estos pensamientos. Estaba vivo, y aquel filosofar era inútil, aunque fuese inevitable en un ser inteligente. Incluso el menos listo de los seres humanos debía de pensar sin duda en la futilidad de la vida individual y en el carácter incomprensible del tiempo por lo menos una vez en su vida. Pero recrearse en tales pensamientos era propio de neurótico. La vida tenía su propia respuesta, pregunta y respuesta envueltas en una sola piel.

Si al menos pudiese dormir… Se despertó al abrirse las grandes puertas y oírse el rumor de los inmensos pies de los neshgais que entraban. Luego tomó el desayuno y se dio una ducha (sus hombres se abstuvieron de imitarle) y utilizó su cuchillo para arreglarse las patillas. No tenía que afeitarse más que cada tres días y esta tarea le llevaba sólo un minuto. No sabía si eran responsables de su falta de barba sus genes indios o si intervenían también otros factores.

Se quitó la ropa, que estaba demasiado sucia y rota, y se la dio a Awina para que la lavase y cosiese. Metió el cuchillo en un bolsillo lateral del taparrabos que le dio un esclavo, se puso sandalias nuevas y salió de la sala siguiendo a Gushguzh. Los demás no estaban invitados. Las grandes puertas se cerraron en sus narices.

El interior del enorme edificio de cuatro plantas estaba tan esculpido y adornado y brillantemente pintado como el exterior. Había muchos esclavos humanos en los anchos pasillos, pero muy pocos soldados. La mayoría de los guardianes eran neshgais de cuatro metros de altura con yelmos de cuero a los que iban enrollados brillantes turbantes escarlata y que sostenían tanzas que parecían pinos y escudos sobre los que iba pintada una X dentro de un circulo roto. Se cuadraban al aproximarse Gushguzh y golpeaban el suelo con las lanzas alzando un ruido resonante en los suelos de mármol.