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Gushguzh condujo a Ulises por varios vestíbulos y subieron dos tramos de retorcidas escaleras de mármol con pasamanos exquisitamente tallados y bajaron luego más pasillos que daban a glandes salas de inmensos muebles enjoyados y estatuas pintadas. Vio gran número de hembras neshgais. Medían éstas entre dos ochenta y tres metros de altura y carecían por completo de colmillos. Llevaban taparrabos y largos pendientes y, algunas, un anillo u ornamento insertado en la piel a un lado de sus probóscides. Sus pechos estaban situados muy abajo y plenamente desarrollados, como los de todas las hembras inteligentes que había visto, estuviesen o no amamantando. Desprendían un perfume agradable y penetrante, y las jóvenes se pintaban la cara.

Al fin se detuvieron ante una puerta de un intenso color rojo y maciza textura. Había en ella gran número de figuras y símbolos grabados. Los guardianes que había apostados saludaron a Gushguzh. Uno abrió las puertas y Ulises se vio conducido a una cavernosa sala en la que había muchas estanterías con libros y unas cuantas sillas frente a un sillón y una mesa gigantescos. Un neshgai, que llevaba gafas sin montura y un gorro de papel cónico muy largo en el que había pintados muchos símbolos, se sentaba tras la mesa.

Aquel era Shegnif, el Gran Visir.

Un momento después, Ghlij fue introducido en la sala por un oficial. Sonreía, y parte de su placer se debía sin duda al alivio de verse con las alas desatadas. Otra parte se debía a que esperaba presenciar la humillación de Ulises.

Shegnif hizo a Ulises algunas preguntas con voz profunda aún para los neshgais, que solían tener voz de trueno. Ulises las contestó verazmente y sin vacilación. Le preguntó cuál era su nombre, de dónde venía, si había otros como él, etc. Pero cuando dijo que venía de otro tiempo, quizás de hacía diez millones de años, y que un rayo le había «despetrificado», y que había ido allí después de pasar por el Árbol, Shegnif pareció también tocado por el rayo. A Ghlij no le agradó la reacción; borró su sonrisa y comenzó a moverse inquieto sobre sus grandes pies huesudos.

Tras un largo silencio sólo roto por los estruendos estomacales de los tres neshgais, Shegnif se quitó sus grandes gafas redondas y las limpió con un paño tan grande como una alfombra. Volvió a ponérselas y se inclinó sobre su mesa para contemplar al humano que tenía ante él.

– O eres un mentiroso -dijo- o un agente del Árbol. O, simplemente, estás diciendo la verdad. Dime, alas de murciélago -preguntó a Ghlij-. ¿Dice la verdad?

Ghlij pareció encogerse por dentro. Miró a Ulises y luego volvió a mirar a Shegnif. Era evidente que no se decidía a denunciar a Ulises como mentiroso o a admitir que la historia era cierta. Él quería desacreditar al humano, pero si lo intentaba y fracasaba, quedaría desacreditado él. Quizás eso entre los neshgais significase la muerte, lo que explicaría el sudor de su cuerpo en aquella fresca mañana.

– ¿Bien, qué me dices? -dijo Shegnif.

Ghlij era quien tenía toda la ventaja, pues Shegnif le conocía. Por otra parte, Shegnif quizás tuviese sus recelos respecto a Ghlij y su especie.

Su observación sobre «un agente del Árbol» debía significar que consideraba al Árbol una entidad, una entidad hostil. Si así era, debía tener su idea de los motivos de Ghlij, pues tenía que saber también que el hombre murciélago vivía en el Árbol. ¿O no lo sabía? Los hombres murciélago podían haberle dicho que procedían de más allá del Árbol, sin que él tuviese medio de comprobarlo. Al menos hasta la aparición de Ulises.

– No sé si miente o no -dijo Ghlij-. Me dijo que era el dios de piedra vuelto a la vida, pero yo no le vi volver a la vida.

– ¿Has visto al dios de piedra de los wufeas?

– Sí.

– ¿Y volviste a ver al dios de piedra después de la aparición de este hombre?

– No -respondió Ghlij, vacilante-. Pero tampoco fui al templo a ver si estaba allí todavía. Le creí, aunque no debí creerle.

– Puedo preguntar a los felinos sobre él. Ellos sabrán si es o no el dios de-piedra -dijo Shegnif-. Si ellos le reconocen como el dios revivido, no creo que le llamen mentiroso. Supongamos que la historia es cierta.

– ¿Qué es, realmente, un dios? -dijo Ghlij, incapaz de reprimir el tono de burla.

– No hay más que un dios -dijo Shegnif, mirando fijamente a Ghlij-. Sólo uno. ¿O negarás eso? Los que viven en el Árbol dicen que el Árbol es el único dios. ¿Qué dices tú?





– Oh, yo estoy de acuerdo contigo en que hay sólo un dios- contestó rápidamente Ghlij.

– Y que es Nesh -dijo Shegnif-, ¿verdad?

– Nesh es ciertamente el único dios de los neshgais -dijo Ghlij.

– Eso no es lo mismo que decir que hay un sólo dios, el dios de los neshgais -dijo Shegnif. Sonrió mostrando una boca blanca, blancas encías y cuatro molares. Alzó un gran vaso de agua en el que había un tubo de cristal y sorbió agua a través de éste. A Ulises le sorprendió esto; había visto a los neshgais sorber agua con sus trompas prensiles y echársela luego en la boca. Pero aquélla era la primera vez que veía utilizar un tubo a modo de paja. Más tarde les vería beber directamente de vasos que tenían la boca estrecha para poder introducirla entre sus colmillos.

Shegnif posó el vaso y dijo:

– Da igual. No exigimos que los no neshgais adoren a Nesh, pues él sólo se preocupa de las oraciones de sus hijos y rechazaría el culto de quienes no fuesen ellos. Creo que eres bastante ladino, Ghlij. Procura ser más directo en el futuro. ¡Déjanos los circunloquios para nosotros los neshgais que nos movemos lentamente y pensamos muy despacio!

Sonrió de nuevo. Ulises empezó a pensar que quizás acabase agradándole el Gran Visir.

Shegnif hizo a Ulises preguntas más detalladas. Por último, les dijo que podían sentarse, y los oficiales se sentaron lentamente en sus sillas. Ulises se sentó en el borde de una, con los pies colgando. No parecía sin embargo tan pequeño y desvalido como Ghlij, que estaba como un pajarillo a la entrada de una gran cueva.

Shegnif unió las puntas de sus dedos grandes como plátanos y frunció el ceño cuanto una persona sin cejas pueda hacerlo.

– Estoy asombrado -dijo-. Eres, sin duda, la fuente viva de un mito que se originó hace un número indeterminable de milenios. Aunque no debería decir mito, pues tu historia parece ser cierta.

«Los wufeas te encontraron en el lecho de un lago que llevaba existiendo muchos miles de años. No hay duda de que encontraron una estatua de piedra que se parecía a ti. Incluso este evasivo hombre murciélago lo confirma. Pero, ¿sabes que has estado sobre suelo firme varias veces antes de que los wufeas te encontraran, que fuiste perdido o robado varias veces?

Ulises negó con un gesto.

– Tú has sido el dios, o el foco central, de más de una religión -dijo el Gran Visir-. Has sido el dios de un pequeño pueblo primitivo de una u otra especie, y te has sentado en tu trono, petrificado, mientras el pueblecito se convertía en la gran metrópoli, la capital de un imperio altamente civilizado. Y aún seguiste allí sentado mientras el imperio se fragmentaba y la civilización se desmoronaba, y la gente moría, y sólo quedaban ruinas llenas de lagartijas y búhos.

– Mi nombre es Ozymandias -murmuró Ulises en inglés. Por primera vez, su inglés le sonaba extraño.

– ¿Qué? -preguntó Shegnif, mirándole por encima de las gafas y bajando hacia él su probóscide.

– Hablaba para mí en un lenguaje que murió hace millones de años, Señoría -dijo Ulises.

– ¿Ah, sí? -dijo Shegnif, con un brillo especial en sus ojillos verdosos-. Haremos que nuestros científicos lo registren. En realidad, planeamos mantenerte muy ocupado durante algún tiempo. Nuestros científicos han recibido información sobre ti, y no pueden contener su impaciencia.

– Eso es interesante -dijo Ulises; ¿iba a ser sólo un animal de laboratorio para aquellas gentes?-, pero tengo mucho más que aportar que recuerdos del pasado. Tengo una utilidad presente y futura muy definida. Puedo ser la clave de la supervivencia de los neshgais.