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El hombre murciélago continuaba sin mirar hacia Ulises, que avanzaba por la misma rama en que él estaba sentado. Y Ulises permanecía derecho, equilibrándose fácilmente, porque la rama era gruesa. Deslizaba un pie hacia adelante y luego levantaba el otro, echaba hacia adelante luego su pie adelantado y alzaba el otro, y así sucesivamente. Por fin, se detuvo y cogió el cuchillo que llevaba en los dientes con la mano. Las alas del hombre murciélago, semiabiertas, se agitaron levemente y luego se inmovilizaron otra vez. En ese instante, Ulises vio el agujero en la membrana del ala derecha. Y reconoció el perfil de aquella cabeza y la forma de los hombros. Era Ghlij.

Su intención de matar se desvaneció. Ghlij podía serle útil.

Matarle sería más fácil que capturarle. Tenía que asegurarse de que podía inmovilizar a Ghlij y al mismo tiempo impedir que cayera. Aunque Ghlij pesaba sólo unos veinticinco kilos, podía herirse o incluso matarse cayendo desde diez metros de altura. Ulises tenía que asegurarse también de no abalanzarse demasiado bruscamente sobre él para que no cayeran los dos.

Se aproximó muy lentamente, temeroso de que el hombrecillo percibiera que la rama cedía bajo sus casi cien kilos. Pero Ghlij no estaba en el extremo de la rama, sino hacia la mitad, donde era aún gruesa. Y Ulises pudo golpearle en la nuca, no demasiado fuerte, porque tenía miedo a quebrar aquel frágil cuello. Sin un rumor, Ghlij se desmayó y cayó hacia adelante, y Ulises tuvo que agarrarle con la otra mano. Llamó a los que estaban ocultos en la espesura, que se acercaron. Un momento después, dejó caer al inconsciente hombre murciélago sobre brazos que esperaban. En cuanto cayó. Ghlij fue atado y amordazado. Al cabo de unos minutos, abrió los ojos. Ulises se situó bajo la luz de la luna de modo que Ghlij pudiese ver quién le había capturado. Le miró con ojos desorbitados y se debatió intentado desatarse. Aun seguía haciéndolo cuando Ulises se lo echó a la espalda como si fuese un saco. Ulises dijo a Wulka, el jefe wuagarondite que estaba llevando a Jyuks, que se encargara de Ghlij de nuevo, y Wulka obedeció alegremente.

Recorrieron un kilómetro con la mayor rapidez posible. Ulises tuvo el honor de ser el primero en empezar a descender. Las nieblas le envolvían, no sólo ocultándole a los hombres murciélago que pronto podían aparecer, sino también a sus compañeros. Con la oscuridad y con las nieblas que surgían del abismo, apenas podía ver a un metro de él, ni hacia adelante ni hacia abajo. Su cuerpo se cubrió de gotas de agua y sintió frío. El agua hacía también resbaladiza la corteza, así como sus pies y manos.

Pero no había más remedio que descender. Si hubiese estado solo, o con gente que no le supusiera un dios, podría haberse mantenido fuera de la niebla corriendo el riesgo de que le viesen los hombres murciélago. Pero no podía eludir sus obligaciones ni faltar a su palabra.

– La niebla es nuestra protección -dijo-. Pero como todas las protecciones, todos los escudos, tiene sus desventajas. Exige un precio. Nos oculta de nuestros enemigos, pero encierra también sus peligros. Correremos el peligro de resbalar y tendremos que caminar a ciegas.

Tendrían también que avanzar muy lentamente, pensó, mientras tanteaba con el pie una proyección de la corteza que había debajo. Tenía las manos sujetas en unos salientes, un pie medio introducido en una hendidura, y el otro se movía alrededor de un borde o rugosidad. Por último, lo asentó, y bajó suavemente, asegurándose de que podía sostenerse, y luego bajó de nuevo el pie. Este proceso continuó durante un período interminable, y luego la oscuridad se hizo menos densa y pudo ver un poco más que antes.

Había bajo él una extensión sólida. Cuidadosamente, avanzó por ella, tanteando cada centímetro invisible de corteza con los dedos de los pies. La catarata rugía a su izquierda y el agua salpicaba su pie izquierdo. Saltó al percibir el roce de algo, y esgrimió su cuchillo. Confusamente, vio la esbelta y pequeña figura en blanco y negro de Awina. Esta se aproximó más, sus ojos grande y redonda oscuridad. Él apartó el cuchillo, y ella se apoyó en él. Tenía la piel húmeda, pero al cabo de un minuto sus cuerpos comenzaron a calentarse mutuamente. Ulises recorrió con su mano la redonda cabeza de Awina y palpó las húmedas y sedosas orejas y recorrió luego su espalda. Parecía más al tacto una rata ahogada que el suave ser deliciosamente peludo que había conocido.





Brotaron de la niebla otras personas. Se apartó de Awina y se puso a contarlos según aparecían. Estaban todos.

Ghlij comenzó a agitarse. Había estado tan inmóvil como un saco de carne durante el descenso, pero ahora debía pensar que estaba lo bastante seguro para moverse y avivar de nuevo la circulación de su sangre. Ulises se lo había quitado de la espalda y le había desatado las piernas. El hombrecillo saltaba por allí sobre sus flacas piernas y sus grandes pies vigilado por dos wuagarondites dispuestos a ensartarlo al menor intento que hiciese de correr o volar.

Ulises salió cuidadosamente de entre la niebla. La cima de la catarata quedaba a unos doscientos metros de altura. No se veía ningún hombre murciélago. Sólo los matorrales y los laterales de los inclinados árboles quebraban el borde de la parte superior de la rama. Ulises se volvió y vio que la rama continuaba en un plano horizontal hasta perderse de vista. Nada les impedía construir nuevas balsas y continuar por el río. Pero debían ocultarse en la selva hasta que volviera a caer la noche. Podían dormir parte del día, aunque tenían que dedicar algún tiempo a cazar. Estaban quedándose sin alimento.

Al anochecer, sin sueño ya pero acuciados por el hambre, organizaron cuatro partidas de caza. Una hora después, desollaban un cocodrilo sin patas, una rata gigante, dos grandes cabras rojas y tres grandes monos.

Comieron bien aquella anoche, y todos se sintieron mucho mejor. Cortaron troncos y los ataron y luego se echaron al río. Antes del amanecer llegaron a otro declive profundo de la gran rama y a otra catarata. Descendieron, pero se mantuvieron fuera de la niebla y al amanecer llegaron al fondo de otro riachuelo; después de dormir y de cazar otra vez, hicieron huevas balsas. El fondo de la tercera catarata resultó ser también el final de Árbol, o, como Awina decía, los Pies de Wurutana.

Los grandes troncos, ramas y demás vegetación que crecía sobre ellos hasta una altura de tres mil metros formaban una estructura que sólo permitía pasar unos pocos rayos de sol. Reinaba allí a mediodía una profunda penumbra, y por las mañanas y las tardes una especie de noche, como si una tormenta de plumas de cuervo llenase los espacios que había entre las gigantescas columnas y contrafuertes que se hundían en la ciénaga. El suelo que había bajo el Árbol recibía las precipitaciones de las cataratas y del agua de lluvia que no absorbían las ramas y las hojas colosales del Árbol y la vegetación que crecía sobre él. Se había formado en la base del Árbol una ciénaga, una inmensa e inconcebible ciénaga. La profundidad del agua variaba de unos dos centímetros y medio a varios metros, los bastantes para que un hombre se ahogara. De aquella agua y de aquel barro, crecían extrañas plantas de tonos pálidos y rojizos y desagradable olor.

La penumbra les mostraba imágenes de pesadilla. Grandes trozos de corteza, muchos de ellos del tamaño de una cabaña, habían caído de los lados del Árbol y habían llegado hasta abajo, golpeando ramas y troncos y haciendo desprenderse otros trozos de corteza. El Árbol, como la Serpiente Mundo de la mitología nórdica, cambiaba de piel. La corteza estaba siempre pudriéndose, y luego se desprendía, bien para caer en las poderosas ramas, acabando allí de pudrirse, bien para descender como fría y negra estrella a hundirse en el agua y el cieno del pantano del fondo. Allí, medio hundida, la corteza se descomponía e insectos y gusanos que infestaban aquel mundo en penumbra la agujereaban y construían sus casas en ella.