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Había largos y delgados gusanos color cadáver de cabeza peluda; escarabajos de un azul intenso armados de inmensas mandíbulas; animales de alargado hocico parecidos a las musarañas, de agudos dientes; escorpiones de un amarillo pálido; luminosas serpientes escarlata y negro con pequeños cuernos en el centro de sus cabezas triangulares; había criaturas de muchas patas, blandos cuerpos, docenas de antenas y gran longitud que emitían un gas hediondo que producía una sonora explosión al brotar; y toda una hueste de otros animales repugnantes. Los grandes fragmentos rotos de corteza, que yacían por todas partes, en la oscuridad como grandes peñascos dejados atrás por la retirada de un glaciar, estaban atestados de vida agusanada y venenosa.

Alrededor de las cortezas crecían pequeñas plantas finas y sin ramas; producían un fruto de un amarillo verdoso y en forma de corazón que brotaba de hendiduras que se formaban en las córneas vainas de las plantas. Había también una hierba espesa y pegajosa que se proyectaba medio metro por encima del agua cenagosa de abajo. Sobre ésta planeaba de vez en cuando un insecto de cuerpo y anchas alas color piel de hombre recién muerto; tenía la cabeza blanca con dos marcas negras redondas y una marca negra curvada hacia abajo bajo las otras dos, de modo que parecía un cráneo. Volaba silenciosamente, a veces rozando sólo a un miembro del grupo con la punta de las alas y haciéndole caer. Pero movimientos y ruidos quedaban apagados. La gente hablaba muy quedamente, susurrando las más de las veces, y nadie reía. Sus pies se hundían en el agua y el barro que había bajo ella y los alzaban lentamente, casi como disculpándose, para que el chapoteo fuese apagado y suave. Procuraban mantenerse agrupados y nadie quería alejarse entre los matorrales o quedarse detrás entre los altos troncos de un azul pálido y grisáceo para hacer sus necesidades.

Ulises había pensado, al principio, no eludir el pantano. Aunque el avance era lento y difícil, aquel lugar parecía más deseable que la zona superior, donde había demasiados enemigos de especies inteligentes. Pero un día y una noche entre los Pies de Wurutana fue suficiente para él y más que suficiente para los suyos. A la mañana siguiente, cuando una rana color sangre saltó de un trozo de corteza a su hombro y luego al agua que le llegaba hasta el tobillo, decidió que no podía más. Habían intentado dormir en un trozo de corteza tan grande como un pequeño castillo. Pero toda la noche les habían molestado las criaturas que brotaban de los agujeros de la corteza y los extraños ruidos de los animales de la ciénaga.

Decidió que les conduciría de nuevo hasta la rama más próxima. Tuvieron que bordear una amplia zona que parecía llena de arenas movedizas, por lo que no llegaron hasta mediodía a una columna de áspera superficie que se hundía en el pantano desde las alturas. Alegremente, comenzaron a ascender, y hacia el anochecer habían llegado a una porción prometedoramente horizontal de una rama. Había en ella un riachuelo que, sin embargo, parecía ponzoñoso. Su agua era carmín.

Ulises lo examinó y descubrió que el color se debía a millones de pequeñas criaturas, tan pequeñas que resultaban casi invisibles aisladas. Ghlij, que había decidido hablar por entonces, dijo que aquellos animales desovaban una vez al año. No sabía de dónde venían ni adonde iban. Las aguas de los ríos y los estanques se mantenían rojas durante una semana aproximadamente y luego se aclaraban otra vez. Entre tanto, servían como comida a los peces, pájaros y animales de la jungla. Les recomendó hacer una sopa con ellos.

Ulises siguió el consejo, pero obligó a Ghlij a tomar primero la sopa. Después de pasar varias horas sin ningún resultado desagradable para el hombre murciélago, Ulises permitió que todos comieran. El también comió y la sopa le pareció alimenticia y sabrosa. Durante los días siguientes, mientras remaban en sus balsas, sólo comieron de aquellos animales color carmín que no tenían más que recoger del agua. Al no tener que pararse a cazar avanzaban mucho más deprisa. Recorrieron unos setenta y cinco kilómetros, descendiendo tres cataratas, antes de llegar al nivel más bajo del riachuelo. Por entonces los animales carmín habían desaparecido.

Cuando ascendieron de nuevo, Ulises, actuando en parte por capricho y en parte por curiosidad, les llevó lo más alto posible. La ascensión duró tres días, en que tuvieron que escalar la rugosa y usurada superficie del tronco vertical. De noche dormían en una proyección de la corteza lo bastante grande para poder mantenerse todos juntos. Al tercer día, escalaron entre nubes y sólo se vieron libres de ellas hacia el anochecer. Pero por la mañana las nubes habían desaparecido y pudieron contemplar el abismo. Estaban a más de tres mil metros de altura. El tronco continuaba elevándose durante unos mil metros más, pero no tenía sentido que continuasen más arriba. Hasta allí era hasta donde crecían las ramas. Aquella rama parecía prolongarse eternamente, y su declive era muy suave.

De la unión entre la rama y el tronco brotaba una fuente, y a ésta se añadían otras luego, de forma que a un kilómetro el río resultaba navegable.





Cada kilómetro o así, la rama tenía un sector vertical que descendía hasta el fondo (o al menos no le veían fin) o bien se unía a otra rama más abajo.

Para impedir que los hombres murciélago volaran, Ulises había agujereado las membranas de sus alas y las había atado con tiras de cuero. Les había obligado a subir por el tronco solos, pues pesaban demasiado para que los transportase nadie en una ascensión tan prolongada. Iban en mitad de la fila que ascendía por la rugosa corteza para que no intentasen escapar. Eran tan ligeros que podían ascender mucho más deprisa incluso que los ágiles wufeas.

Ulises dio orden de acampar. Descansarían varios días, cazando y explorando los alrededores. Esperaba encontrar otro agujero en un tronco y tener posibilidad así de experimentar con la membrana de comunicación interna. Desde su experiencia con los gigantes había estado buscando constantemente agujeros. Estaba seguro de que tenía que haber millares, pero no había visto ninguno. Según los hombres murciélago, los había por todas partes. Resultaba irritante saber esto y sin embargo no ser capaz de encontrarlos. De todos modos, estaba también seguro de que todos los agujeros estarían guardados por los gigantes o. los hombres leopardo. No podía, en realidad, exponerse a otro encuentro con ellos si superaban en número a su grupo. Pero, de todos modos, estaba ansioso de encontrar una membrana de comunicación. Ahora ya conocía el código. El lenguaje era el idioma comercial, y el código similar al Morse, pues usaba una combinación de sonidos largos y breves.

Había sabido esto por Ghlij durante las noches en que todos deberían haber estado descansando de los esfuerzos del día. Jyuks se había negado en redondo a explicarle el código. Dé hecho, se negó incluso a admitir que hubiese algo parecido a un código. Pero Ghlij era distinto. Su umbral de dolor era más bajo, o menor el vigor de su carácter. O era más inteligente que Jyuks y comprendía que tenía que decir algo. Así que, ¿por qué no contarlo ya y ahorrarse dolores inútiles?

Jyuks maldijo a Ghlij y le llamó traidor y cobarde, y Ghlij dijo que si no se callaba le mataría a la primera oportunidad. Jyuks contestó que mataría a Ghlij a la primera oportunidad que él tuviese.

Aunque Ghlij reveló el código, no reveló (o no pudo) el emplazamiento de la base central de los suyos. Juró que tenía que estar a suficiente altura del Árbol para ver ciertas claves orientadoras que pudiesen guiarle hasta la base. Estas claves eran altos troncos cuyas hojas crecían siguiendo una norma que sólo podía determinarse situándose a unos ochocientos metros por encima de ellas. Podían incluso estar debajo de ellos en aquel momento, pero desde allí él no podía determinar si lo estaban o no.