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En aquel momento, un grito hizo incorporarse a Ulises y alzó un escalofrío hasta su nuca. Se volvió para ver lo que Awina señalaba. Era un enorme árbol que brotaba de una gran hendidura cubierta de barro a unos cincuenta metros de distancia. Tenía sólo unos veinte metros de altura, pero se extendía horizontalmente hasta unos treinta o más, a ambos lados del inmenso tronco. El grito procedía de algo situado en una de sus ramas. Un momento después vio cuál era su origen. Una serie de cuerpos oscuros se lanzaron desde la oscura forma de hongo al abismo bajo la gran rama a cuyo borde crecía el árbol. Grandes alas coriáceas se abrieron, agitándose con firmeza para elevar a aquel ser por encima de las balsas. Y al minuto siguiente había varios más.

Ulises sólo podía hacer una cosa. Si su gente se mantenía en las balsas, estaría expuesta a un ataque desde arriba. Peor aún, tendrían que abandonar las balsas más tarde mientras los atacaban y en condiciones que harían muy difícil la defensa.

Lanzó una orden, y los remeros de la parte exterior de las balsas empujaron vigorosamente contra el fondo. Las balsas avanzaron hacia las orillas, y los que estaban en el borde de ellas saltaron y se agarraron a los matorrales. Entre tanto, Ulises había comenzado a arrojar las cajas más pesadas por el aire a la orilla. Rezaba porque el impacto no hiciese explotar la inestable pólvora negra. Las cajas de las bombas cayeron entre el follaje sin reaccionar.

Luego levantó a Jyuks y lo alzó con un esfuerzo que hizo inclinarse hacia su lado la balsa. El pequeño hombre murciélago cayó chillando, de bruces, sobre un espeso matorral. Wulka, un wuagarondite le cogió.

Por entonces, ya descendía sobre la balsa el primero de los hombres murciélagos, con una corta jabalina en sus pequeñas manos. No llegó a situarse sobre ellos; una flecha atravesó su pecho y cayó con un sonoro chapoteo. Una gran masa sin patas se lanzó al agua desde los matorrales de la orilla opuesta, entre gruñidos.

Ulises disparó una vez, advirtió que la flecha había atravesado el hombro de un hombre murciélago, y luego se volvió y se lanzó a la orilla sin esperar a ver la caída de su enemigo. Sostuvo el arco con la mano derecha y se agarró a una rama con la izquierda. Su mano se cerró sobre una rama espinosa, y lanzó un grito de dolor. Pero no se soltó.

Algo golpeó la oscuridad junto a su pie derecho. Un proyectil tirado, o dejado caer, por uno de los hombres alados. Luego se hundió en la espesura sin pensar en los posibles daños que las ramas pudieran hacer a la aljaba o al arco. Una vez entre la espesura, avanzó a través de la vegetación hasta que le cubrió por completo un matorral grande y tupido. Llamó a sus jefes y a Awina hasta que todos le contestaron. En respuesta a otras órdenes suyas, se abrieron paso entre la espesura hasta situarse cerca de él. Durante este tiempo, los hombres murciélago habían estado haciendo pasadas sobre la selva y arrojando o dejando caer azagayas, dardos y pequeñas flechas. Nadie resultó herido, y al cabo de un rato los hombres murciélago abandonaron su bombardeo a ciegas. Estaban perdiendo demasiadas armas.

Entre tanto, los arqueros habían derribado a cinco de los hombres murciélago. Los restantes se retiraron al árbol a celebrar consejo.

Pese a su retirada, tenían aún el control de la situación. Sus enemigos sólo podía alejarse en una dirección y luego tendrían que descender por el tronco o subir por él hasta otra rama. Si hacían esto, quedarían expuestos a un ataque, y los hombres murciélago podrían liquidar a todo el grupo con pocas bajas por su parte o quizás ninguna.

Si el enemigo continuaba oculto en la densa vegetación de aquella rama, no haría más que aplazar lo inevitable. Los hombres murciélago mandarían por más soldados y, al final, les desalojarían. Sobre todo porque su área de caza sería reducida y acabarían muriendo de hambre, si los hombres murciélago no se molestaban en provocar una batalla directa.





Ulises había intentado contar a sus enemigos mientras planeaban en la oscuridad salpicada de luz lunar. Calculó que serían sobre un centenar. De momento, habían desaparecido dejando sólo seis centinelas que seguían volando por encima manteniéndose siempre fuera del alcance de las flechas.

Ulises se acuclilló bajo la espesura e intentó determinar lo que podían hacer. Y mientras pensaba, percibió un murmullo muy leve. Pidió a todos los que le rodeaban que se callaran y, al cabo, creyó identificar el ruido. Tenía que ser el estruendo de una catarata apagado por la distancia.

Dio órdenes a quien tenia más cerca, Awina, para que las transmitiera. Hubo cierta dilación porque el grupo, en su mayor parte, se resistía a abandonar su refugio. Tenían allí excelente protección, pero Ulises conocía a sus «hombres» y sabía lo que pensaban. Les explicó lo que pasaría en el futuro si no salían de allí. Una vez explicado, reaccionaron con bastante rapidez. No vivían gran cosa en el futuro; les costaba trabajo ver más allá de su situación presente.

El final de la rama, o, más bien, el lugar donde ésta se inclinaba bruscamente en un ángulo de noventa grados respecto a la horizontal, quedaba a unos tres kilómetros de distancia. El grupo avanzaba lentamente por lo espeso de la vegetación y también porque tenían órdenes de moverse pausada y lentamente.

Ulises vio la espuma en blanco y negro a algo menos de un kilómetro de distancia. Había subido a un alto árbol para ver mejor, asegurándose al mismo tiempo de que no le viesen los hombres murciélago, que volaban de vez en cuando por arriba. Como había esperado, se elevaban de la catarata nieblas que se extendían hasta cierta distancia. Arriba en el árbol, el estruendo del agua cayendo no quedaba amortiguado por la espesura de la selva.

Estaba a punto de descender otra vez del árbol cuando vio a un hombre murciélago que pasaba volando. Se agarró al árbol e intentó pasar por una protuberancia de la corteza. La luz de la luna no le iluminaba directamente, aunque se filtraba lo suficiente a través de las hojas como para que la oscuridad fuese más plata que negro. El hombre murciélago pasó ante él, aleteando tan lentamente que casi parecía no mover las alas. Pero de pronto éstas comenzaron a batir más deprisa y el hombre murciélago se elevó. Volvió hacia el árbol, cruzando zonas salpicadas de oscuridad y de pálido amarillo, mientras los rayos de la luna brillaban sobre su cabeza calva y arrancaban reflejos de sus alas, que eran más oscuras que su cuerpo. Descendió justo hasta la parte superior de los matorrales, y luego voló de nuevo hacia arriba, batiendo las alas. Antes de aterrizar en la rama del árbol, al otro lado del tronco de Ulises, se detuvo. Y aterrizó sobre la rama con tanta suavidad como un búho.

No tenía garras con que asirse a la rama, pero extendió las manos y se sujetó a una rama más pequeña para conservar el equilibrio. Después de plegar sus alas, apartó la cara de Ulises. Llevaba al cinturón un cuchillo de piedra y en la mano un venablo. De una cuerda que llevaba al cuello colgaba un instrumento curvado. Ulises supuso que sería una especie de cuerno. El hombre murciélago se había situado allí para vigilar al enemigo. Si localizaba a alguien, avisaría a los otros con su cuerno.

No había ningún ruido abajo lo bastante fuerte para borrar allá arriba el suave trueno de la catarata. Los hombres de Ulises habían visto al hombre murciélago y esperaban acontecimientos. La selva parecía desierta.

Ulises abandonó su posición y comenzó a rodear el tronco. Su arco y su aljaba estaban al pie del tronco. Por fortuna estaban al otro lado del hombre murciélago y cubiertos por la sombra. Ulises sólo tenía su cuchillo, que llevaba entre los dientes. Tenía que sujetarse con ambas manos y avanzar muy lento. Aunque la catarata atronaba, no lo hacía tanto como para que el hombre murciélago, de finísimo oído, no pudiera percibir el rumor de las hojas o el chasquido de una rama.