Добавить в цитаты Настройки чтения

Страница 25 из 58

– ¿Cuántos hombres murciélago había en aquella fuerza de ataque?

– Unos cincuenta.

Ulises no tenía medio de comprobar esto por el momento.

– ¿Cómo pensaban combatir a los invasores?

Al preguntar esto, contempló los afilados dardos de madera con punta de piedra del cinturón que rodeaba la cintura de Jyuks.

Los hombres murciélagos arrojarían los dardos contra los guerreros, claro. Y los jrauszmiddumes atacarían por tierra.

En aquel momento, se oyó un batir de alas. Otro hombre murciélago apareció a la entrada y penetró poco más de un metro en la cueva. Los alkumquibes estacionados a los lados de la entrada saltaron sobre él, pero el intruso logró esquivarlos y huir de ellos. Sin embargo un wufea le atravesó de un flechazo y el batir de alas se apagó sin un ruido. Se acuclillaron dentro del agujero, esperando que surgiese el grito indicador de que había sido visto el herido. Pero no llegó grito alguno.

– Más tarde harán recuento -dijo Ulises-. Y empezarán a buscar a los soldados perdidos, podéis estar seguros.

– ¿Y qué hacemos? -preguntó Awina.

– Si no empiezan a buscar antes del anochecer, saldremos de aquí. Volveremos a la selva de arriba. Si nos encuentran antes, nos enfrentaremos con una buena batalla.

No añadió que los hombres murciélago podían simplemente rendirlos por hambre.

Jyuks contestó a algunas preguntas. A otras simplemente se negó a contestar. Era una criatura tan frágil que podía soportar muy poco dolor. Cuando el dolor le resultaba excesivo, se desmayaba. Y cuando le reanimaban y volvían a torturarle, se desmayaba de nuevo.

No les diría dónde estaba la ciudad de los hombres murciélago. Les dijo que la ciudad encerraba el espíritu de Wurutana. Pero no les dijo lo que era el «espíritu» de Wurutana. Insistió en que no lo sabía. El nunca había visto a Wurutana. Sólo los príncipes de los hombres murciélago lo habían visto. Al menos, él suponía que lo habían visto. Nunca había oído a ningún jefe decir que hubiese visto a Wurutana. Siempre al espíritu de Wurutana. Aquel Árbol era el cuerpo de Wurutana.

Wurutana era el dios de los hombres murciélago. También de los hombres leopardo y de los hombres osos, aunque los sencillos wuggrudes tenían además numerosos dioses.

Ulises sintió curiosidad por la capacidad de control de Wurutana. Le preguntó si los jrauszmiddumes y los wuggrudes luchaban entre sí alguna vez:

– Oh, sí -dijo Jyuks-. Todas las tribus luchan con las de al lado. Pero ninguna nos combate a nosotros; todos obedecen la voz de Wurutana.

¿Y cuántos hombres murciélago había?

Jyuks no lo sabía. Insistió, incluso después de desmayarse varias veces, que simplemente no lo sabía. Sabía que eran muchos. Muchísimos. ¿Cómo no habían de serlo? Eran los favoritos de Wurutana.

¿Había gente como Ulises en la costa sur?

Jyuks no lo sabía, pero había oído decir que sí. Después de todo, la costa estaba a muchos vuelos de distancia, y sólo un grupo reducido de los hombres murciélago llegaban tan lejos.





Por fin llegó la oscuridad. Jyuks estaba de nuevo inconsciente. Los hombre murciélago habían dejado de volar por los alrededores. Ulises pensó que debían estar investigando más allá, río abajo. Cuando descubrieran que habían perdido a dos de los suyos, no sabrían cuándo habían desaparecido. Y era casi imposible buscar allí en la oscuridad. En cuanto consideró que estaba lo bastante oscuro, dio la orden de marcha. Jyuks fue atado a la espalda de Ulises y se desmayó. Ulises le había dado palabra de que no le matarían si proporcionaba información. Si bien Jyuks no había contestado a todas las preguntas, había contestado a la mayoría. Y Ulises admiraba además el aguante y el valor del hombrecillo. Sabía que era peligroso ser sentimental con el enemigo, pero no tenía ningún deseo de matar a aquel pequeño ser. Además, podría utilizarle más tarde. Regresaron a donde habían escondido las balsas y los remos. Arrastraron las embarcaciones de nuevo hasta el agua y el grupo se lanzó por el oscuro río. La luz de la luna no penetraba muy hondo. En ocasiones, un rayo se filtraba por una avenida de ramas. En una ocasión, un pequeño rayo iluminó en el agua, delante de ellos, grandes objetos oscuros y redondeados. Hubo un bufido, y una aguja de agua brotó de una de las criaturas. Luego el agua se agitó y los cuerpos desaparecieron. Las balsas pasaron por allí mientras sus ocupantes esperaban, tensos y ansiosos, a que las grandes ratas acuáticas apareciesen junto a las balsas, o, peor aún, debajo de ellas. Pero las balsas pasaron sin que nadie las molestase.

Ulises vio varias veces las líneas, al parecer interminables, de un cocodrilo sin patas deslizarse desde los matorrales negro plata al agua negro plata. Esperó la violenta aparición de una cabeza de cortas quijadas y muchos dientes ante la balsa y el cerrarse de los dientes alrededor de la pierna de alguien… o de él mismo. O el latigazo de una poderosa cola en la oscuridad y el estallido del hueso y la carne hecha pulpa y el cuerpo lanzado contra el agua.

Pasaron más kilómetros sin incidentes. Pájaros y animales desconocidos lanzaban sus extraños gritos. Luego la corriente se aceleró y avanzaban tan deprisa que los remeros no tenían necesidad ya de empujar contra el fondo. Ahora se ocupaban afanosamente de accionar sus remos sobre la orilla para que las balsas no chocaran con ellas.

La gran rama estaba inclinada hacia abajo casi en vertical aunque la inclinación no podían advertirla en la oscuridad los balseros. Si no hubiese sido por la aceleración de la velocidad de la corriente, no habrían creído que hubiese desnivel alguno.

A Ulises la velocidad le agradaba, pero le preocupaba también. Se acuclilló junto al atado Jyuks y le mojó la cara. El agua hizo abrir los ojos al inconsciente hombre murciélago.

– Tengo sed -masculló.

Ulises echó más agua en su calabaza y alzo la cabeza de Jyuks para que pudiese beber.

– Creo -dijo luego- que el río va a convertirse muy pronto en una catarata. ¿Qué me dices tú?

– No sé -contestó hoscamente Jyuks-. No sé nada de ninguna catarata.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Ulises-. ¿Qué desconoces esta zona o que no hay ninguna catarata al final del río?

– No volé hasta el final de esta rama cuando vine -respondió Jyuks.

– Bueno -dijo Ulises-, tendremos que resignamos a avanzar sin saber si hay catarata o no. Quiero salir de aquí lo más deprisa posible, y seguiremos en las balsas mientras podamos. Podría ser difícil, pero no imposible, espero, desviar las balsas en el último momento.

No había segunda intención en sus palabras. Pero Jyuks no estaba tan ofuscado por el dolor que no pudiese darse cuenta de lo que podría suceder. En una emergencia, Jyuks, con las piernas y las manos atadas, dependería de que algún otro se decidiese a llevarlo a la orilla. Quizás no tuviesen tiempo bastante para que alguien le transportara o le tirara a la orilla, si alguien se sintiese inclinado a hacerlo.

Al cabo de un rato Jyuks habló de nuevo. Era evidente que se odiaba a sí mismo. Quería mantener la boca cerrada y aguantar lo que llegase. Pero era incapaz de afrontar la muerte al final de la rama. Quizás, pensó Ulises, hubiese para él algo especialmente aterrador en morir en el agua.

– A juzgar por la corriente -dijo lentamente-, debemos de estar a unos cuatro kilómetros del final. Donde está la primera catarata.

Ulises consideró la posibilidad de que Jyuks no estuviese asustado. Podía estar mintiendo para poder atraparlos a todos, enviarlos a todos a una muerte segura, incluido él.

– Seguiremos kilómetro y medio más -dijo Ulises-. Luego abandonaremos las balsas.

Había luz bastante para que pudiese ver la cara de Jyuks. De vez en cuando, la luz aumentaba cuando los rayos de luna penetraban por los resquicios entre hojas y ramas y troncos miles de metros por encima de ellos. La expresión del hombre murciélago era tan inescrutable como un trozo de cuero.