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Monk sintió en su interior un súbito destello de interés.
– ¿Conocía usted al comandante Grey? -dijo en tono casi desinteresado.
– No muy bien, no; -protestó Yeats, negando cualquier tipo de pretensión mundana… o de implicación-, sólo superficialmente, lo conocía de habérmelo tropezado alguna vez, ¿comprende? Pero era una persona muy educada, eso sí, siempre tenía una palabra amable, no como algunos jóvenes de ahora.
No era de esos que fingen que se han olvidado de tu nombre.
– ¿A qué se dedica usted, señor Yeats? No creo que me lo haya dicho.
– Quizá no. -La tostada seguía desintegrándosele en la mano, aunque no le prestaba atención alguna-. Comercio en sellos y monedas de gran rareza.
– ¿También era comerciante el visitante? Yeats pareció sorprendido.
– No me lo dijo, pero yo diría que no. Se trata de una actividad restringida, ¿comprende usted? Uno siempre acaba conociendo a todos los que se dedican a ello.
– ¿Entonces era inglés?
– ¿Cómo dice?
– Me refiero a que no era extranjero, en cuyo caso usted podría no haberlo conocido aunque se dedicase a su mismo negocio.
– ¡Ah, ya entiendo lo que quiere decir! -Yeats desarrugó la frente-. Sí, sí, era inglés.
– Y si no le buscaba a usted, ¿a quién buscaba?
– No… no sabría decirle. -Agitó la mano en el aire-. Me preguntó si yo coleccionaba mapas y le dije que no. Me dijo que lo habían informado mal y se marchó inmediatamente.
– Creo que no fue así, señor Yeats. Creo que entonces fue a llamar a la puerta del comandante Grey y en el curso de los tres cuartos de hora siguientes lo golpeó hasta matarlo.
– ¡Oh, santo Dios! -A Yeats le flaquearon los huesos y, al tiempo que se echaba atrás, se deslizó asiento abajo.
Detrás de Monk, Evan se levantó como si se dispusiera a prestarle ayuda, pero cambió de parecer y volvió a sentarse.
– ¿Le sorprende lo que le he dicho? -le preguntó Monk.
Yeats estaba jadeante, incapaz de pronunciar palabra.
– ¿Está usted seguro de que no conocía a aquel sujeto? -insistió Monk sin darle tiempo a recapacitar.
Había llegado el momento de presionarlo.
– Sí, sí, lo estoy. Para mí era un completo desconocido. -Se cubrió la cara con las manos-. ¡Oh, santo cielo!
Monk miró fijamente a Yeats. Aquel hombre había dejado de serles útil, el más profundo horror lo tenía atenazado o por lo menos eso fingía, muy convincentemente, por cierto. Se volvió y miró a Evan. El rostro de Evan estaba tenso debido a la impresión que le producía el hecho de que fueran testigos de la desazón de aquel hombre, desazón que posiblemente ellos mismos habían provocado.
Monk se levantó y oyó su propia voz como si viniera de muy lejos. Sabía que corría el riesgo de cometer un error y que lo hacía sólo a causa de Evan.
– Gracias, señor Yeats. Lamento haberlo perturbado tan profundamente. Una cosa más, ¿se fijó si aquel hombre llevaba bastón?
Yeats levantó su cara pálida como la de un muerto y su voz fue apenas un murmullo.
– Sí, un bastón muy bonito. Me fijé en él.
– ¿Grueso o delgado?
– ¡No, grueso, muy grueso! ¡Oh, no! -Cerró con fuerza los ojos como si de este modo hubiese querido evitar incluso pensar en lo sucedido.
– No tiene por qué asustarse, señor Yeats -dijo Evan desde detrás de Monk-. Estamos convencidos de que se trata de alguien que conocía personalmente al comandante Grey, no de un loco. No hay motivo alguno para suponer que hubiera podido atacarlo a usted. Me atrevería a decir que era al comandante Grey precisamente a quien buscaba cuando llamó a su puerta y descubrió que se había equivocado.
Hasta que estuvieron fuera Monk no comprendió que Evan debía de haberlo dicho simplemente para reconfortar al hombrecillo. Lo que acababa de decir no podía ser verdad en absoluto. El desconocido había preguntado por Yeats. Miró de reojo a Evan, que ahora caminaba en silencio a su lado bajo una fina llovizna. No hizo comentario alguno sobre el hecho.
Grimwade no les resultó de ninguna ayuda. No había vuelto a ver al hombre después de dejarlo en la puerta del señor Yeats, ni tampoco lo había visto entrar en casa de Joscelin Grey. Había aprovechado la ocasión para atender una necesidad natural y tres cuartos de hora más tarde, es decir, a las diez y cuarto, lo había visto bajar.
– Sólo se puede sacar una conclusión -le dijo Evan, desazonado y caminando con la cabeza gacha-. Al dejar la puerta de Yeats, seguramente siguió el pasillo en dirección a los apartamentos de Grey, pasó media hora aproximadamente con él, lo mató y salió, que es cuando Grimwade lo vio pasar.
– Lo cual no nos explica quién era -dijo Monk sorteando un charco y pasando junto a un lisiado que vendía cordones para zapatos.
Se cruzaron con el carro de un trapero que pregonaba su oficio de forma casi ininteligible debido al canturreo con el que se anunciaba.
– Vuelvo a lo mismo -continuó Monk-. ¿Quién podía odiar de tal manera a Joscelin Grey? En aquella habitación se desató una ira incontenible.
Alguien detestaba a Grey hasta tal punto que siguió golpeándolo incluso después de haberlo matado.
Evan se estremeció mientras la lluvia le resbalaba por la nariz y la barbilla. Se subió el cuello de la chaqueta hasta las orejas; tenía el rostro blanco.
– El señor Runcorn tenía razón -dijo con aire de desaliento-. Va a ser extremadamente desagradable, porque hay que conocer muy bien a una persona para odiarla de forma tan desaforada.
– O haber recibido graves perjuicios de dicha persona -añadió Monk-, aunque probablemente usted tenga razón. Debe de ser alguien de la familia, éstas son cosas que suelen pasar en las familias. O esto o un asunto de amoríos.
Evan pareció sorprendido.
– ¿Cree que Grey era…?
– No. -Monk sonrió con una mueca que le torció los labios hacia abajo-. No me refería a esto, aunque también podría ser; en realidad, es más que probable. Pero yo pensaba en una mujer, una mujer casada, quién sabe.
Los rasgos de Evan se distendieron un momento.
– Supongo que es demasiado violento para tratarse de una deuda de juego o algo así, ¿no? -dijo sin demasiada esperanza.
Monk se quedó un momento pensativo.
– Podría tratarse de extorsión -afirmó, sinceramente convencido de lo que decía. Era una idea que acababa de ocurrírsele, pero le gustó.
Evan frunció el ceño. Caminaban en dirección sur, siguiendo Grey's I
– ¿Usted cree? -Miró de soslayo a Monk-. A mino me lo parece. Y no hemos encontrado entradas de dinero que no cuadren. Aunque la verdad es que tampoco nos hemos metido a fondo en eso. Y es cierto que las víctimas de extorsión pueden acabar alimentando un odio muy profundo del que no se les puede culpar sin más. Cuando se ceban en alguien que se ve despojado de todos sus bienes y que encima se ve amenazado con la ruina, llega un momento en que la razón no aguanta.
– Tendremos que averiguar qué clase de compañías frecuentaba -replicó Monk-, quién podría haber cometido errores tan perjudiciales como para que le extorsionaran por ello y acabar cometiendo un asesinato.
– Tal vez, si era homosexual… -apuntó Evan sintiendo una nueva oleada de desagrado, pese a que Monk sabía que ni él mismo creía lo que decía- quizá tuviera un amante que le pagaba para que no hablase y que… sometido a fuertes presiones, acabó matándolo.
– Es todo muy sórdido -le dijo Monk con los ojos clavados en el húmedo pavimento-. Runcorn estaba en lo cierto.
Al mentar a Runcorn sus pensamientos siguieron de pronto por otros derroteros.
Encargó a Evan que fuera a interrogar a todos los comerciantes del barrio y a las personas del club con las que Grey estuvo departiendo la noche en que fue asesinado, que averiguara todo lo que tuviera que ver con sus socios.
Evan comenzó por el comerciante de vinos cuyas señas había encontrado en el membrete de una factura en el apartamento de Grey. Era un hombre gordo de bigotes caídos y maneras untuosas. Manifestó su gran pesar por la muerte del comandante Grey. Qué desgracia tan terrible. Qué ironía del destino que un excelente oficial como él hubiese sobrevivido a la guerra para acabar asesinado por un loco en su propia casa. ¡Qué tragedia! No sabía qué decir, y empleó en decirlo una enormidad de palabras, mientras Evan intentaba en vano meter baza y conseguir que respondiera unas cuantas preguntas de su interés.