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Cuando por fin lo consiguió, la respuesta fue la que Evan ya esperaba. El comandante Grey -el honorable Joscelin Grey- era un cliente de calidad. Tenía un gusto exquisito; a fin de cuentas, ¿qué otra cosa cabía esperar de un caballero de su condición? Conocía los vinos franceses y los vinos alemanes. Le gustaba lo mejor, y su establecimiento se lo proporcionaba. ¿Sus cuentas? Bueno, no siempre estaba al corriente de pago, pero acababa por pagar. Ya se sabe que la nobleza es así con el dinero, hay que amoldarse a su manera de ser. No podía añadir nada más, nada en absoluto. Pero si al señor Evan le interesaba el vino, podía recomendarle un excelente Burdeos.

El señor Evan dijo de mala gana que los vinos no le interesaban. Era hijo de un párroco de pueblo, y aunque había recibido una educación esmerada, siempre había andado demasiado corto de dinero como para permitirse poco más que lo mínimo necesario y unas cuantas buenas prendas que siempre le habían sido más necesarias que los buenos vinos. Aunque todo esto no se lo dijo al comerciante.

A continuación probó fortuna en las casas de comidas del barrio, empezando por la que estaba especializada en carnes y terminando en la cervecería local, que también servía un excelente estofado acompañado de un budín de frutos secos, especialmente rico en pasas de Corinto, según pudo comprobar el propio Evan.

– ¿El comandante Grey? -preguntó el propietario con expresión meditabunda-. ¿Se refiere al que mataron? ¡Claro que lo conocía! Venía por aquí regularmente.

Evan no sabía si dar crédito o no a sus palabras. Tanto podían ser verdad como mentira, aunque la comida que servían era barata y abundante, y el ambiente del local seguramente no podía resultarle desagradable a un hombre que había servido en el ejército y se había pasado dos años luchando en los campos de Crimea. Por otro lado, igual podía ser una fanfarronada para prestigiar su negocio, ya próspero en sí, afirmar que allí había cenado una famosa víctima de un asesinato. Eran muchos los que sentían una curiosidad morbosa que prestaría un interés añadido al lugar.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Evan.

– ¡Vaya! -exclamó el propietario de la cervecería mirándolo con aire desconfiado-. ¿Pero no estaba metido en el caso? ¿Cómo es que no lo sabe?

– Yo no lo he visto en mi vida -replicó Evan, con mucha lógica-. Esto cambia mucho la cosa, ¿sabe usted?

El propietario hizo una profunda aspiración.

– ¡Claro, que la cambia! Siento haberle preguntado una bobada. Era un tipo alto y más o menos como usted de fuerte, quizás un poco más… pero de buena figura, ¿sabe usted? Un señor de verdad, no tenía necesidad de abrir la boca para demostrarlo. Se lo aseguro. Tenía el pelo rubio… y una sonrisa de lo más simpático.

– ¡Encantador, vamos! -dijo Evan, más como observación que como pregunta.

– ¡Y que lo diga! -corroboró el patrón.

– ¿Era sociable? -prosiguió Evan.

– ¡Ya lo creo! Siempre andaba contando historias. A la gente le gustaba. Una de esas personas que te alegran la vida.

– ¿Era generoso? -inquirió Evan.

– ¿Generoso? -El patrón enarcó las cejas-. No, la verdad, generoso no era. Más bien era de esos que reciben más que dan. Supongo que tampoco tenía mucho que dar. Además, a la gente le gustaba invitarlo… ya le he dicho que era muy simpático. A veces también era rumboso, aunque no muy a menudo… pongamos una vez al mes.

– ¿Invitaba sistemáticamente?

– ¿Qué quiere decir?

– Qué si lo hacía un día determinado del mes.



– ¡Ah, no! Cuando le parecía, igual podía invitar dos veces en un mes como pasarse dos meses sin invitar a nadie.

Jugador, pensó Evan para sus adentros.

– Gracias -le dijo en voz alta-, muchísimas gracias.

Terminó la sidra, dejó seis peniques sobre la mesa y se marchó de mala gana del local porque le esperaba la lluvia, que ya iba escampando.

Pasó el resto de la tarde viendo a zapateros, sombrereros, camiseros y sastres, a través de los cuales se enteró con pelos y señales de lo que ya se imaginaba que le dirían, nada que su sentido común no le hubiera dicho ya.

Compró un budín de anguilas frescas a un vendedor ambulante de Guilford Street que se había instalado delante del Foundling Hospital y seguidamente tomó un cabriolé hasta St. James's y bajó en Boodles, club del que Joscelin Grey era miembro.

Sus preguntas aquí fueron necesariamente más discretas. Se trataba de uno de los clubs masculinos más distinguido de Londres y, como es lógico, el servicio no podía andar cotilleando sobre los socios si querían conservar sus gratos y lucrativos empleos. Todo lo que pudo sacar después de una hora y media de preguntas indirectas fue la confirmación de que el comandante Grey era miembro del club, que lo frecuentaba regularmente»cuando estaba en la ciudad, que por supuesto jugaba, al igual que los demás caballeros, y que era posible que a veces se retrasase un tiempo en satisfacer sus deudas, pero que con toda seguridad las satisfacía. No había caballero que dejara de pagar sus deudas de honor; un comerciante tal vez, pero jamás un caballero. Eso estaba fuera de toda duda.

¿Podía hablar el señor Evan con alguno de los contertulios del comandante Grey?

Si no disponía de autorización, no era posible. ¿La tenía quizá?

No, el señor Evan no la tenía.

Salió de allí poco más enterado que antes, aunque había varias cosas que le rondaban por la cabeza.

Así que dejó a Evan, Monk se dirigió rápidamente a la comisaría y sé metió en su despacho. Sacó los expedientes de todos sus casos y los leyó, lo cual no le produjo, precisamente, una satisfacción especial.

Si sus temores en relación con aquel caso estaban bien fundados -un escándalo en el seno de la buena sociedad, perversión sexual, extorsión y asesinato-, estando a cargo del mismo su trayectoria como detective quedaba condicionada por los riesgos de caer en un fracaso estrepitoso y convenientemente aireado y la aún más peligrosa tarea de descubrir las tragedias personales que habían precipitado la explosión final. Un hombre capaz de matar a un amante -convertido en extorsionador- con el único objeto de guardar su secreto no vacilaría en provocar la ruina de un simple policía. Decir que todo ello era «desagradable» era decir muy poco.

¿No lo habría hecho Runcorn a propósito? Al examinar el historial de su propia carrera, en el que un éxito sucedía a otro, hubo de preguntarse qué precio había tenido que pagar y quién más lo había pagado además de él. Era evidente que lo había sacrificado todo a su trabajo, en aras de una mayor eficacia, mayores conocimientos, maneras más refinadas, una indumentaria apropiada y visto desde fuera, su ambición era tristemente obvia: una dedicación sin límites, una atención meticulosa al detalle, indiscutibles destellos de brillante intuición, una fina perspicacia para juzgar las capacidades -y las debilidades- de los demás, utilizando siempre al hombre apropiado para cada tarea y, una vez finalizada ésta, eligiendo otro diferente para una nueva tarea. Daba la impresión de supeditarlo todo en aras de la justicia. ¿Cómo podía siquiera imaginar que aquella manera de actuar le hubiera pasado inadvertida a Runcorn, que podía llegar a interponerse en su camino?

Su encumbramiento como inspector de la Policía Metropolitana desde sus humildes orígenes de hijo de una aldea de pescadores de Northumberland, era poco menos que meteórica. En doce años había conseguido más que la mayoría en veinte. Ya estaba pisándole los talones a Runcorn y, al ritmo que llevaba, muy bien podía esperar un nuevo ascenso que lograra llevarle al puesto de Runcorn… o a otro mejor.

¿No dependería todo, quizá, del caso Grey?

No habría podido subir tan alto ni tan aprisa sin pasar por encima de algunos buenos profesionales. Sentía crecer en su interior el temor de que hubiera podido no importarle en absoluto. Había revisado someramente los casos. Rendía culto a la verdad y, en aquellas ocasiones en que la ley se mostraba equívoca o guardaba silencio, siempre se había inclinado por lo que él consideraba justo. Pero si en algún momento había llegado a sentir comprensión o una compasión sincera por las víctimas, éstas no habían traslucido en los informes. Sus iras eran impersonales: iban dirigidas contra las fuerzas de la sociedad que causaban la pobreza y alimentaban la indigencia y el crimen, contra la monstruosidad de las destartaladas viviendas de los barrios míseros o los talleres donde se explotaba a los obreros, contra la extorsión, la violencia, la prostitución y la mortalidad infantil.